Buenos Muchachos es la mejor banda de rock en español del siglo XXI. Esto le vengo diciendo a mis amigos argentinos hace años y podría usar la sentencia en un meme de formato change my mind y esperar a los refutadores con la misma confianza estúpida que transmite el tipo de la imagen. Nunca entro en debates en redes sociales, pero los disfruto como espectador, y a veces continúo las discusiones dentro de mi cabeza, sobre todo en la ducha. Lo bueno es que siempre gano porque también estoy inventando las respuestas de mis adversarios, y por más que les adjudique argumentos inteligentes (no hay ningún mérito en ganarle a un tonto) siempre dejo abierta una grieta por la que puedo filtrar el golpe de nocaut. De esta forma, patética pero al menos privada, llevo ganadas cientos de discusiones imaginarias a parejas, amigos, políticos, periodistas deportivos y conductores de radio o televisión.
Lo primero que hay que decir es que Buenos Muchachos no es estrictamente del siglo XXI. Nació en 1991 en Montevideo, en un garaje en el barrio de Malvín, donde Pedro Dalton y Gustavo Antuña empezaron a ensayar. Luego se fueron sumando otros, amigos, hermanos, sin más pretensiones que tocar y pasarla bien. Según cuentan, el nombre de la banda se lo deben a Martin Scorsese. El encargado de un estudio de grabación les preguntó para quién era la reserva y como no se les ocurría nada dijeron el nombre de la película que estaban mirando: “Buenos muchachos”. Si esto hubiera sucedido en España quizá la banda se hubiera llamado Uno de los nuestros, que es como se conoció a Goodfellas por allá. Otras películas que pegaron fuerte ese año fueron: Misery, Danza con lobos, Mujer bonita, Mi pobre angelito y Ghost: la sombra del amor. La historia del bautismo es interesante porque es casual pero también consecuente. Además de un nombre, la banda comparte otros elementos que Scorsese suele mezclar en sus películas: ternura, violencia, mugre, estilo, quiebre, espíritu animal.
En 1992, Buenos Muchachos debutó en Juntacadáveres, un boliche rockero de reviente (toda ciudad tiene al menos uno y el de Montevideo tiene nombre onettiano) que fue adquiriendo carácter mítico con el correr de los años. De a poco se fue consolidando en la escena under (todo es under en Uruguay, dicen algunos) junto a otras bandas como Chicos Eléctricos, La Hermana Menor y The Supersónicos. Para fines de los noventa, tenían dos discos y algunos fieles seguidores. Con su cuarto disco, Amanecer búho (Bizarro Records, 2003), la banda logró mayor notoriedad. ‘He never wants to see you (once again)’ empezó a sonar en las radios y es, hasta el día de hoy, su canción más solicitada. A partir de entonces sacaron cinco discos más, el último de 2020, pero voy a detenerme acá porque no quiero replicar datos biográficos que se encuentran en Wikipedia sino demostrar que aunque Buenos Muchachos se formó en los noventa, fue durante este siglo que lograron consolidarse como una banda que tiene la rara condición de reinventarse y a la vez mantener su esencia (en este sentido se los podría comparar con Babasónicos) con cada disco nuevo.
Para esta nota hablé con Pedro Dalton, fundador y cantante de la banda. Dalton nació en Montevideo en 1967 con el nombre de Alejandro Fernández Borsani. El Pedro viene de su parecido con Pedro Picapiedra; el Dalton de su parecido a los hermanos Dalton, los forajidos de las historietas de Lucky Luke. “Solo mi vieja me llama Alejandro”, dice Pedro. Su padre tocaba el saxofón en cabarets y el clarinete en la banda policial, era comunista y vivía con su familia en el barrio acomodado de Pocitos. Tuvo que dejar de tocar por cuestiones de salud pero la semilla musical prendió fuerte y sus tres hijos terminaron siendo figuras fundamentales del rock uruguayo: Pedro y Marcelo en Buenos Muchachos, y Orlando en Buitres. “De guachos hacíamos canciones de los Bee Gees en casa”, dice Pedro y pienso que deberían volver a hacerlo ahora en alguna reunión familiar; peinados, coreografía, pelo en el pecho sobre las camisas abiertas, una puesta en escena paródica y emotiva.
