Un transportista accede al recinto y, nada más bajarse de su furgoneta, expresa una emoción que se mueve entre la añoranza y el asombro. Comenta que él hizo el servicio militar aquí, y que le sorprende que ahora el espacio se haya convertido en un museo. El hombre se refiere al antiguo cuartel general de Ferrocarriles y Zapadores Ferroviarios del Ejército, ubicado en el barrio madrileño de Fuencarral, un espacio que actualmente funciona como centro de arte contemporáneo bajo el nombre de Museo-Ciudad del Arte Zapadores siglo XXI.
En 2018, Néstor Prieto y Francisco Brives se reapropiaron de este lugar que entonces estaba abandonado y olvidado. Ambos, que ya habían unido fuerzas en 2013 para fundar el museo La Neomudéjar, transformaron el antiguo recinto militar en lo que ahora es: un espacio ecléctico y gigantesco donde conviven estudios de artistas, galerías y exposiciones de arte contemporáneo.
En uno de los estudios que alberga la Ciudad del Arte de Zapadores trabaja Jacqueline Bonacic-Doric, también conocida como Yaky, una artista criada en Latinoamérica, entre Chile, Uruguay y Argentina, que lleva tiempo asentada en España. Su taller se ubica en una nave que albergó las duchas y vestuarios del cuartel. Los azulejos blancos de las paredes y la estructura del vestuario delatan ese pasado. Conservar la memoria de los espacios, los usos anteriores, resulta fundamental para los responsables de Zapadores.
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El techo que está sobre la puerta que da entrada al taller de Jacqueline a punto está de caerse. “Tengo que llamar para que me lo arreglen”, dice nada más entrar a su estudio.
El espacio que ocupa la artista rebosa de obra. Hay cuadros de gran tamaño apoyados en una pared lateral, junto a la puerta. Por todos los lados se ven esculturas textiles (sus Héroes) y material de trabajo. También hay obra antigua entre las duchas, colgada de las paredes, y por los angostos pasillos de la parte posterior de la nave. Una pequeña estantería acumula libros.
Nos sentamos en un sofá, y es ahí donde comenzamos la entrevista.
—Tu nombre es Jacqueline Bonacic-Doric. Te criaste en Latinoamérica, pero tu apellido es de origen yugoslavo, ¿cierto?
—Sí, es un apellido serbocroata. Pero no me gusta demasiado hablar ni de los orígenes ni de las nacionalidades. De hecho, evito dar la fecha de mi nacimiento y mi nacionalidad.
—¿Por qué?
—Porque son cosas que no me interesan, que no las considero fijas, sino algo que va cambiando. La gente considera objetivos estos datos; yo no, para mí varían mucho. Pienso que a lo largo de mi vida he ido muriendo según me iba mudando de una ciudad a otra.
La biografía de Bonacic-Doric es enrevesada y compleja de seguir. Ha vivido en Uruguay, en Argentina, en Chile, en Francia, en Brasil, en Alemania y en España. Incluso para ella misma es difícil de relatar: “Me cuesta recordar mi historia a modo de biografía coherente. En mi vida las interrupciones son constantes, no tengo la sensación de que hice una vida lineal”.
—Pero naciste en Latinoamérica, ¿verdad?
—Sí. Yo me siento latinoamericana, aunque lleve más de 30 años viviendo en Europa.
—¿Y entre que países pasaste tu infancia?
—Entre Chile, Uruguay y Argentina. Mi madre es uruguaya y mi padre es chileno, así que durante mi niñez pasábamos igual seis meses en Uruguay y luego seis meses en Chile. En un momento dado tuve una escolaridad en Chile bastante difícil, en parte por las condiciones del país, por la dictadura de Pinochet. Por eso a veces digo que soy hija de todos esos procesos dictatoriales y aberrantes que asolaron el Cono Sur durante los años setenta.
Jacqueline cuenta que era una niña muy sensible: “Recuerdo que de chica las emociones y las sensaciones me inundaban, y por ahí fui dándome cuenta de que había algo que yo no terminaba de exprimir. En el colegio era una niña muy llamativa, así que era foco de la agresividad de muchos niños. Todo esto me hizo sentir que no encajaba. No era feliz en la escuela y me fui aislando”.
