En agosto del año 1918, hace poco más de cien años, un barco llamado Crofton Hall zarpó desde la ciudad de Nueva York con destino Buenos Aires. Entre sus tripulantes se encontraba un hombre alto, de pelo peinado hacia atrás y traje de franela. Traía con él unas pocas pertenencias: un bolso con ropa, una obra de arte que arrastraba de ciudad en ciudad y un ajedrez. Su nombre era Marcel Duchamp, y viajaba acompañado de su pareja por aquellos años, Yvonne Chastel. Nadie los esperaba en la capital de la República Argentina. Un país del que no habían escuchado otra cosa que habladurías, historias fabulosas y mitos improbables.
La pareja se instaló en pleno centro porteño. Buenos Aires estaba en plena ebullición modernizadora. Al lado de un baldío se levantaba un edificio ampuloso, cargado de detalles al estilo de la Belle Époque. Gobernaba el presidente de la Unión Cívica Radical, Hipólito Yrigoyen. Día tras día llegaban a la ciudad cientos de inmigrantes desde los lugares más remotos de Europa, aunque en su mayoría eran italianos y españoles. La crisis por la Primera Guerra Mundial hacía estragos en la vida cotidiana de los europeos. Muchos viajaron hasta la metrópoli más austral del mundo para perseguir el sueño de una vida nueva, reencontrarse con los padres que habían dejado a su familia atrás o, simplemente, para escapar al posible reclutamiento militar.
La razón por la cual Duchamp desembarcó en Buenos Aires no es del todo clara. Se sabe, eso sí, que alquiló dos casas. Una, en el barrio de Congreso, sobre la calle Alsina 1743. Y la otra, sobre la calle Sarmiento 1507, donde armó su estudio. Su vivienda quedaba en una larga pensión sobre un segundo piso. Un poco más al fondo vivía el compositor de tangos Francisco Canaro. ¿Qué había enfrente? No se sabe. Probablemente algún almacén de ramos generales, un bar de mala muerte u otro conventillo lleno de inmigrantes. A los pocos días de su llegada a Buenos Aires, Duchamp le escribió a su amiga, la mecenas y pintora Ettie Stettheimer, con tono lacónico y lastimero: “Buenos Aires no existe. No es nada más que una gran población provinciana con gente muy rica sin pizca de gusto, que todo lo compra en Europa, hasta las piedras de sus casas. No hay nada hecho aquí… Hasta he encontrado un dentífrico francés del que me había olvidado por completo en Nueva York”. Estaba bastante en lo cierto: la élite de Buenos Aires vivía un auge económico gracias a la exportación de granos (trigo y maíz, en su mayoría) proveniente de las chacras y del campo, y de los saladeros de carne vacuna. El dinero se hacía en el campo y se gastaba en la ciudad con un ojo puesto en la moda parisina y europea.
¿Qué hizo Duchamp en Buenos Aires? Se especula bastante. El año anterior, en 1917, el creador francés (¿o fue su amiga Elsa von Freytag?) dinamitó la idea de “arte”, de “museo”, e incluso la de “artista”, al enviar como obra a una exposición de creadores independientes un mingitorio de porcelana firmado con un nombre falso. Duchamp no sólo le dio tela a miles de futuros académicos que ganarían becas y llenarían ríos de tinta sobre el tema, sino que, como señaló el teórico Peter Bürger, restituyó la praxis vital del hecho artístico, desmantelando los operativos burgueses que especulan detrás del mercado del arte. Pero cuando Duchamp llegó a Buenos Aires, no encontró ni un ligero resabio de aquella bomba plantada en el centro del arte moderno.
La pintura que reinaba entonces en Argentina era esencialmente pastoril. El pintor impresionista de origen cordobés Fernando Fader exponía sus cuadros sobre imágenes del campo, las sierras y sus vacas parsimoniosas. Duchamp había dejado para siempre la pintura como mímesis, y el impresionismo no le interesaba en absoluto. Aún faltaban seis años para que el pintor cubista argentino Emilio Pettoruti realizara su famosa muestra abstracta en el salón Witcomb, que generó un escándalo a nivel nacional. Así que Duchamp no encontró colegas con quienes dialogar sobre arte mientras trabajaba con relativa seriedad en tres obras: el experimento óptico Estereoscopia a Mano, una pieza paralela a su famoso Gran vidrio llamado Para mirar (desde el otro lado del vidrio) con un ojo de cera durante casi una hora, y un ready-made que sería un regalo para la boda de su hermana con su amigo Jean Crotti, con quien mantuvo una profusa correspondencia, llamado Ready-made desdichado.
Sí encontró interlocutores en la Asociación Argentina de Ajedrez, ubicada sobre la calle Paraguay, a media cuadra de la avenida de Callao. En uno de los cuatro pisos de un edificio francés, Duchamp pasó la mayor parte de su tiempo porteño, disputando partidas con jugadores de segunda o tercera categoría, estudiando partidas ajenas y leyendo sobre los logros maratónicos del cubano José Raúl Capablanca, novísimo campeón del mundo, gran maestro y exponente del “ajedrez romántico”. “Tengo la impresión de que estoy a punto de convertirme en un fanático del ajedrez. Todo cuando me rodea adopta la forma de un caballo o de la reina y el mundo exterior carece totalmente de interés para mí, salvo en su traducción como conquista o pérdida de posiciones” le confiesa Duchamp a su amigo Walter Arensberg en diciembre del mismo año.
Tal vez, se dice, su obsesión por el ajedrez, que Duchamp ubicaba en el mismo lugar que su arte, o el machismo gauchesco de la ciudad, agilizó el regreso de Yvonne a Nueva York, pocos meses después de llegar a Buenos Aires. A comienzos de 1919, Marcel recibió la triste noticia de la muerte de su hermano por una herida de bala en las trincheras. En junio del mismo año, sin que nadie lo despidiera, Marcel Duchamp subió a un barco con destino a París. En los ocho meses que duró su estadía en la ciudad, casi no había dejado rastros de su paso.
