Hay cantantes calentando sus voces y bailarines estirándose. Algunos artistas andan haciendo flexiones, abdominales y sentadillas; mientras otros tratan de concentrarse en silencio, mirando, a través de los amplios ventanales de este salón, hacia las copas frondosas de árboles caobos.
Es una tarde gris de septiembre de 2023. Estamos en el Teatro Teresa Carreño de Caracas, el complejo cultural más importante de Venezuela. Asistentes de producción van y vienen arrastrando mesas, sillas, pupitres, enseres de utilería. Dos decenas de niños comienzan a llegar, apresurados, de la mano de sus padres. Todo este movimiento es porque un ensayo de Matilda, el musical está por arrancar: después de meses de trabajo, hoy el elenco ensamblará el espectáculo de principio a fin. “Habrá magia”, escucho que dice un bailarín que tiene los ojos brillosos.
Claudia Salazar, la productora general del espectáculo, anda imbuida en este hervidero: camina de un lado a otro, parece urgida:
—Dame unos minutos, ya te atiendo —me dice.
Después, responde una llamada; cuelga; habla con el padre de un niño; con la madre de una niña; les sonríe a dos pequeños que se le acercan y la abrazan; atiende otra llamada; vuelve a colgar; les da indicaciones a sus productores; mira su teléfono; saluda a más padres que acaban de llegar; contesta una nueva llamada.
—Disculpa, ¿me das otros minutitos? —me dice una vez más, con su voz tan dulce.
Se dirige a la oficina de paredes transparentes en la que están reunidos la directora del musical, el director de la orquesta, el coach de baile, el coach vocal, más personas del equipo de producción.
Ella les habla, muy seria, y ellos la escuchan.
Al rato sale de ahí, y me dice que ahora sí podemos conversar, que estos días están siendo una locura:
—Esta semana los niños volvieron al colegio, y estamos tratando de adaptarnos a nuevos horarios: Andamos produciendo por las mañanas y ensayando por las tardes.
* * * *
—Sueño con que en Venezuela exista una industria del teatro musical…
Eso le dice a los demás, y eso se dice a sí misma: Claudia Salazar (Caracas, 1985) siempre repite esa frase como un rezo, como una declaración de principios. En este momento, sentados en una cafetería del Teatro Teresa Carreño, mientras en el salón arranca el ensayo, vuelve a pronunciar ese dogma en torno al cual gravita su vida.
—Sueño con que en Venezuela exista una industria del teatro musical…
Ahora parece fácil. Ahora —con planes de reabrir una escuela para formar a artistas, directores y productores; después de dos exitosas temporadas de Los miserables; a punto de estrenar Matilda, uno de los musicales modernos más importantes— ese sueño no se advierte descabellado: es un camino lleno de vericuetos, pero tiene una ruta, una tierra que ella misma ha abonado a lo largo de años en los que ha atravesado tempestades.
—Hay quien dice que para mí esto ha sido sencillo, y eso me molesta, porque no tienen idea. En estos 10 años de trabajo he pasado por muchas tormentas.
En realidad, la carrera de Claudia Salazar comenzó mucho antes, cuando era adolescente. Y fue en las tablas, bajo los reflectores, frente al público. Estudiaba en un liceo en el que se esmeraban promoviendo la cultura y el arte: producían obras teatrales, grandes espectáculos; había un coro. Su madre era una de las profesoras de la escuela, y por eso ella estudiaba ahí becada: recibió clases de piano y de baile, cantó y actuó (siempre encarnando personajes secundarios). Su mamá, viéndola, entendió que su hija era una criatura del universo de las artes. Y comenzó a ocuparse de llevarla al teatro. Hasta viajaban al exterior a ver musicales.
Más adelante, en el colegio, cuando cursaba el último año de la secundaria, descubrió el convulso mundo detrás del telón: la producción. Con sus profesores, se involucraba en el desarrollo de guiones, en el diseño de la iluminación, en la hechura de la escenografía, y no solo le pareció divertido, sino que además comenzó a querer dedicarse a eso por siempre.
Al graduarse de bachiller, se inscribió en la carrera de Comunicación Social en la universidad. Aún era estudiante cuando comenzó a trabajar como asistente en una casa productora que hacía montajes de alto nivel, llamada Palo de Agua.
—Me convertí en una esponjita, aprendí todo lo que pude —recuerda.