A los 15 años, Pedro tuvo su primer quiebre musical. Fue a la casa de un amigo de liceo que tenía las paredes del cuarto empapeladas con posters de punkis ingleses. Le dijo “¿Y esto qué es? Haceme escuchar a este”. Los discos eran del hermano del amigo, y como no quería sacarlos de la casa grabaron un casete de 90 minutos con un muestreo de bandas: The Cure, Stray Cats, Sex Pistols, Joy Division, Nick Cave, Ramones. “Lo escuchaba todo el día. Me di cuenta de que la música me podía emocionar. De repente estaba escuchando Joy Division y el loco mete un tono de voz impresionante y me ericé todo. Ahí entré como por un tubo y me fui grabando todo lo que me gustaba. A ese casete le pusimos un nombre: Nauseabundo y pestilente”.
Pedro se ríe cuando recuerda el nombre del casete y me lo puedo imaginar de guacho con su amigo poniendo las etiquetas que venían anexas a los casetes vírgenes, escribiendo el nombre con lapicera o marcador, agregando algunos signos o dibujitos para enfatizar la náusea y la peste y el ánimo de pelea. La escena resulta tan alejada del siglo XXI que juega en contra de mi postulado inicial, pero como no es algo que realmente importa, me voy a permitir otra breve historia de casetes y grabaciones analógicas. Como argentino que vive hace tiempo en Montevideo, siempre me llamó la atención lo españolas que me sonaban algunas bandas uruguayas de la década del ochenta: Los Tontos, Los Estómagos, Traidores. En la charla con Pedro, encuentro una posible explicación. “En ese momento había militancia musical en nuestro gueto. El que viajaba traía discos de afuera y sabía que al menos diez se lo iban a grabar porque acá no se conseguían. Una vez un amigo viajó a Madrid y volvió con una valija llena de discos de bandas españolas: Gabinete Caligari, Los Trogloditas, Los Ilegales, Parálisis Permanente, Kaka de Luxe. Al principio lo puteamos porque todos esperábamos las novedades de Inglaterra pero esas bandas españolas terminaron siendo tremenda influencia para nosotros”.
Antes de cantar en una banda, Pedro estudió pintura y trabajó como ilustrador. Esa influencia se nota en algunas declaraciones sinestésicas. “A veces siento que las canciones tienen un color o un clima. Pasa también con los discos y los toques. Toda esta atmósfera es azul, decimos, por ejemplo. No me sale lo de contar una historia en una canción como hacen Bruce Springsteen o Bob Dylan, o Sabina para hablar en castellano. Necesito más abstracción. A veces uno elige la palabra por el significado y otras por la sonoridad. Mi primera novia estudiaba inglés y me decía: si lees a Shakespeare en inglés es otra historia; Hamlet no dice ‘burbujas, burbujas’, dice ‘bubbles, bubbles’; el sonido de la palabra bubbles ya te da la idea de algo redondo y frágil que hace pop. Eso me quedó, la energía de lo que uno canta va más allá de las palabras. Por ejemplo, en ‘Iris de morfina’ canto: ‘De la cuchara vuelan las abejas / derecho al cráneo’. Ese cráneo puesto ahí suena fuerte, como el ruido que haría al romperse. Pero eso sucedió solo, no fue algo que pensé cuando lo estaba escribiendo. Después lo que pasa es que uno lo descubre y trata de potenciarlo. Cuando lo canto se escucha solo el crá, el final de la palabra queda colgado.”
