Artes

Botero, ¡ay, un buen colombiano!

El pintor fue un fenómeno de la plástica del que sentirse orgulloso, pero también un ejemplo de las contradicciones del mercado del arte.

El artista colombiano Fernando Botero, con su obra 'Caballo de picador', en 2012, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. EFE/ALFREDO ALDAI

Hay una canción colombiana compuesta a mediados del siglo pasado que todavía se entona a la par del himno nacional. Se llama ‘Soy colombiano’ y su coro dice: “¡Ay, qué orgulloso me siento de ser un buen colombiano!”.

El ritmo es un bambuco, un género autóctono considerado hasta mediados del siglo XX como el “aire nacional” de la cultura colombiana. El poeta Rafael Pombo lo definió así: “Una melodía incierta, íntima, desgarradora, compañera que llora y que al dolor nos despierta. O una risa de placer, instadora, turbulenta, que arrebata, que impacienta, con eléctrico poder. Hay en él más poesía, riqueza, verdad, ternura, que en mucha docta obertura y mística sinfonía.” La ambivalencia emocional de pertenecer a un país se expresa con claridad en la canción: ese “¡ay!” que antecede al orgullo de ser “un buen colombiano”.

A la muerte de Fernando Botero es predecible, dentro de la narrativa nacional e internacional, que se hable del artista como “un buen colombiano” y destaque su amplio historial expositivo, el posicionamiento de su marca estilística a nivel internacional, sus donaciones, su fortuna, el precio que alcanzan sus obras en subastas, su representación de la violencia y la tortura, su alegría de pintar, su infancia y juventud, la experiencia con el duelo y la salvación a partir del arte.

Botero nació como artista al mismo tiempo que la composición ‘Soy colombiano’, y leerlo a la luz de ese bambuco demanda cantar la melodía completa, sin editar, acompañar a este fenómeno de la plástica en su ambivalencia, sentirse orgulloso, pero también cantar la canción con todos su “¡ay!”.

El artista uruguayo Luis Camnitzer escribió sobre el fenómeno Botero en 1992: “Disparar sobre Botero se ha convertido en una moda que va cundiendo más y más en la medida que su éxito comercial y su fama van creciendo en el resto del mundo. Esa necesidad de bajarlo del pedestal, sin embargo, tiene algo de deshonesto. Entre los nuevos enemigos hay muy pocos que no hayan gozado de la obra en algún momento, aunque más no sea al nivel de humor o de hedonismo. Pero, aparte de una reacción a lo que en el fondo es la saturación de la moda (un fenómeno del cual el propio Botero no es del todo inocente), tenemos que la negación radical es excesivamente simplista”.

Es tanto el destello iconográfico de la fama de Botero que Crepes & Wafles, una de las cadenas de restaurantes más exitosas en Colombia, decoró todos sus locales con cientos de imágenes de afiches de sus exposiciones internacionales. Es tanto el fulgor de la fama de Botero que ningún comensal nacional se alteró por el sobrepeso de las figuras y así, rodeados de humanos con sobrepeso, comemos lo que nos sirven, no vemos gente gorda, vemos volúmenes de estética y ética: el volumen de la fama y la riqueza.

Visitantes del Museo Botero de Bogotá contemplan el cuadro 'Una familia', el 15 de septiembre. EFE/MAURICIO DUEÑAS CASTAÑEDA

El economista chileno Sebastián Edwards cotejó a comienzo de los dosmiles una base de datos de más de 12.600 transacciones de obras latinoamericanas realizadas en los últimos 25 años del siglo XX en las principales casas de subastas. Con esos datos Edwards construyó una lista de 115 artistas que han vendido, cada uno, por lo menos 35 cuadros en dichas subastas. En ella destaca un artista colombiano: Botero.

Edwards buscó un patrón de valor y precio en las cifras que le arrojaron los datos y detectó que las obras de juventud de los artistas, las de los periodos más "experimentales", las que gozan de un mayor reconocimiento crítico, son las más valiosas. Este patrón se cumple con pintores como Diego Rivera, Wifredo Lam, Roberto Matta, Diego Rivera y Rufino Tamayo, pero en Fernando Botero el patrón es contrario a la tendencia: sus obras de juventud, más experimentales, más únicas y en manos de coleccionistas, cuestan menos; y su obra tardía, compuesta de varias y numerosas series, con un patrón estilístico más repetido y repetible y donde Botero tiene una mayor participación en el mercado, alcanzan una mayor cotización.

Armando Montenegro, un economista colombiano, señaló esa incongruencia y preguntó: “¿El mayor precio de esos cuadros no será, más bien, el resultado de otros aspectos de la oferta y la demanda del mercado del arte?”. El economista concluyó que “vale la pena recordar que varios críticos de la obra de Botero insisten en que sus primeras pinturas, aquellas de los años sesenta, burlonas, sarcásticas e irreverentes, tan emparentadas con el nadaísmo, tienen mayor valor artístico que las más recientes. Aquí el mercado y la crítica irían en contravía”.