Era feliz. Hasta que un día, esa empresa decidió cesar sus operaciones en Venezuela, y entonces quedó un poco a la deriva.
Tenía entonces 25 años. Resolvió aliarse con un allegado para fundar una pequeña empresa. En ella, Claudia aplicaba lo que había aprendido en Palo de Agua. Estrenaron un musical, La novicia rebelde, y le fue muy bien; pero 2013, cuando otro, llamado Godspell, estaba en desarrollo, Claudia descubrió que el socio la había estafado.
Frustrada y ansiosa, con deudas que pagar, pensó en abandonar el proyecto que tenía en curso, pero los actores y cantantes, que ya andaban ensayando, le insistieron en que continuara. La convencieron: creó una nueva empresa —a la que llamó Clas Producciones—, y siguieron con el show que, sin embargo, no tuvo un buen destino, porque por esos días Venezuela devino en una vorágine: fue anunciada la muerte del presidente de la República, Hugo Chávez.
Muy poco público fue a las funciones.
A Claudia solo le quedaron más cuentas por saldar.
Para mantenerse económicamente, consiguió trabajo en centros culturales de Caracas, haciendo tareas que, si bien la mantenían cerca del espectáculo, la alejaban de lo que ella soñaba hacer: crear musicales como los de Broadway.
Meses después, ya en 2014, un empresario que había obtenido los derechos del musical Casi normal la invitó a producirlo. Ella, sin dudarlo, aceptó, y le fue bien. Luego, Mariaca Semprún, una reconocida actriz de telenovelas venezolanas, le pidió que produjera para ella el monólogo musical Piaf, voz y delirio, sobre la vida de la célebre Edit Piaf, cuyo guion había desarrollado el afamado escritor Leonardo Padrón.
El espectáculo tuvo tan buena acogida que giró por México, España y Estados Unidos. Volando, con la imaginación por las nubes, a Claudia se le ocurrió pedir los derechos de Los miserables. Desde que a los 13 años vio en Londres ese clásico, comenzó a soñar con, algún día, montarlo ella misma. Era un sueño que, en el fondo, sentía un poco inalcanzable.
Pero ocurrió una muerte que la estremeció: una prima muy cercana falleció de cáncer. Conmocionada ante la finitud de la vida, se dijo a sí misma que los sueños no deben prorrogarse, porque hoy estamos, mañana no sabemos.
Mandó la solicitud a la empresa que ostenta los derechos.
Meses después, le respondieron otorgándole la licencia.
Eso fue a finales de 2017. Pasó todo 2018 tratando de encontrar un perfil que la empresa dueña de los derechos aceptara como director. Todos los que ella proponía eran rechazados. Y cuando, luego de ese tortuoso proceso, finalmente dio con uno, en marzo de 2019, en Venezuela se produjo un apagón eléctrico nacional. El país quedó a oscuras por siete días. Los ensayos debieron posponerse.
No fue sino en junio que volvieron a retomar la agenda, que siguió a pesar de que el país transitaba por una severa hiperinflación y por una gran inestabilidad política y social.
Los miserables no solo se presentó ese año en el Teatro Teresa Carreño, sino que volvió a escena en abril de 2023.
—Parece fácil, sí, pero no lo ha sido. Ha sido un camino largo, de satisfacciones, pero también de tropiezos —me dice ahora, volteando la vista hacia atrás—. Creo que he ido aprendiendo. Por eso, ahora nos sentimos más consolidados: este año, que Clas cumple 10, estamos haciendo dos musicales. Es maravilloso: apenas cerramos Los miserables, convocamos las audiciones de Matilda. Y aquí estamos.
* * * *
—Es una obra fantástica, pertinente, uno de los musicales modernos más importantes…
Nacida en el seno de una familia disfuncional, Matilda, sin siquiera haber comenzado el colegio, es una lectora voraz. Además, puede sacar cuentas astronómicas. En la escuela, deslumbra a sus compañeros y cultiva un vínculo especial con su maestra, la señorita Miel, una mujer sensible y empática, que se sorprende ante la genialidad de su alumna. En esa escuela todos deben lidiar con Tronchatoro, la severa directora. En el decurso de la trama, Matilda descubre que tiene poderes telequinéticos: hace magia.
