Leonora Carrington se cayó a un pozo en España. O la empujaron. Sucedió en 1940, recién acabada la Guerra Civil.
Ella escapaba de los nazis que habían ocupado Francia y buscaba una salida para su gran amor, el pintor alemán Max Ernst, detenido en su casa de Saint Martin d'Ardeche y encerrado en un campo de concentración.
“Yo estaba presa de un síndrome de guerra”. Así me dijo la artista surrealista (Lancashire, 1917-Ciudad de México, 2011) cómo se sentía durante su odisea en España en las conversaciones que mantuvimos en su casa de la calle Chihuahua de la Colonia Roma, que acaban de reconvertir en museo pendiente de abrir al publico a causa de la pandemia.
¿Cómo definir su estado mental en aquellos momentos de gran tribulación? De disfrutar un amour fou que alimentaba su creatividad artística, de vivir en total libertad y dedicarse a la pintura, Max y Leonora pasaron a la más dura represión. Separación, arresto, desolación, acoso, encierro, electroshock.
Todas sus conquistas —independencia familiar, un amor de ensueño, su arte fraguando— se habían venido abajo, sin razón personal alguna, destrozadas por un viento externo incontrolable: la progresión del nazismo en Europa que arrasó también con el amor y el arte.
Tras atravesar la frontera por Andorra y viajar por “un país sin puentes” —como describía la España que vio tras la guerra—, Leonora llegó con 23 años a un Madrid que desconocía. Fue probablemente violada, sometida y finalmente trasladada, por orden de su padre a través del cónsul británico, al sanatorio psiquiátrico del doctor Luis Morales en Santander. Ahí la artista caería al más hondo de los pozos: la pérdida de control mental. Pudo vivir para contarlo. Por consejo de un psiquiatra, rememoró aquellos días del jardín del norte español, y dejó escrita una guía de su (primera) resurrección que tituló En bas (Memorias de abajo, en la edición española) y que apareció publicada en 1943 en VVV, la revista neoyorquina de los surrealistas exiliados.
Un texto tan surrealista como cierto. Un relato de la caída al abismo. “(…) estuve internada en el sanatorio del doctor Morales en Santander, tras declararme irremediablemente loca el doctor Pardo de Madrid y el Cónsul británico. (…) empecé a reunir los hilos que pudieron llevarme a cruzar el umbral inicial del Conocimiento. Debo revivir toda esta experiencia, que creo que me ayudará en mi viaje más allá de esa frontera, a conservarme lúcida…”. Así inicia el texto de la catarsis. No fue el único, ni el último. Leonora probó en vida todas las recetas psicológicas o las alternativas filosóficas que le resultaron atractivas o útiles para ahondar en el misterio de la vida y en el suyo propio. En su obra literaria y, especialmente, en sus cuadros se traslucen todos estos viajes iniciáticos que como gran artista se negaba a explicar.
Ahora, justo una década después de su fallecimiento, Leonora vive otro salto hacia la luz. Su legado pictórico es cada vez más valorado. Los grandes museos compran y exponen sus obras. Y, en una gran pirueta del destino, la Bienal de Arte de Venecia de 2022 tendrá como motivo inspirador su texto Leche del sueño. Llenará con su atmósfera surreal los Giardini della Biennale, situados no muy lejos del palacio museo de Peggy Guggenheim, la mujer que se emparejó con Max Ernst tras la huida de Leonora a España y que apartó sus destinos.
Leonora hacía gala de una gran fortaleza mental y física. Cuando la conocí en Ciudad de México a punto de cumplir los 90 años de edad y pasé varios días con ella para filmar el documental El juego surrealista, mantenía un absoluto control a pesar de su aparente fragilidad. Dominaba la situación y a todo el grupo de rodaje, así como a los ocasionales visitantes de la casa. Había un magnetismo, un hechizo que obligaba a sentir admiración por la maga. Esa fortaleza fue sin duda lo que le permitió escalar peldaño a peldaño y encontrar una salida a la maraña que estaba cubriendo su vida hasta dar con sus huesos en el pozo del psiquiátrico de Santander: mala relación paternal, descalificación por no seguir una educación reglada, escandalosa vida junto a un artista casado… La niña bien que debería emparentar con la realeza británica se había liberado en una casa de labranza en el sur de Francia hasta que llegaron los nazis y lo desbarataron todo.
Las fotos de Lee Miller fueron un espejo claro de la libertad de aquellos días. En primer plano, las huesudas las manos de Max cubriendo los desnudos pechos de Leonora, sin represiones, ni límites. Amor y arte. Aún se mantiene allí en Saint Martin los grupos escultóricos que realizaron en la casa. Y aun sobrevive milagrosamente el autorretrato de Leonora realizado allí, abandonado en la huida, recuperado subrepticiamente por Max y llevado enrollado hasta Marsella, de allí a Lisboa y, por fin, a Nueva York donde se juntaron los surrealistas en el exilio.
Justo antes de los viajes prohibidos por la pandemia visité de nuevo la sala en la segunda planta del Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, donde el cuadro está colgado junto a obras de Picasso, Dalí, Miró, Tanguy… y Max Ernst. El singular autorretrato con dos caballos, una hiena y una Leonora de larga melena al viento se salvó por los pelos de quedar perdido en la historia. Es una pieza original, curiosa y, aunque temprana en su larga carrera pictórica, emblemática de una forma de atacar los motivos, la composición y los colores. Es un pequeño óleo sobre lienzo, de la colección de Pierre y María-Gaetana Matisse, fechado en 1937-38. Sin duda, la visión del mismo sugiere una historia de encantamiento, contando además con la posición de la mano izquierda de la figura representada que adivina una especie de sortilegio. Como en sus cuentos escritos que ahora inspiraran a los artistas de la Bienal veneciana.
