Clubs de jazz en Buenos Aires, la escalera al cielo

Un recorrido por los locales más emblemáticos de la capital argentina, paraísos perdidos de un país en llamas.

Russell Malone con el Mariano Loiácono Quintet, en el club de jazz Bebop de Buenos Aires. LAURA TENENBAUM
Russell Malone con el Mariano Loiácono Quintet, en el club de jazz Bebop de Buenos Aires. LAURA TENENBAUM

Para llegar al cielo hay que caminar hacia abajo. Veinte escalones. O treinta. Depende del club de jazz y de la ciudad desde donde suene el llamado. Los clubs de jazz de Buenos Aires mantienen las virtudes de los sótanos y las cuevas, aún cuando no están bajo tierra: oscuridad, armonía, aislamiento de un afuera que grita y ladra como un perro domesticado. A pocos metros del suelo, nos espera la dimensión desconocida. O no tanto. Un submundo cálido, de luces bajas y ojos entrecerrados. Un abrazo de bienvenida hecho del sonido de un piano, de un saxo dorado, o de una copa de vino que sacude las teclas internas de nuestro cuerpo entumecido.

En la Argentina, en las décadas de los cincuenta y sesenta, hubo clubs de jazz emblemáticos, como Jamaica y Mogador. Lugares donde tocaron, sea en jam sessions o en conciertos programados, El Gato Barbieri, Roy Aldrich y Jim Hall, entre otros. Setenta años después, el mundo cambió, pero el jazz sigue sonando en Buenos Aires y alrededores. En la actualidad, la noción de club excede el espacio, es un ritual, una escena, un día a la semana donde músicos talentosos afinan los instrumentos y sacan sus trajes y aros para hacerlos brillar en escena.

—Lo que pasa en Buenos Aires, en comparación a otras ciudades latinoamericanas, es inaudito —dice Justo Lo Prete, dueño del club Prez—. Hay mucho jazz acá, para elegir.

Y para elegir, primero hay que conocer. Acá vamos. Querido lector y lectora, póngase unos zapatos cómodos, su mejor camisa, chequee que tenga dinero disponible en su tarjeta bancaria y, con los oídos abiertos, bajemos a los paraísos perdidos de un país en llamas.

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Escaleras del club de jazz Prez de Buenos Aires. CORTESÍA
Escaleras del club Prez de Buenos Aires. CORTESÍA

El recorrido empieza por la calle Anchorena, altura 1347, en el pituco barrio de Recoleta. Al lado de un mercado chico, que ofrece promociones de bananas y de salsas de tomate, hay una puerta color rojo infierno. Alcanza con poner el dedo en el timbre y decir “vengo a escuchar música”, o algo parecido, para que la puerta del club Prez se abra. Del otro lado, veinte escalones flanqueados por una pared gris de cemento alisado, apenas iluminados. En la penumbra se destacan reproducciones de los dibujos que David Stone Martín ideó para portadas de álbumes clásicos del siglo XX, como Groovy de The Red Garland Trio. A un costado, una barra larga para anclar tanto en compañía como en soledad. Y al final del túnel, en la punta más lejana del sótano, un escenario dominado por un piano de cola Yamaha C7, al que ya le sacaron sonrisas, sudor y lágrimas Adrian Laies, Ernesto Jodos y Paula Schocron, entre otros pianistas de la escena local.

—Los músicos quieren venir a tocar acá. Tengo el mejor piano de la ciudad. No hay un C7 en ningún club —dice Justo Lo Prete, hundido en un sillón rodeado por tapas de discos como New Wave! de Dizzy Gillespie o Dixieland a la manera de Bill Page—. Es un club para la gente que le gusta apreciar la música en sí, más que el programa integral de salir, comer y tomar. Acá también lo hay, pero no es lo más importante. A diferencia de otros clubs, Prez es un club muy silencioso.

No es la primera excursión de Lo Prete en la industria de la música. A principios del siglo XXI, cuando el CD entraba en su agonía, tuvo un sello de discos, Rivorecords. La propuesta era grabar 20 discos de estándares con una generación de músicos que empezaba a brillar en la oscuridad de Buenos Aires. Alcanzó a grabar 19 discos, con un diseño familiar a las clásicas tapas del sello Blue Note Records.

—Compré este lugar veinte días antes de la pandemia —dice Lo Prete—. Era un lugar sucio, que hubo que hacerlo de nuevo, lleno de goteras. Era un club de teatro independiente, se alquilaba para cumpleaños. Pero estaba en estado terminal. Durante la pandemia me dediqué a venir todos los días en bicicleta a secar goteras y a imaginar cosas. Hicimos hincapié en el aspecto artístico. En la calidad de los instrumentos, en la sonorización del lugar.

