Sobre el escenario, ocho cuerpos se mueven en misteriosas sacudidas. No está claro si sus movimientos obedecen al sufrimiento, la alegría o el miedo. Juntos forman un cuerpo de seguridad, un organismo mecánico y estrictamente disciplinado. Ponen en pie escenas muy explícitas físicamente, que confrontan implacablemente al público con la brutalidad. Los cuerpos rebosan de violencia. La ejercen o la reciben. Su presencia es inquietante. Mirar (a veces) duele y desgarra.
Esta es la manera que ha encontrado la compañía chilena Teatro La Re-sentida para cuestionar la realidad a la que pertenece. El director y dramaturgo Marco Layera (Santiago, 1977) ha creado con Oasis de la impunidad una reflexión coreográfica que se inspira en el estallido social en Chile de 2019 para dar espacio a muchas preguntas: ¿quién utiliza y quién controla el monopolio estatal de la violencia? ¿Cómo se entrelazan la convicción individual y la disciplina violenta? ¿Cómo puede una sociedad democrática encontrar un consenso sobre el uso legítimo de la violencia? ¿Cuándo se convierten el miedo y la desacralización del cuerpo humano en las únicas estrategias de adoctrinamiento, castigo y control? La coproducción germano-chilena se estrenó el pasado año en la Schaubühne de Berlín y, tras su paso por diversos festivales europeos, podrá verse en Madrid en cuatro únicas funciones, del 13 al 16 de abril, en el Teatro María Guerrero.
- “Oasis de la impunidad es un ensayo artístico que no le debe nada a la realidad, pero que está absolutamente comprometido con ella”, has dicho. ¿Cuánto te has alejado de esa realidad para comprometerte con ella en tu espectáculo?
- Para iniciar este proyecto, uno de los grandes desafíos que tuvimos fue el cómo abordar esta temática, este contexto tan delicado, tan sensible, pero, a la vez, tan revisitado por la escena chilena. Desde esa perspectiva, tomamos la decisión de que no queríamos replicar lo que habíamos vivido; no nos parecía ni ética ni estéticamente prudente desplazar territorialmente los sucesos de la calle a un escenario. Desde ahí, decidimos distanciarnos, abstraernos de lo que habíamos vivido y generar un nuevo universo con otros signos que permitieran al público reconocer una situación histórica.
- Yo entiendo mi oficio biográficamente, por lo que mi práctica teatral está comprometida con un contexto social, político, territorial en el cual me encuentro inmerso como ciudadano. A partir de ahí, los hechos ocurridos en el contexto del estallido social toman relevancia, ya que nos hicieron rememorar algunos de los momentos más oscuros de nuestro país al constatar que aún existen prácticas que consideramos que estaban erradicadas de nuestra democracia e instituciones, por lo que nos parecía urgente reflexionar en torno al monopolio de la violencia por parte del Estado y a cómo podemos profundizar nuestra democracia.
- ¿Ese “oasis” del título es el Chile que nunca ha llegado a un acuerdo con su pasada dictadura?
- Para mí, Chile es un “oasis de la impunidad”, entendiéndolo como un territorio que, históricamente, ha sido un espacio idílico para cometer todo tipo de brutalidades sin responsabilidad alguna, donde ha reinado la injusticia por mucho tiempo. Se van a cumplir 50 años del golpe de Estado y todavía hay miles de desaparecidos cuyo paradero desconocemos, miles de familias que aún no consiguen verdad ni justicia. Tenemos una deuda con nuestra memoria, que es el pasado, y mientras no la saldemos, nuestra sociedad nunca va a alcanzar la paz.
- En términos formales, abandonas el teatro eminentemente textual para proponer una dramaturgia del cuerpo que invita a reflexionar sobre la naturaleza de la violencia. ¿Aquí era más necesario que nunca que fuera el cuerpo el que hablara?
- La decisión de que el texto no fuera el elemento jerárquico bajo el cual se ordenan los demás recursos escénicos, sino que fuera el cuerpo, fue una estrategia que intuimos desde el inicio del proyecto, y que se fue complicando después con los ensayos al darnos cuenta de que la palabra nos censuraba y nos limitaba. Desde ahí, dimos rienda suelta a la libre expresión corporal haciéndonos una serie de preguntas de cómo la violencia, el miedo o la indignación habitan y desbordan un cuerpo. También nos dimos cuenta de toda esta cultura del miedo y la amenaza que se centra en el cuerpo, y de la desacralización del cuerpo humano entendiéndola como la única estrategia que tiene el Estado para controlar y castigar. Me hubiera gustado que fuera sin ningún texto, eso siempre se discutió hasta el final, pero teníamos miedo de que todo quedara en la abstracción.
