Una pareja baila tango en un departamento de dos ambientes en San Telmo, en la orilla de Buenos Aires, Argentina. Antes de darle play a la lista —que llamaron— “Milongas de Pandemia”, corrieron a un costado el sillón de dos plazas y una mesa de madera, para despejar el centro del living-cocina-comedor. El espacio es reducido pero suficiente. El piso de parquet brilla, parece recién encerado, como el suelo de las milongas que desde el estallido de la covid-19 no pudieron volver a pisar. Fernando, escritor y director de cine, sentado en el sillón, se ata con justeza los zapatos negros con planta de cuero. Ariadna, redactora publicitaria colombiana, con brújula porteña tras diez años de vivir en la ciudad, lo espera de pie. Desde su celular pone la canción ‘Bahía Blanca’, interpretada por la Orquesta Di Sarli.
—Para empezar es lo mejor —dice Fernando, mientras revuelve el café en la vereda de un bar de San Telmo—. Es más melódico, más amable. Si metés un D'Arienzo o un Pugliese, la música es más rítmica, y se te va a la mierda.
Fernando no es un neófito, tampoco un profesional de suelas gastadas. Empezó a bailar en la adolescencia empujado por su melomanía. Con Ariadna conviven hace varios meses. El aislamiento sanitario los ayudó a tomar la decisión de vivir juntos. Aún no establecieron normas o pautas de convivencia. Sin embargo, tienen un solo trato: cuando cae la noche, lunes y miércoles, Fernando le enseña los pasos básicos del tango. Martes y jueves, Ariadna hace lo mismo con el lenguaje de la salsa, la música que lleva en el cuerpo, que “baila desde antes de nacer”, según Fernando.
Es miércoles. Arriba de la mesa están las computadoras de trabajo de ambos; una enfoca los pies, otra el cuerpo entero. Para profundizar el aprendizaje de giros y figuras, decidieron tomar clases virtuales con Fernanda Japas y Alberto Sendra. Mientras esperan que se conecten los profesores, hacen diez minutos iniciales de práctica que incluye caminata, ochos hacia adelante y hacia atrás, y ganchitos: ejercicios que después usan en las figuras, como el ocho cortado o el cambio de frente, que van a dictarles desde la pantalla.
—La modalidad virtual está buena para laburar los pasos en concreto —dice Fernando con entusiasmo—. Lo difícil es sacar el ritmo y que no sea tan esquemático, eso te lo da el roce de la milonga, que acá, al ser dos en un ambiente, no se da.
Fernando agarra la cintura y el brazo estirado de Ariadna. Con soltura empiezan a caminar el salón, su salón íntimo y privado, la escenografía principal de sus ceremonias de interior. Más que verlos bailar, la sensación que generan es la de un abrazo que se mueve, como dice el ensayista Gustavo Varela. Un abrazo que solo se interrumpe cuando el sonido que entra de afuera por la ventana abierta, cubre los acordes de Di Sarli. Primero sale Ariadna al balcón, detrás va Fernando. Desde los balcones de enfrente y otros puntos de la ciudad suenan aplausos, cornetas, parches de redoblantes, cacerolas. Son las nueve de la noche, el horario que los porteños consensuaron para agradecer a médicas, enfermeros y camilleros, la lucha cotidiana contra la covid-19. Fernando y Ariadna se quedan en el balcón, contemplando el sonido blanco de la noche oscura. Con los pies y las piernas quietas, sin enlazarlas, se suman al alud de aplausos y, hasta el día siguiente, dejan de bailar.
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Durante los años ochenta, en Argentina se desarrolló una nueva pedagogía para bailar tango. A diferencia de lo sucedido en los orígenes, o en el bum de los años cincuenta y sesenta, ya no se aprende mediante la pantalla de cine o en los clubes de barrio; tampoco en los comedores de las casas familiares, en los brazos de un padre, una madre, un primo o una hermana. Desde el regreso de la democracia —luego de estar fuera del mapa cultural por el clima moralista y represivo de la dictadura cívico-militar—, se aprende a bailar tomando clases con profesores y, en el mejor de los casos, con bailarinas profesionales. En la década siguiente, en los noventa, continúa la expansión silenciosa: abren nuevas milongas [academias de tango] en Buenos Aires, la mayoría en el casco histórico de la ciudad, para un público local y extranjero; en otras palabras, para recién llegados que no están necesariamente ligados a una tradición barrial o a un pasado tanguero, en blanco y negro familiar.
La antropóloga y bailarina María Julia Carozzi, en su libro Aquí se baila tango (Siglo XXI, 2015), señala que en este pasaje se redefinen estilos y públicos. Los nuevos milongueros, los que concurren a “milongas relajadas” en oposición a las “milongas ortodoxas”, son hombres y mujeres educados, profesionales en su mayoría, que asisten a bailar tango como si fuese una actividad de distensión. A diferencia de los ortodoxos, que bailan entre sí, traficando endogámicamente un código y un saber, “los nuevos” concurren a clases, talleres y prácticas de tango que los ayudan a decodificar los saberes de los antiguos milongueros. Otra pedagogía, otra eroticidad; el mismo baile, distintas lluvias.