Según la RAE, ‘prez’ significa “honor, gloria o prestigio que se gana por haber hecho una cosa que merece ser alabada.” El nombre no es azaroso. En la búsqueda de Lo Prete predomina lo excepcional. A diferencia de otros clubs de jazz, en su escenario no se tocan géneros parecidos como bossa o tango, tampoco hay shows que convoquen más público y ayuden a mantener el proyecto desde lo económico. 

—La idea era que los músicos de jazz tuvieran un lugar. Se toca bastante música libre acá. Es un lugar para hacer música original. En agosto trajimos de Nueva York al baterista Rudy Royston. Una bestia. Hicimos 18 conciertos seguidos. Fue demencial. Este club tiene estas cosas. Lo racional acá no ocurre.

Justo Lo Prete, cada vez que termina una frase, larga un suspiro y la remata pensando en la sustentabilidad del proyecto. Los clubs, en un mundo sonorizado por otros géneros, para sostenerse necesitan un poco de espontaneidad, improvisación, capital y locura, como los mejores discos de jazz.

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Swing City queda en la esquina Scalabrini Ortiz y Padilla, en el barrio de Villa Crespo, Buenos Aires. En la vereda se escuchan agudos de un clarinete: un sonido anzuelo que detiene la marcha del transeúnte y lo lleva a pegar la nariz contra el vidrio. Sin embargo, desde afuera no va a alcanzar a ver nada. Para sacarse la curiosidad, tendrá que tocar el timbre y entrar al club que Mariel y Manu, los fundadores, abrieron en 2014.

En el escenario, al fondo del local, unos centímetros encima del ras del suelo hay una banda de swing: el cuarteto vocal e instrumental Hot Shooters; una perla porteña con composiciones propias y algunos pasajes de Gershwin o Nat King Cole, entre su repertorio. Cuando tocan ‘Every Little Dream’, una pareja, compuesta por una mujer de pelos rubios eléctricos y un hombre de pelo corto, empieza a bailar al lado del escenario. Los bailarines son los mismos Mariel y Manu, que giran y se mueven iluminados por un cartel colgado en la pared que dice Swing City.

—Intentamos rescatar la cultura del baile, con la música en vivo. Que el bailarín trate de escuchar, no solamente que se ocupe de hacer el pasito —dice Mariel unos minutos después, cuando la banda cedió el espacio en el escenario al cuarteto Latin Jazz BA—. Si bien funcionamos como un club de jazz normal, nos gusta que la gente venga, salga de la mesa y se ponga a bailar si tiene ganas. La gente viene al club sabiendo que en este lugar eso puede pasar.

La primera vez que Manu y Mariel bailaron juntos fue hace 15 años, en un festival en Suecia, el Herräng Dance Camp, el campamento de baile anual más grande de lindy hop, boogie woogie, tap dance, jazz dance y balboa. “Una especie de Woodstock del swing”, dice Manu. En el festival había una clase que se debía tomar en pareja. Mariel y Manu estaban sin sus compañeros habituales, que no habían podido viajar. Bailaron y hubo fuego, en las manos, los pies, el suelo. Al regreso, siguieron bailando juntos y al tiempo empezaron a dar clases de swing. Después decidieron crear una escuela.

—Swing City fue la primera escuela de swing que hubo en Buenos Aires, te diría en Sudamérica. Con un espacio físico, un programa, profesores —dice Manu.

El siguiente paso fue en junio de 2022, cuando empezaron con shows en vivo.

—Nuestra idea era que este lugar centralice toda la cultura del swing —dice Mariel—. Al principio no se pudo por cuestiones de habilitación. Después de la pandemia decidimos seguir apostando, ir por todo, hacer lo que no pudimos llegar a hacer. Ahí se terminó de conformar lo que es Swing City: clases y música en vivo.

Mariel se ocupa de la programación. Trata de seguir una línea vinculada al espíritu del club. En Swing City no tocan solamente bandas de swing. También hay blues, big bands, formaciones de latin jazz, bebop, cantantes.

—La escena en Buenos Aires es muy fuerte —dice Manu—. Acá tenes el Festival de Jazz de Buenos Aires, que es masivo, que siempre está lleno. Y ahora también tenés un festival de jazz en [la provincia de] Córdoba, donde acabamos de abrir otro local.

Swing City le aporta a la escena de clubs de jazz de Buenos Aires la dimensión del baile, del movimiento eléctrico, de los cuerpos encendidos por la música que se expande desde el escenario y transforma todo el ambiente.