En casa, por suerte, la dinámica era diferente. El hogar familiar fue para Jacqueline un espacio de libertad. La artista explica que en su domicilio había un taller de cerámica, y que una vez a la semana acudía allí un profesor que les enseñaba a ella y a sus hermanos cómo manejarse con la arcilla. “Los recuerdos que tengo de aquello son muy felices, pasábamos todo el tiempo jugando. Luego mi carrera ha ido desarrollándose y variando, pero pienso que cuando comencé en la creación artística lo que yo buscaba era eso: construir para mí un territorio seguro y feliz”. Aquel taller de cerámica era un lugar que contrastaba con el mundo exterior, con el Chile de la época, “un espacio muy violento, depresivo y gris”.
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Jacqueline no estudió Bellas Artes: optó por el teatro. Pero, mientras se formaba en interpretación, le sucedió lo mismo que en la escuela: había algo dentro de ella que seguía sin poder comunicar. Así, terminó renunciado al teatro más convencional y, en los años ochenta, fundó junto con tres amigas el colectivo artístico Arte Bravo, centrado en la experimentación escénica.
En cierto modo, Arte Bravo se construyó para hacerle frente a la Organización Negra, un grupo de teatro de vanguardia muy importante en el Buenos Aires de la época. “Nuestro colectivo se construyó como un movimiento antagónico a La Organización Negra. Algunas compañeras que integraban Arte Bravo eran pareja de otros de la Organización Negra, pero estos no les dejaban a ellas formar parte de su grupo porque querían que estuviera exclusivamente formado por hombres. Entonces las chicas respondieron y dijeron: vamos a armar un grupo de solo mujeres”.
Arte Bravo, que pronto pasó a ser una organización mixta, construyó grandes instalaciones donde se reflexionaba sobre la nada y el vacío a partir del trabajo con el espacio y los volúmenes. Transcurrieron los años y el grupo comenzó a ganar importancia en Argentina. En 1992, fue seleccionado para representar a Buenos Aires en el Festival Les Allumées de Nantes, en Francia. La participación de Arte Bravo en aquel certamen fue un éxito. Antes de regresar a Argentina, el grupo hizo una parada en París.
—París me impresionó tanto que dije: no me quiero ir, no me quiero ir, no me quiero ir —relata Jacqueline con entusiasmo.
—¿Y te quedaste?
—Sí. Nos dejaron permanecer en la ciudad unos días más y, cuando ya era obligatorio regresar, decidí esconderme. Pensé: no sé qué estoy haciendo, pero, bueno, lo peor que puede pasar es que me deporten.
Fue la única de su grupo que apostó por quedarse en Europa. El resto retornó a Sudamérica. Jacqueline pasó muchos años en la capital francesa sin permiso de residencia. “Al final me agoté, porque estando de ilegal sos muy maltratado. Por eso los temas que yo trabajo. Si en mi trabajo artístico aparecen temas relacionados con la inmigración es porque, de alguna manera, los viví”, cuenta.
Durante los primeros meses en París, Jacqueline empleaba su tiempo libre, que era mucho, en pasear. En una de esas excursiones conoció a un hombre que le puso en contacto con el pintor nicaragüense Armando Morales. “Él me adoptó. Morales tenía 74 años y mucho dinero, porque en los últimos años había vendido toda la obra que tenía”.
Jacqueline cuenta que Morales la invitaba a cenar todas las noches, y que aquellas comidas eran su único alimento para todo el día. Una de las primeras veces que salieron a cenar, Morales le preguntó por qué se había quedado en París. Jacqueline respondió que no lo sabía, que aún tenía que descubrirlo. Él le dijo: “Yo vivo en París porque desde aquí puedo pintar los paisajes de Nicaragua”.
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En 2001, Jacqueline llegó a Madrid.
—Después de tres años en París, un tiempo en Brasil, un regreso a Buenos Aires y un periodo en Berlín, me vine porque tenía una pareja que se instaló aquí. Nunca había pensado en España como un lugar de residencia —cuenta.
La relación con aquella pareja terminó, y es en ese momento cuando comienza el periodo más oscuro y extraordinario de la vida de Bonacic-Doric. Ella misma lo narra: “Tras finalizar aquella relación quedé medio en la calle, porque era él quien tenía el dinero. Entré en una cuesta abajo, en una situación de indigencia. Pero vamos, estas situaciones son parte de mi historia”.