Otra cosa que debo admitir es que la idea de “mejor banda” no tiene mucho sentido. Era, más que nada, una provocación para mis amigos argentinos. Les decía: ¿Cómo puede ser que los argentinos, con lo que les gusta descubrir artistas uruguayos, no hayan descubierto todavía a los Buenos Muchachos? ¿Qué les está pasando?
Sin dudas, hubo un problema de sincronización. A fines de 2004, cuando la banda planeaba una serie de presentaciones en Argentina luego del éxito de Amanecer búho, ocurrió la tragedia de Cromañón, un incendio durante un recital de la banda Callejeros que dejó un saldo de 194 muertos. Pero no puede haber sido solo eso, porque en los años siguientes, bandas uruguayas como La Vela Puerca, No Te Va a Gustar y El Cuarteto de Nos coparon las radios y escenarios argentinos de una manera nunca antes vista.
Buenos Muchachos suele ser referida como una banda de culto. ¿Pero qué significa esto? Público reducido y reverencial, poco dinero, influencia profunda en otros artistas, reconocimiento tardío, a veces tan tardío que llega después de la muerte, otras veces llega cuando un artista que influenciaron se vuelve masivo (yo por ejemplo empecé a escuchar a The Pixies porque Kurt Kobain me lo dijo); también suele pasar que cuando el reconocimiento por fin llega, algunos de los que rendían culto a la banda desde un primer momento reniegan de los nuevos seguidores y del éxito, porque una parte de la gracia era sentirse distintos, y todo esto termina generando un laberinto circular adolescente del que solo se puede salir por elevación.
De todas formas, la expresión “de culto” ya es una cosa tan manoseada que no puede ser tomada en serio. ¿Son una banda de culto?, le pregunto a Pedro, y lo dejo hacer una mueca de fastidio antes de decirle que no hace falta que responda. La pregunta es una trampa porque un artista no puede decir sobre sí mismo que es de culto sin que suene un poco triste, como tampoco puede decir que es under o políticamente incorrecto. Dice Pedro: “Después de Uno con uno (2006) nos tomamos unas vacaciones y no sabíamos si volvíamos. Era un momento medio oscuro para mí. Nos llevó un par de años pero cuando volvimos lo hicimos con una fortaleza increíble, convencidos de que si nosotros estábamos contentos con lo que hacíamos lo de afuera se iba a dar bien. Esa siempre fue nuestra cabeza, en realidad”.
Muchas veces se habla de esta puja entre lo artístico y lo comercial. Veamos un ejemplo para que no quede solo como una abstracción romántica. Después del éxito de ‘He never wants to see you (once again)’ estaba la presión de que el corte de difusión del siguiente disco también fuera un hit. “Con la discográfica coincidimos en que la canción tenía que ser ‘Y la nave va’. Pero tenía un final rarísimo, como un rulo de un minuto que la hacía demasiado larga para que la pasaran en la radio. Le podríamos haber sacado ese final pero a nosotros nos gustaba”.
La historia me hace recordar algo que le escuché al comediante Louis CK. Había hecho una serie siguiendo las pautas de HBO y le había ido como el culo. Luego le ofrecieron hacer otra serie para el canal FX y aceptó con la condición de que pudiera hacer lo que quisiera: ustedes me dan 200.000 dólares por capítulo (una miseria para los estándares de la tele yanqui), yo les doy el producto terminado y ustedes lo pasan. Ese fue el acuerdo para producir la serie Louie y en la primera temporada le fue muy bien, tanto que para la segunda el director del canal le propuso: podemos pasarla más temprano, en vez de arrancar 22:30 podría arrancar a las 22:00, ese adelanto de media hora implica duplicar la audiencia, triplicar el presupuesto y la ganancia…pero no podemos darte libertad total de contenido, porque los patrocinadores de las 22:00 ponen mucho dinero y van a querer saber qué tipo de programa están apoyando. La respuesta de Louis fue: me gusta el público que tenemos, nos quedamos a las 22:30.