No muy lejos del Metropolitan, en la avenida Madison, estaba colgado otro de los cuadros más descriptivos de la singular peripecia vital de la artista, el que hace referencia desde el título a su encierro en Santander. Una mujer enmascarada en actitud sexualmente provocadora, acostada junto a un caballo a las puertas de una oscura mansión codifican como un cuadro de bajada al subconsciente este Down Below. Se expuso junto a otras obras muy destacadas de Leonora, rebuscadas entre sus dispersos coleccionistas de antaño y puestas ahora ante el público por su galerista desde sus días finales, Wendy Norris, la gran valedora para esta segunda resurrección pictórica de la última surrealista.
La galería acogió un simposio de especialistas y la representación sonora de una de las historias teatrales de Carrington. Todo un evento, culminado por el anuncio de las adquisiciones de obras suyas por dos museos de alto nivel. El Museo de Arte Moderno de San Francisco compró para su colección Kitchen Garden on the Eyot (1946), un cuadro pintado por Carrington cuando estaba embarazada de su primer hijo que “interpreta de forma radical la función de la fertilidad, glorifica el poder reproductor de la mujer y su conexión fundamental con la madre tierra”. El Museo de Arte Moderno de Nueva York adquirió dos obras muy representativas de la artista, Green Tea (1942) y And Then We Saw the Daughter of the Minotaur (1953). El primero fue el último cuadro pintado por ella en Nueva York cuando residió brevemente en la ciudad tras escaparse de Europa y antes de fijar su residencia en México, por lo que vuelve definitivamente a la ciudad donde se pintó. Y el segundo funciona como un singular retrato de familia, donde el marido de Leonora, Chiki Weisz, está representado por el minotauro, más sus hijos y, probablemente, la figura maternal de la propia Leonora. Ambos museos exhibirán estas obras en sus colecciones permanentes.
Esta resurrección artística de Leonora sucede en paralelo al interés por la pintura olvidada de las mujeres artistas, con acento en el surrealismo y la base latinoamericana. Estos ingredientes fueron felizmente agitados por la galerista de San Francisco que llegó a Leonora hace 20 años a través de una de sus grandes estudiosas, Susan Aberth, y con el apoyo de la especialista mexicana Tere Arq. Montó la última exposición de Leonora en vida en la ciudad californiana, desde donde se origina este nuevo terremoto artístico.
La reivindicación de Leonora, su reposicionamiento en el concierto mundial del arte, ha quedado sin duda consagrado con su inclusión en estos museos clave. También en la alta valoración que el mercado da ya a su obra. Por encima del millón de dólares. Y más allá. Lo importante es que su obra esta viva, activa. Motiva a creadores jóvenes, a cineastas como Tilda Swinton, a editores que han publicado su Leche de sueño (que inspirará la Bienal de Venecia) o su gran tarot en una edición de lujo y reediciones de Memorias de abajo. De ser una relativa desconocida, fundamentalmente por su obstinada búsqueda de la discreción, a convertirse en una competidora de popularidad con Frida Khalo.
De hecho, Leonora y su gran amiga de los años mexicanos, la española Remedios Varo, encabezan sin duda la puesta en valor y la recuperación de las artistas mujeres de la etapa surrealista, que entroncan en cierta manera —y empiezan a superar ya en interés— con el manoseado icono mexicano de Frida.
Soy testigo del aislamiento y escaso interés que concitaba Leonora hace poco más de una década, cuando vivía solitaria y casi olvidada en su ahora casa-museo de la calle Chihuahua. El marchante Isaac Mari había conseguido que, ya dejados los pinceles a causa de la edad, Leonora se entregase al moldeado en cera de esculturas que terminarían adoptando dimensiones gigantescas y adornando las grandes avenidas de Ciudad de México, el espacio artístico de Indianilla en la capital y, ahora, el nuevo museo dedicado a la artista en San Luís Potosí. Sus últimos cuadros y algunos dibujos esperaban su nuevo tiempo de gloria en una pequeña galería, sin que los coleccionistas ávidos de novedades o joyas perdidas les hicieran mucho caso. Habían pasado años desde su gran retrospectiva, organizada por Luis Carlos Emerich en Monterrey.
Algunos la dieron por desaparecida, gracias a su longevidad. Es de agradecer la mirada clara y profunda de la experta en este periodo Tere Arq para poner ahora la obra de Carrington en el lugar que le corresponde. Y su trabajo junto a Wendy Norris ha dado frutos de gran interés. Se han desarrollado varias exposiciones primero en México, en Europa y esperamos que muy pronto en España, tras tener que ser aplazada la prevista justo para el tiempo de la pandemia.
Hoy es el tiempo de las mujeres, y Leonora vuela finalmente como ave fénix en una recuperación tan lógica como necesaria. Su arte muestra una mirada claramente feminista, de su época, con una rica mezcla de lenguajes, desde el Renacimiento italiano que asimiló de joven en la galería de los Uffizi al esoterismo, desde la lectura de los maya a la cábala…
Un artista de tal calibre iba a ser encumbrada al lugar que le corresponde antes o después. Tras salir victoriosa de su odisea vital en el norte de España, la segunda resurrección de Leonora Carrington ya es clara y notoria, en el mundo del arte, de la literatura de vanguardia y del poder eco-feminista. Artista inmortal. Leonora, la giganta (título de una de sus obras clave) que salió del pozo.