Este emocionante relato fantástico de Roald Dahl fue publicado en Londres en 1988, y llevado al cine en 1996. En 2010, se estrenó un musical basado en esta historia, con canciones de Tim Minchin y guion de Dennis Kelly. Obtuvo premios, un enorme reconocimiento de la crítica, y se han llevado a cabo miles de funciones en Europa y América.
- Londres, Nueva York, Madrid, Buenos Aires y, el 11 de noviembre de 2023, en escasas semanas, Venezuela se sumará a la lista…
- Sí, es muy emocionante esto. Es una obra que me encantó desde que la vi, y es un libro que me acompañó cuando era pequeña. Pero más allá de eso, hacer Matilda en Venezuela tiene que ver con la misión de Clas. Durante estos primeros 10 años, nos ocupamos de hacer grandes producciones para público adulto. Ahora queremos que los pequeños sepan que pueden ir al teatro, no solo como espectadores, sino también como artistas. Esos niños que ahora mismo ensayan en ese salón están siendo inspirados e impactados por el teatro, por el arte, por la magia…
- ... como te inspiraste tú siendo una adolescente.
- Sí, a mí me cambió la vida ver Los miserables a los 13 años. Me dio un camino, me inyectó una pasión. Y hoy en día soy productora. Si eso me pasó a mí, eso le puede pasar a estos niños.
- Se notan emocionados.
- Desde las audiciones, Matilda tomó una vibra bella. Recuerdo que publicamos la convocatoria un domingo, para que la gente se registrara y así poder asignarles una hora para la prueba. Tuvimos que cerrar las inscripciones antes de lo previsto porque teníamos 1.500 inscritos y no íbamos a poder atenderlos a todos. Diseñamos unas audiciones muy lindas. Nos pusimos en la cabeza la cinta roja que usa Matilda; cuando cada artista llegaba, lo llamábamos por su nombre; y había una estación de radio, en la que una periodista le hacía una entrevista al entrar o al salir. A los niños los recibimos con caramelos. Y había un backing con las letras de Matilda, para que la gente se tomara fotos.
- Parecían las audiciones para un reality show.
- Sí, pero eso no le da importancia a la producción, sino al artista: el artista se siente más importante cuando llega a un espacio en el que es valorado. Además, nos hemos adaptado a los tiempos: no queremos que lo que estamos haciendo sea un secreto; el secretismo ya no es una herramienta publicitaria. Pretendemos humanizar el proceso para los artistas. Y queremos que el público lo viva de cerca: si ves nuestras redes, notarás que presentamos al elenco, que hacemos dinámicas. La idea es que cuando la gente venga a ver el resultado, sienta que conoce a esas personas que están en el escenario. Eso produce una sensación muy linda.
- Hay quien dice que tú tienes mucho de Matilda. Que, lo que haces, es de algún modo mágico.
- Me encantaría ser tan extraordinaria como ella. Es una niña que pasa por cosas muy difíciles y se sobrepone. De pequeña, no era académicamente muy buena, pero a mí nunca se me desacreditó por eso: vieron que era inquieta, que mi lugar era el escenario, y me encaminaron hacia allá. Eso es lo que hace la maestra Miel con Matilda. Ella ve a una niña extraordinaria, aunque un poco extraña, y al principio no sabe cómo tratarla, pero termina dedicándose a ella de un modo muy especial. Ese es otro mensaje que queremos dar con esta obra: yo, que soy hija de una profesora, creo que hay que reivindicar, visibilizar, resaltar a todas las señoritas Miel del mundo. Es decir, esta obra valida a los niños extraordinarios, y a los profesores que van más allá de enseñar. Y por otro lado, visibiliza la dureza que puede tener la dirección de un colegio, y lo lamentable de unos padres tan desprendidos, como son los de Matilda. Todo eso está ahí: queremos entretener, pero a la vez dejar un mensaje.
- ¿Después de haber producido Los miserables fue más sencillo echar a andar este nuevo proyecto?