Hace un par de días me fumé un porro y en pleno momento de pegue me acordé de que me había anotado en una clase de stretching (estoy con problemas lumbares) que estaba por empezar. Llegué al gimnasio, me acosté sobre mi colchoneta y ya de entrada me entregué a las indicaciones de la profesora como nunca lo había hecho. Podía visualizar los movimientos de mis músculos y articulaciones, el roce entre ambos, como si se masturbaran unos a otros, y al lado mío una señora de pelo rojo corto incandescente hacía gemidos de dolor y placer, y decía cosas como: es ahí, ahí, justito ahí. Incluso la selección de música relajante (siempre es la misma, una mezcla de Tracy Chapman, Cat Stevens, Sting, Roxette, Beatles, Extreme, Phill Collins y otros) me resultó sensorialmente maravillosa. En un momento dejé de visualizar el interior de mi cuerpo y me puse a pensar en esta nota que ya había empezado a escribir. Michael Bublé cantaba ‘Come fly with me’ y yo intentaba la postura del gato y pensaba sin nostalgia en lo lejos que estoy de amontonarme durante horas, o de hacer pogo o de cualquiera de esas cosas que antes disfrutaba de los recitales de rock.
¿Cómo hace una banda de rock para envejecer con dignidad?, le pregunto a Pedro. “Hoy hay tres generaciones en un show de Buenos Muchachos. Es distinto el público de los noventas al de 2005, al de ahora. Antes había más remeras y mochilas, eran más de hacer pogo y cantar a los gritos. Ahora el público viene con otras intenciones. Hace poco vimos las fotos después de un show y nos sorprendió la cantidad de personas que había con los ojos cerrados. Siguen cantando pero es un viaje más hacia adentro. La banda fue ganando en densidad, hay como muchas capas, los instrumentos se lucen y hoy la mayoría se dio cuenta de que es más redituable escuchar que agitar. Antes me enojaba con el público. Les decía: ‘no hagan pogo, bailen, que es mejor’. Empecé a batallarla todo el tiempo. No logré nada, igual. Lo único que dio resultado fue empezar a tocar a las nueve de la noche y no a las tres de la mañana como hacíamos antes. Hay que transformarse, como hizo Lou Reed, o Iggy Pop o Nick Cave. Si no, la quedás. Si te vas a morir, morite a los 27, no seas un viejo ridículo que te da un paro en el escenario por tomarte dos rayas de más”.
Le cuento a Pedro sobre una entrevista que vi en un programa de la tarde hace años a los Montaner, familia dedicada a la música muy popular en Latinoamérica. El patriarca del clan, Ricardo, estaba con su esposa y tres hijos, todos vestidos de blanco, y contaba cómo su familia se había volcado a la vida espiritual y a Dios, y que ese era el camino que quería para ellos. Todos parecían estar conformes con esta decisión pero el hijo mayor, que debía tener unos 17 años, tenía la mirada extrañamente perdida, y creo que debía estar pensando algo así como: ‘Mirá, papá, entiendo que te hayas agotado después de dos décadas de merca, champagne y fiestas en yates, y que eso es lo mejor para vos ahora, pero no es justo que yo también tenga que hacer vida sana sin haber probado antes un poco de la otra’. ¿Está bien lo que hace Ricardo? ¿O es más honesta una reflexión del tipo me alegra haber entrado y me alegra haber salido?
Pedro toma prestada una respuesta de Bowie para contestarme. Cuando le preguntaron si le había sacado algún provecho creativo a las drogas, Bowie dijo: “Posiblemente, pero las chances de poder meterte un poquito como para sacar las cosas buenas y luego poder salir son tan remotas que no se lo aconsejaría a nadie. Es como encontrar una ostra gigante con una perla en el medio, podés tratar de alcanzar la perla pero la ostra también puede cerrarse y que no llegues a sacar los brazos”. “Yo volví del infierno”, me dice Pedro. “Estaba trancado en un infierno que no le deseo a nadie. Y esto es para siempre. No es joda. Yo sé que mañana me tomo media copita y chau Pedro”.