- Al armarse a base de elaboradas coreografías, ¿tanto la dramaturgia como la dirección han sido un reto mayor que en otras ocasiones?
- Me atrevería a decir que todas las propuestas en las que nos embarcamos tienen que ser desafiantes para que nos puedan seducir. Sin duda, son desafíos bellos y exquisitos, como el proyecto anterior, Paisajes para no colorear, donde trabajamos con nueve adolescentes. En este montaje, el desafío era trabajar en base a estrategias coreográficas que eran muy ajenas al trabajo de la compañía, pero muy cercanas también, porque en todas nuestras obras la exacerbación corporal está muy presente. Tuvimos muy buenos compañeros que nos asesoraron y nos acompañaron. En el elenco hay dos bailarines de danza urbana que compartieron sus técnicas para, después, nosotros poder transfigurarlas y cristalizarlas en este lenguaje al que llegamos finalmente.
- ¿Provocar desde la forma era el objetivo?
- En todas nuestras propuestas existe un espíritu provocador, entendiéndolo como una forma de seducir, de interpelar, de comprometer al público con lo que está sucediendo en escena. En este proyecto, creíamos que era necesario poner la brutalidad de lo que significa instrumentalizar un cuerpo por parte del Estado para ejercer y recibir violencia, sobre todo cuando algunas sociedades como la chilena empezamos a normalizar esta violencia.
- Todo sucede en un espacio museístico abstracto, desprovisto de elementos, a excepción de un cuadro que retrata a un fantasma con una sábana y de una cabina de cristal. ¿Qué querías lograr con una escenografía tan desnuda?
- Esto nos permite enmarcar los cuerpos de los performers y que no pierdan protagonismo frente a otros elementos escenográficos, que son muy pocos, pero que tienen una gran relevancia dentro del plano simbólico de la puesta en escena.
- Música y efectos de sonido acompañan la propuesta en todas sus maneras posibles. Al tratarse de una sucesión de coreografías, adquieren gran peso e importancia en el propio relato…
- Eso es, al tratarse de tramas coreográficas, el universo sonoro y la musicalización adquieren trascendencia mayor. Antes de iniciar el proyecto, habíamos decidido que íbamos a utilizar canciones latinoamericanas que tuvieran un carácter simbólico para nosotros, así que muchas de ellas tienen una carga que no es posible apreciar por el público extranjero. Esta decisión la tomamos porque, en nuestras discusiones, siempre asociábamos mucho las coreografías y la danza contemporánea a los ritmos de la música electrónica, y para nosotros era un desafío poder completar una coreografía contemporánea a base de música latinoamericana.
- La función es una invitación (universal) a reflexionar sobre la naturaleza de la violencia estatal. En estos tiempos convulsos, ¿es más necesaria que nunca?
- La reflexión sobre la naturaleza del monopolio de la violencia de los Estados es universal y debe convocar a todos los ciudadanos y ciudadanas a profundizar en la democracia y a poner en tela de juicio este dogma y su práctica, que aún continúa en resabio de autoritarismo y que se acerca más a la brutalidad que al civismo. Hoy en día, es urgente reflexionar sobre este tema tan tabú que no se discute, que no se cuestiona, sobre todo, cuando existe un momento muy convulso en donde la guerra nos azota y sigue imperando este monopolio de la violencia de Estado como la única solución a todos los problemas.
- El montaje sigue la estela de denuncia política y social, de provocación, que caracteriza a vuestra compañía. ¿El teatro debe ser un instrumento de crítica y reflexión?
- Creo que el teatro puede ser un instrumento de crítica, de reflexión, de construcción, cómo no, pero que esto no es un imperativo. Cada artista le da el sentido que quiere a su oficio. Ese ha sido el sentido que nosotros le hemos dado al nuestro porque creemos que, a través de él, participamos políticamente de una comunidad y también hacemos comunidad.