- A mí ya no me conocen por mi nombre, Claudia Salazar, sino como “Claudia, la productora de Los miserables”. Es un título que llevo con honor y con responsabilidad porque debo hacerle justicia a esa suerte de distinción. Pero insisto: no ha sido fácil. Lo que pasa es que tengo 10 años en este camino, comencé como asistente número 54 en Palo de Agua. He pasado por muchos tormentosos. Ahora hay nuevos retos. Siempre habrá desafíos. Por ejemplo, es complicado trabajar con los horarios de los niños; con niños y adultos al mismo tiempo; con el cansancio de los niños. Además, no tenemos un teatro donde ensayar en una sala adecuada —aunque gracias a Dios el complejo Teresa Carreño nos abre las puertas de sus espacios de ensayo, que no son los ideales, pero son los que tenemos—. Sin embargo, estamos trabajando con un equipo que se ha ido consolidando con los proyectos previos y eso nos hace sentir en un piso menos más firme. En ese sentido, ha sido más sencillo.
- ¿Financieramente cómo se aborda un proyecto de esta naturaleza en un país como Venezuela?
- Le tengo respeto a la parte económica, pero confío en lo que estamos haciendo. Es lo que les transmito a los inversionistas. Todavía no puedo asumir estos proyectos sola, y pienso que no debe ser así, que debe haber corresponsabilidad, que la empresa privada se debe involucrar. Yo he firmado los derechos para hacer musicales sin saber con qué dinero lo haré. Quizá esa es mi parte matildezca: creo en la magia, creo que cuando firmamos algo, sellamos esa posibilidad. Espiritualmente, sé que estoy haciendo el bien, y, cuando uno tiene esa convicción, se convierte en un imán de cosas buenas. Esa energía hace que el dinero llegue.
No te lo voy a negar: paso por momentos duros. Minutos antes de esta entrevista, me senté en una mesa a decirle a mi equipo que recuerden que cada decisión que se toma tiene implicaciones económicas. Que hay que hacer que todo encaje: lo artístico, lo económico. La calidad no se puede dejar de lado: esto tiene que tener el nivel de Broadway. Las matemáticas diarias las llevo yo, porque he tenido épocas horribles, donde las cosas no han funcionado. Es un equilibrio difícil. Hay días en que tengo ansiedad, días en que duermo mal, días de mucho cansancio. Pero entiendo que es lo que escogí, que es mi responsabilidad, y a pesar de todo, siempre confío.
- ¿Qué hace falta para que exista la industria con la que sueñas?
- A la industria del entretenimiento le falta corresponsabilidad; le falta que nos hagamos responsables de preparar a quienes van a ser en el futuro. Y nosotros vamos a ocuparnos ahora de eso.
- ¿Cómo lo harán?
- Te doy la primicia. Vamos a retomar la escuela de teatro musical, que es uno de los pilares de Clas. La fundamos hace siete años, han egresado siete cohortes formadas en canto, baile y teatro. En algunos momentos nos hemos detenido —por el covid-19, por no tener una sede—, pero ya tenemos un lugar para volver. Comenzamos en enero de 2024. Tenemos muchos planes: vamos a formar no solo a intérpretes, sino también a productores, directores y asistentes. La idea es que esos estudiantes aprendan y sean corresponsables de sus producciones. Tendré a productores impulsando esos trabajos, para que crezcan. Es una apuesta a la industria. Yo no pretendo hacer esto sola. Si lo hago sola, me quedo corta; si somos muchos, todos trascendemos. No quiero ser la única que hace teatro musical en Venezuela. Lo que quiero es que tengamos un circuito como Broadway, y que sea pilar para la sociedad.
- ¿Por qué el arte es importante para la sociedad?
- El arte tiene la capacidad de transformar al ser humano. Eso, claro, incide en la sociedad. Te pongo un ejemplo tangible: con Los miserables, volvimos al Teatro Teresa Carreño, una de las grandes joyas arquitectónicas de América Latina, que estaba abandonada por el público. Se nos había olvidado que es responsabilidad también de la producción privada hacer cosas para que la gente venga. Siento que logré un objetivo: demostrar que se puede hacer teatro musical en Venezuela y que puede ser constante. Demostré que hay nivel, que hay un público, que se pueden lograr grandes cosas.
- Tú comenzaste del otro lado, ¿no te animarías a volver a estar en las tablas, frente al público, y vivir esa magia?
- No, no, eso lo respeto mucho. Como dice el dicho: “Zapatero a su zapato”. Si tengo que producir algo, tengo que ser la mejor productora. Y para eso tengo que producir y no hacer más nada. Yo, como buena artista, lo que soy es muy buena productora. Ese camino de conocerme, de saber quién soy, de saber cuál es mi lugar, lo transité hace mucho. Quizá mi pasión viene un poco de lo que viví ahí, en el escenario.