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El bebop nació como un experimento, como una variación de algunos grupos marginales en la era del swing. Pero el sacudón definitivo lo dieron Thelonius Monk, Bud Powell, Dizzy Gillespie y Charlie Parker. Según el crítico de música Sergio Pujol, sus discos cambiaron el paradigma en la música afroamericana: enloquecieron las frases, las disonancias invadieron melodías clásicas, el tempo se convirtió en un caballo salvaje, montado por músicos que encontraban en la improvisación la mejor versión del género. Bebop, también, es el nombre que Aldo Graziani, melómano, sommelier y emprendedor gastronómico, eligió para su sueño personal abierto al público: un club de música hecho a imagen y semejanza de los más renombrados clubs de jazz de Nueva York e Inglaterra.

Bebop Club fue inaugurado en marzo de 2014. El primer local estaba ubicado en Moreno 364, en un subsuelo en el barrio de San Telmo que con los años se volvió mítico, debajo de Aldo's Restaurante, del mismo Graziani.

—Con la pandemia, y por razones obvias, a comienzos de marzo tuvimos que cerrar —dice Karina Nisinman, la directora artística del lugar, sentada frente al escenario aún sin músicos pero con las guitarras de pie—. Para cuando todo se normalizó, la dinámica de salidas de la gente, el movimiento que había en esa zona de la ciudad, cambió totalmente, con lo cual nos mudamos al barrio de Palermo.

Concierto en el Bebop Club de Buenos Aires. CORTESÍA
Concierto en el Bebop Club de Buenos Aires. CORTESÍA

Las mesas del club se empiezan a ocupar. La tela roja de la entrada se multiplica por las franjas de espejos, dando la sensación de un fuego suave. El clima cálido se sostiene cuando en el escenario, ubicado en el medio de la sala, pegado a las mesas, suben Kay Lira y Maestro Mauricio. Saludan en portuñol, agarran guitarras, y Kay Lira con su hermosa voz empieza a cantarle al 65 aniversario de la bossa nova.

—Por nuestra sala pasaron y pasan los más importantes artistas nacionales e internacionales del jazz, blues, funk, soul y el pop, así como otros estilos, como el tango y el flamenco —dice Karina, en el primer interludio que hace la pareja brasileña.

Desde la apertura en San Telmo hasta hoy, por Bebop Club pasaron artistas internacionales como Joshua Redman, Rosa Passos, Melissa Aldana, Miguel Zenon, Donald Vega, George Garzone, Benny Benack, Lee Ranaldo, Jeff Berlin, Benjamin Biolay, Hugo Fattoruso, Trío Corrente, entre tantos otros. La mayoría de los conciertos con artistas de la escena del jazz de Nueva York tienen como anfitrión al gran trompetista argentino Mariano Loiácono.

Bebop Club tiene un récord de shows anual: alrededor de 600 por año. Hay programación de lunes a lunes; la mayoría de los días con dos presentaciones, y a veces tres. El eje de la programación es el jazz. De jueves a sábados, quien pase por Bebop encontrará la posibilidad de escuchar a los principales artistas del género, tanto nacionales como internacionales. Además, de poder disfrutar ricos tragos y una carta de comida y vinos para nada improvisada por Aldo, el sommelier espiritual del lugar.

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Prez, Swing City y Bebop Club, son apenas el botón de muestra, el acorde arrojado al aire, de lo que sucede en la escena del jazz de Buenos Aires. No muy lejos entre sí, hay otros clubs como Virasoro, de los más chicos y encantadores, al interior de un casa art déco de Palermo. También suenan bajo un mismo cielo La Biblioteca y el Centro Cultural Nueva Uriarte; las jam de Ladran Sancho y Notanjam en San Isidro. Y, los ya tradicionales, Voyeur y Thelonius. Nombres claves por donde pasa el jazz en Argentina en el siglo XXI. Una ruta soterrada debajo de la luz de luna. Poco más de una decena de clubs distribuidos en teatros, hoteles, librerías, centros culturales y locales pequeños. Puertas rojas, negras, blancas y azules, por las que los músicos entran cargando estuches con saxos, trompetas, violonchelos y guitarras. Lugares de encuentro para perderse unas horas; rincones de oscuridad llenos de vida a los que siempre queremos volver.

Escritor. Colaborador en medios como Página/12, Gatopardo, Revista Anfibia, Iowa Literaria y El malpensante, entre otros. Autor de las novelas Un verano (2015) y La ley primera (2022) y del libro de cuentos Biografía y Ficción (2017), que fue merecedor del primer premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina (FNA). Su último libro, coescrito con Fernando Krapp, es la crónica ¡Viva la pepa! El psicoanálisis argentino descubre el LSD (2023), también premiado por el FNA.

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