“Si bien el tango actualmente no tiene lo popular de los orígenes, podemos decir que es populoso, está aumentando no solo en la cantidad de individuos sino en la franja etaria que lo activa”, dice el bailarín Rodolfo Dinzel, en una entrevista que recupera el ensayista Gustavo Varela en su libro clave Tango y política (Ariel, 2016). Las milongas crecen y se ramifican en el nuevo siglo: hay tango queer, tango con zapatillas Converse, tango con gomina, tango insolente. En las “milongas relajadas” hay tantos estilos y modos de bailarlos como profesores y profesoras. La singularidad de cada estilo ya no la moldea un barrio, sino un instructor, de su milonga, de su instituto.
Alrededor del baile se va desarrollando una industria cultural —con el corazón anclado en Buenos Aires y los ojos en las divisas extranjeras— compuesta por músicos, bailarines, coreógrafos, organizadores de milongas, musicalizadores, gastronómicos y trabajadores de la industria del calzado e indumentaria. Una industria en expansión, que alojaba tanto a tours de noruegos con deseos de perfeccionar sus movimientos, como a parejas porteñas que buscaban ampliar el erotismo y el entretenimiento por otros medios. Una industria en crecimiento hasta el chiste de la sopita de Wuhan que paralizó al mundo y, en Argentina, enfundó los instrumentos, colgó los zapatos recién lustrados y subió las sillas sobre las mesas en milongas y salones vacíos de Buenos Aires.
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Previo al estallido de la pandemia en Argentina, el tango y los trabajadores que lo motorizan ya había parado. Lo que a nivel general era un runrún de información, confusión y paranoia, en los sectores vinculados al tango era tan real como un estornudo o una complicación para respirar. Cuenta Luciana Valle, bailarina y parte fundante de la Escuela y Practica El Motivo Tango, que los trabajadores vinculados al tango estaban avisados de la gravedad de la covid-19 antes del decreto presidencial que determinaba el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio como medida de cuidado sanitario.
—Nosotros trabajamos mucho con turistas y extranjeros —dice Luciana por Meet, dejando entrar por la pantalla la cima de fresnos y paraísos típicos del barrio porteño de Villa Crespo—. Por ellos y por colegas en Europa, nos podíamos hacer una idea de cómo venía el asunto. Además en el ambiente del tango hay mucha gente grande trabajando, era un riesgo continuar. Hicimos una asamblea a principios de marzo, con las distintas milongas, escuelas de prácticas, maestros, bailarines y colectivos del sector, y decidimos parar para cuidarnos.
No hay números concretos de la cantidad de milongas que cerraron o de cuántos bailarines quedaron desocupados durante la pandemia. Es difícil ser precisos debido a la informalidad del sector, en particular, y de la Industria Cultural en general. Sin embargo, la Asamblea Federal de los Trabajadores del Tango, según un censo de elaboración propia, estima que cerraron 40 milongas de un total de 200 en Buenos Aires y que más de 7.000 trabajadores en todo el país dejaron las pistas y los instrumentos para dedicarse a otros trabajos de supervivencia.
Luciana rescata que dentro de lo catastrófico del panorama, el espanto los unió: las partes sueltas del sector empezaron a organizarse, tanto para impulsar y trabajar en las necesidades, en el diálogo y el reclamo a los distintos gobiernos, como para ayudar a colegas con poco manejo de la tecnología a dar clases online y tener un mínima reinserción laboral.
—Nunca pensé que íbamos bailar tango desde una pantalla —dice Luciana abriendo los brazos, como si estuviera abrazando a un compañero invisible—. Pero no quedó otra. Todo lo que no se puede hacer en pandemia lo tiene el tango. Era la pantalla o la nada.
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Gustavo Varela está sentado en el sillón del living de su casa, en el barrio de Villa Pueyrredón. Detrás suyo hay un cuadro del pintor Horacio ‘Indio’ Cacciabue. Se titula ‘Dionisos en Buenos Aires’: en primer plano figuran tres bandoneonistas, rodeados de cantores y bailarinas que parecen moverse aún en la quietud de la pintura. Con la mirada atenta detrás de unos anteojos de marco azul y rojo, dice:
—¿Por qué dos personas que no se conocen deciden abrazarse? ¿Qué necesidad tienen de juntarse? En medio de los islotes individuales que somos en esta etapa del capitalismo, el tango nos propone un abrazo, la composición de una vida en común —Varela hace una pausa, toma un mate y continúa:— El baile es el hecho político del tango. El abrazo entre los inmigrantes que llegan y los criollos. El baile es eso: estar con el otro.
El tango es cuerpo a cuerpo, transpiración, piel con piel, mano en la cintura, labios rozando un cuello ajeno, una espalda cayendo con ojos cerrados en los brazos de un desconocido. Bailamos, siempre bailamos, en el siglo XX aprendiendo desde la pantalla grande de cine; en el XXI, desde el pequeño rectángulo del celular.
En una vida hecha para vivir de a uno —en monoambientes, con control remoto en mano, con algoritmos que nos dicen qué queremos ver, escuchar, sentir—, el tango, su baile, nos dice que se necesitan dos para bailarlo; incluso en un mundo donde el otro es una amenaza de contagio. En el año y medio de la pandemia que llevamos en la espalda y en los pies, bailamos con escobas, con picaportes. El abrazo, el baile que lo compone, continúa traduciendo con el lenguaje del cuerpo aquellos idiomas que no alcanzamos a entender. Del mismo modo que nadie se salva solo, nadie baila solo. Sí, bailamos separados, a kilómetros de distancia, pero de a dos, o más. Como cantó un brasilero amante del tango, el sol sobre el camino también es el sol.