Encontrar a ese Botero antes de Botero se ha vuelto un ítem. En 1978, en su libro Procesos del arte en Colombia, el escritor Álvaro Medina publicó ‘Botero encuentra a Botero’, un análisis cuadro a cuadro donde el autor sopesa algunas de las obras realizadas entre 1955 y 1958: “Botero enfrentaba su pintura con la sencillez poética peculiar a Morandi. Es decir, permanecía impertérrito ante la deformación necesaria del objeto que pintaba, con lo que éste aparecía como un elemento normal cuyo poder expresivo partía de un ajuste plástico, fuera del cual no podía existir. Entre el artista y su obra se interponía una distancia que aparentemente eliminaba toda emoción”.

Fernando Botero, en 1958, con el cuadro 'La Camara degli Sposi (Homenaje a Mantegna)'. ARCHIVO

Marta Traba, una gran escritora, gestora y crítica de arte, se refirió a ese Botero como “expresionista actual”, un artista que “crea humanidades tremendas o incoherentes como las de Francis Bacon o José Luis Cuevas; no solo ataca marginalmente la forma, sino que la fustiga, la desbarata, la ridiculiza y la sobrepasa”.

Temprano, a mediados de la década del sesenta, Traba, con su ojo clínico, ya detectaba los primeros signos de solemnidad y sedentarismo:

“La inexpresividad pensativa, irónica, sonriente, misteriosa, que bajo distintas señales ‘ocultaba algo’, en todas las figuras boterianas de 1964, se convierte en inexpresividad a secas, en estereotipo […] fórmula […] inflada, no imperiosamente expandida […] prima lo caricaturesco sobre lo tremendo […] Entre ironía y caricatura hay un espacio tan sutil que la transposición se hace casi inadvertidamente. Cuando Botero traspone esa franja, su obra pierde la mayor parte de su poder de sugestión: La Familia Presidencial, que tanto éxito ha tenido al ser colgada en la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva York, es la mejor de la nueva serie, sin duda, pero carece por completo del sentido poético que antes mediatizaba su intención grotesca. La plasticidad de los volúmenes netos, convertidos en valor dominante, corre fuertes peligros de estereotipación, lo que nunca pasó antes cuando usaba el color o la pincelada […] el volumen es una trampa cuando se define tan rotundamente, porque conduce sin remedio a la fórmula”.

“Yo también he pintado falsos picassos”, dijo Picasso. Lo que siguió en los años posteriores a la década de los setenta fue una facultad continua de goce y pasión por el trabajo, a la vez que se perfeccionó un sistema capaz de mercadear con la sobreoferta amparado por el músculo de poderosas galerías y coleccionistas. La Marlborough Gallery fue un pivote fundamental del ascenso mercantil de Botero. Su director Frank Lloyd murió en la infamia recordado por su actividad criminal de manipular libros de contabilidad para intentar camuflar transacciones fraudulentas para hacerse con un amplio lote de pinturas de Mark Rothko y negociarlas. “Yo colecciono dinero, no arte”, dijo una vez. Varios artistas famosos y sus herederos, ante el juicio legal y la condena social a Lloyd, declinaron continuar trabajando con Marlborough Gallery a partir de los años ochenta: ese es el momento cuando Botero suma su firma a esa firma.

A finales de los años noventa, el nombre de Fernando Botero Zea, hijo del artista, estaba tiznado por los ecos de un escándalo social de índole política: como directivo de una campaña presidencial, robó parte de los recursos aportados por carteles del narcotráfico desviándolos a su cuenta personal (“Es el Botero más chiquito y más caro que he pagado”, podría haber dicho uno de los jefes del cartel de Cali).

'El exvoto', obra de Botero de 1970, en el Museo de Antioquia en Medellín. EFE/LUIS EDUARDO NORIEGA 3

A comienzo de siglo, Botero donó 123 de sus obras a la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá y 137 al Museo de Antioquía en Medellín. En total, 260 obras fueron donadas a esas dos instituciones públicas y, como lo avalan los contratos de donación y los discursos de las donaciones, ambas entregas fueron para siempre: las obras estarán por siempre a la vista en la docena de salas que el artista aprobó para ese propósito, y ambas donaciones no pueden ser modificadas o sus piezas prestadas sin la autorización del autor. Entre las 260 obras donadas no hay una sola del periodo anterior a los años setenta. Botero parecía un Dorian Grey a la inversa, un ser cauteloso que no quería ver ni en pintura el rastro de la belleza de esas pinturas perdidas.

Oferta y demanda: si salen 260 piezas de Fernando Botero de circulación ¿qué pasa con el precio de las obras de Fernando Botero que continúan circulando en el mercado del arte? Para liberar espacio en esas instituciones museales, decenas de obras de otros artistas fueron a parar por siempre a la bodega. Cuidar por siempre las pinturas de la autodonación Botero significa un alto costo diario para esas instituciones públicas.

“¡Ay, qué orgulloso me siento de ser un buen colombiano!”

A veces dibuja, a veces escribe. Profesor en la Universidad de los Andes. Latonería y pintura