Jacqueline se casó dos veces en España, ambas para conseguir el permiso de residencia en el país. “Son peripecias que están muy relacionadas con la precariedad económica”, reconoce. En ese tiempo le prestaron un sótano y allí configuró un estudio. El sitio estaba en la Calle de la Cabeza, en el céntrico barrio madrileño de Lavapiés.
De repente, Jacqueline frena su discurso durante cuatro segundos. Piensa un instante. Entre tanta anécdota rocambolesca el relato se hace complicado de seguir y comprender.
—Cuento todo esto porque mis experiencias explican mi pintura —dice, casi como si tratara de justificar su historia.
Contra todo pronóstico, fue en esa época tan quebradiza cuando la vida y la carrera artística de Jacqueline dieron un vuelco.
En aquel sótano de Lavapiés, la artista conoció al director de escena Adolfo Simón. Una tarde, al despedirse de él, salió a la calle, recogió unos cartones que encontró por ahí y pasó la noche en vela pintando sobre ellos. “Y ahí me doy cuenta de algo. Fue súper liberador. Cuando regresó Simón al otro día me dice: ‘¡Acá hay una exposición!’”. En aquel instante, Jacqueline comprendió que su futuro iba estar ligado a la pintura.
—¿Con la pintura alcanzaste el lenguaje que andabas buscando desde tanto tiempo atrás?
—Sí, era el lenguaje, era el lugar, y quería profundizar en ellos.
—En ocasiones has dicho que la pintura te salvó. ¿A qué te refieres?
—Me refiero a que encontré la pintura como vía de comunicación cuando me hallaba en un estado de extrema mudez. En aquel momento la palabra para mí no tenía ningún sentido, así que debía que encontrar un elemento con el que poder comunicarme.
—Has trabajado en Argentina, en París, en Berlín, en Madrid. ¿Cómo crees que varían las escenas artísticas en cada territorio? ¿Tiene Madrid más de Buenos Aires que de Berlín, más de Latinoamérica que de Europa?
—Es buena pregunta, nunca lo pensé. Yo me quedé en Europa porque creía que aquí sería más fácil vivir de mi trabajo. Aun así, en España sucede una cosa que no ocurre en otros lugares: aquí se da demasiada primacía a los y las artistas jóvenes. Con el tiempo he aprendido que hay ciertos lugares y concursos a los que ni presento proyecto, porque ves la fecha de nacimiento de los que ganaron años anteriores y te echas para atrás.
Según Jacqueline, en España, y más en concreto en Madrid, existe cierta dinámica que termina dando prioridad a los artistas jóvenes. “Aquí me da la sensación de que empiezo a quedar… anticuada”, reconoce con cierta resignación. Precisamente han sido Franciso Brives y Nestor Prieto, fundadores de Zapadores, los que han ayudado a que Jacqueline no quede sepultada y olvidada entre tanto artista y propuesta joven. La artista recuerda que conoció a la pareja en 2013, y que gracias a ambos ha podido permanecer en Madrid todos estos años. “Néstor y Fran tienen la ambición de revivir espacios y rescatar artistas que la institución ha abandonado. Antes de conocerlos mi trabajo era muy solitario; remaba sola, por así decirlo. Pero encontrarme con ellos, y que le dieran un cuerpo y un espacio de prestigio a mi trabajo, ha sido de gran ayuda. Es una sensación de estructura mayor que cuida, que avala, que acompaña, que difunde”.
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En 2007, Jacqueline comienza a desarrollar Héroes, un trabajo de esculturas textiles confeccionadas con materiales rescatados de la calle, de la basura. Se trata de uno de sus proyectos más importantes y extensos en el tiempo, pues ha ido variando en forma e intenciones según el periodo vital de la creadora. Los héroes han sido expuestos en las calles de diferentes ciudades, e incluso han acabado arrojados en un contenedor en Marsella, según ella misma cuenta. La última evolución de estas esculturas textiles es Héroes y Superhéroes, un trabajo que vio la luz en 2021 gracias una beca del Ayuntamiento de Madrid y que ha contado con la colaboración artística de Esther Perez de Eulate.