Otra pequeña epifanía que tuve durante mi clase de stretching fue que había algo raro en ese “bubbles, bubbles” que había mencionado Pedro durante nuestra charla. Cuando volví a mi casa busqué la cita pero no la pude encontrar en Hamlet ni en ninguna otra obra de Shakespeare. Le mandé un mail a una exprofesora de literatura inglesa que, además de ser brillante, es alguien que puede recibir con agrado una consulta como esta. Alcanzó con un par de idas y vueltas de contexto para que me diera una posible solución. Las brujas de Macbeth dicen a coro para potenciar su hechizo: Double, double, toil and trouble. / Fire burn and cauldron bubble (Doble, doble trabajo y problemas / Fuego quema y caldero burbujea). Si es por la sonoridad, puede ser esta, me dijo. Y era nomás porque cuando le pasé la consulta a Pedro, me respondió: “Ahora me acuerdo de las brujas; aquella novia me dijo exactamente esto que me pusiste pero a mí solo me quedó bubbles, bubbles”.
Podría haber editado la cita inicial de Pedro pero me gusta este relato entreverado porque sirve para mostrar que las influencias también llegan a los artistas de manera entreverada. A pesar de haberle errado a la obra y hasta a las palabras, lo más importante de la cita que Pedro había escuchado hace, digamos, 35 años, le había quedado marcado a fuego: bubbles, bubbles, las palabras son música además de significado.
Esto dijo el piloto Ayrton Senna después del Gran Premio de Montecarlo en 1988: “Ese día me di cuenta de que no estaba manejando de manera consciente. Estaba en otra dimensión. El circuito para mí era un túnel por el que iba, iba, iba”. Le pregunto a Pedro si le pasa algo parecido cuando sube al escenario. “Cuando canto, por momentos siento que me voy. Tenés que meterte en personaje. Un frontman es un personaje. Yo no ando por la vida moviéndome así como un loco. Les robé a todos: Jim Morrison, Luca Prodan, Bowie, Nick Cave, Lou Reed. Cuando empecé a cantar sobrio y a las nueve de la noche al principio me costó. Sentía que recién calentaba motores después del sexto tema. Entonces le propuse a la banda tocar unas canciones de calentamiento antes de arrancar. Me había enterado que Metallica hacía eso. Y otra cosa que ayuda es la lista de temas. Eso lo aprendí cuando vi a Iggy Pop en Uruguay. Arrancó con ‘I wanna be your dog’ y ya estaba ahí arriba. Me acuerdo de algo que leí en una entrevista a Tom Waits. El loco decía que tenía miedo de perder la emoción al profesionalizarse. Pero hay un momento en que la música y el cuerpo te piden que seas profesional. Tenés que irte acomodando. Pero después las cosas se juntan, bo. Porque hay algo dentro tuyo que no muere, y eso es las ganas de cantar”.
Algo que tengo que confesar, aunque quizá ya se dieron cuenta, es que no sé casi nada de música, ni del lenguaje musical ni de las novedades del rock en español. A lo sumo puedo escribir sobre las sensaciones que me transmite una banda y ver si hay otras personas a las que les pasa lo mismo. En este sentido, creo que para hacer el clic definitivo con los Buenos Muchachos es necesario verlos en vivo. Hay una suma de factores que hace que sus recitales sean, como diría Enrique Iglesias, casi una experiencia religiosa: luces y oscuridad, espacios chicos, siete músicos en perfecta sintonía, la energía de Pedro, su voz rota animal; y hay también una cuestión dramática, una trama, un espacio de fuga compartido entre los músicos y el público que escucha con ojos cerrados. Tensar la cuerda, detenerse un instante, explotar; el método se repite, los puntos de quiebre dependen de cada persona y de cada función.