Jacqueline asegura no recordar cómo alcanzó la primera idea que le condujo a producir Héroes, aunque sí reconoce cierta sensación de hastío cuando rememora aquel periodo: “Iba a las exposiciones y estaba cansada de lo frías que me resultaban. En las exhibiciones de arte contemporáneo sentía que todo lo expuesto se dirigía al cerebro del espectador, y muchas veces pensaba que así no íbamos a transformar nada”.
—¿Pero transformar el qué? ¿y con qué propósito?
—Yo soy artista por no ser terrorista. Evidentemente, hay un intento mío por lograr que ciertas cosas cambien en el mundo: me duele la desigualdad, me duele la injusticia social, me duele la falta de libertad.
—¿Qué intentas que el espectador sienta cuando se enfrenta a tus obras?
—Pretendo decirle: ‘¿Sabes qué? Ven y haz lo que quieras’. Pretendo mostrar que es posible ganar espacios con aquello que uno es, sin tener que pasar por el aro. Supongo que tiene algo de prepotencia, pero los terroristas son prepotentes: se creen que poniendo bombas van a cambiar algo.
Del algún modo, el proyecto Héroes es un ataque contra la primacía de la vista, contra el dominio de lo racional en el arte contemporáneo hecho desde Occidente. Las esculturas de Jacqueline proponen algo distinto: interactúan con el espectador por medio del tacto, pues las figuras pueden ser palpadas y cogidas, e incluso abrazadas. “La gente se asombra muchísimo cuando se relaciona con ellos, producen tantas cosas…”, reconoce la artista.
En este punto de la conversación Jacqueline evoca una etapa de su vida en París en la que impartió lecciones de salsa cubana para conseguir algo de dinero. La artista relata que sus alumnos, al verse incapaces de realizar ciertos movimientos, al no poder seguir el ritmo con fluidez, se excusaban diciendo: “Yo soy francés, yo todo lo tengo aquí”, y acto seguido se señalaban la cabeza con frustración. “Les enseñaba a bajar el control de su cuerpo hacia la cintura, hacia las caderas. Y esto creo que es lo que también hago en mi arte, en definitiva: intento trasladar al lenguaje artístico algo que no necesariamente tiene que ver con lo racional, y así logro que sucedan otras cosas”.
Jacqueline confecciona sus héroes con lo sobrante, con lo despojado. “La basura tiene un lugar importantísimo en nuestra historia. Lo que más hemos generado los humanos es basura. Mi manera de señalar eso es utilizando los desechos para crear los héroes. Además, para mí recuperar un desecho es un modo de recuperar una memoria. En el fondo, es un paso instintivo, porque considero que lo que se aparta y se expulsa tiene valor estético”.
En Héroes y superhéroes, la última forma que ha tomado el proyecto, Jacqueline trabaja con un elemento hasta entonces inédito en su obra: su familia. En este trabajo la artista pone a su padre, Milan Bonacic-Doric, quien padece demencia, a interactuar con las pequeñas esculturas. “¿Por qué quisiste incluir a tu padre?”, pregunto. “Bueno, porque él se incluyó en mi vida de un modo que nunca habría imaginado. En 2017 falleció mi madre. Ambos vivían en Argentina, y cuando ella murió me lo traje a España”.
La tarea de atender a su padre ha hecho menguar el tiempo que la artista pasa en el taller de Zapadores, un lugar que es, según ella misma confiesa, su universo además de su lugar de trabajo. “Ahora el centro de mi día a día es mi papá. Durante la mayor parte del tiempo soy una cuidadora”, dice.
Pese a todo, Jacqueline asegura que hacerse cargo de su padre le ha ayudado a rebajar su prepotencia. “Nunca antes había tenido que cuidar de nadie, así que no he construido una economía que me permita darle a un ser querido esos cuidados. Mi precariedad siempre ha tenido que ver con la idea de por qué iba a tener yo más que otros. Esto lo estoy intentando cambiar, sobre todo por el tema de las necesidades de mi viejo. Ahora pienso que tal vez no debería haber dejado pasar ciertas situaciones y oportunidades… No sé, ocuparme más de mi propio jardín, ¿entiendes?”.