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Todo lo que Duchamp tocó —o, digamos, firmó— en su vida tuvo un efecto temporal, un destello atómico, un portal cuántico disparado hacia el futuro, como un personaje intergaláctico de la serie Star Trek.
Marcelo Gutman, pintor, docente y marchand, se pide un café con leche y un rojel en el Museo Larreta, en pleno barrio de Belgrano. Cuenta cómo fueron los tres años que estuvo investigando acerca del paso de Duchamp por la ciudad de Buenos Aires. Fue él quien determinó el lugar exacto en donde había vivido y quien pidió a las autoridades de la ciudad de Buenos Aires que colocaran una placa sobre lo que hoy es un café. También, y gracias a su investigación, encontró el cruce remoto entre el dadaísta y compositor Francisco Canaro.
—Hice también el “Duchamp Tour”. Salíamos de la calle Alsina e íbamos hasta Sarmiento, en donde hoy está la plaza seca del Teatro San Martín. Y de ahí, hasta la Asociación de Ajedrez. En el medio, les contaba todo sobre Duchamp en Buenos Aires.
Los “duchampianos” en la ciudad son legión. Y Marcelo —que comparte sus conocimientos en la web Testigos Ocultistas— enuncia, con rigor, los nombres de los que se encargaron de analizar los pasos del artista por las calles porteñas y los efectos residuales que su paso tuvo, con el tiempo, en todas las artes. El primero en rescatar la imagen del autor francés fue, a comienzos de los años noventa del siglo pasado, el crítico de literatura y de cine Gonzalo Aguilar, quien escribió un breve ensayo sobre la aventura duchampiana en el Sur. El guante lo tomó luego Raúl Antelo en el libro Duchamp en los trópicos (Siglo XXI, 2006), en donde el crítico de literatura y arte reconstruye el día a día de un personaje que vivió, de manera lateral y lejana, los hechos de violencia hacia anarquistas italianos de la Semana Trágica de 1919. La escritora y académica Graciela Speranza publicó por su parte Fuera de campo. Literatura y arte argentinos después de Duchamp (Anagrama, 2006), en donde analiza la influencia que ha ejercido el pionero del dadaísmo sobre escritores como César Aira (duchampiano hasta la médula) y Alan Pauls o artistas como Alberto Greco, mientras tiende puentes, traza conexiones y especula sobre los días de Duchamp en Buenos Aires.
Hay más. Una película sobre los días de ocio de Duchamp en el barrio de Congreso, titulada Todo lo que veo es mío y dirigida por la dupla Mariano Galperin y Román Podolsky, cruza la ficción y el documental y construye al artista bajo la piel del actor de televisión Michel Noher en un mundo limpio, estilizado y romántico, alejado de la mugre de los conventillos y el humo vectorial de las partidas de ajedrez. Hubo otro intento de película, dice Gutman, con guion del escritor Alan Pauls y dirección de Hugo Santiago, en un proyecto encarado por un magnate y empresario argentino, coleccionista de arte, que luego de una experiencia trágica cambió los vernissages y los cocktails por sesiones de ayahuasca. La película nunca llegó a ningún puerto, pero su guion, escrito de manera epistolar, como no podía ser de otro modo, entre Pauls y Santiago, entre Buenos Aires y París, es un mito como todo lo que rodea a Duchamp.
El escritor español Javier Montes pasó unos meses en la Residencia para Escritores del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) para trabajar en un breve y potente ensayo sobre la relación simbiótica entre Duchamp y Man Ray, la cual tuvo su punto álgido en Criadero de polvo, una obra surgida después de que los artistas dejaran abierto el obturador de una cámara frente a un vidrio sucio. Si bien su ensayo, titulado El misterioso caso del asesinato del arte moderno (Wunderkammer, 2020), no habla sobre el paso de Duchamp en Buenos Aires, su estadía es un homenaje fantasmático y oblicuo. Ante la pregunta de por qué Marcel Duchamp sigue siendo tan vigente, Montes responde: “Es la pregunta diabólica”.
“Como decía un poeta amigo suyo, la obra más hermosa de Duchamp es el empleo de su tiempo”, dice el escritor. “A mi me interesa Duchamp justamente por eso; por la manera que tiene de usar el tiempo, el ocio, de introducir el azar de la vida en la obra. Su manera de hacer con plena consciencia las cosas que hacía. Y esa manera hoy nos puede interpelar, que vivimos la era de la distracción total, la banalidad, la consumación del tiempo sin objeto. En ese sentido, me resulta muy interesante la atención que Duchamp le puso al empleo de su tiempo. Simplemente estar un poco atento a lo que uno hace, y por qué lo hace”.
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Entre 2007 y 2008, Marcelo Gutman montó una exposición llamada Duchamp en Buenos Aires. La idea era reunir una serie de obras que dialogarán con el creador de El gran vidrio. Fotógrafos, pintores, artistas performáticos y especialistas invocaron al maestro con homenajes y tributos. Pero la muestra tuvo un plus. Un detalle que se llevó las luces.
Marcelo sabía que Duchamp había frecuentado hasta la manía la Asociación de Ajedrez de Buenos Aires. Cada partida disputada se anota con rigor en un papel, cada movimiento se convierte en un registro que los jueces necesitan para comprobar quién es el ganador, o incluso, si la partida es notable, se convierte en material de estudio para futuros ajedrecistas. O, como es el caso de Duchamp, para futuros marchantes de arte.
Marcelo se enteró de que en 1924 se disputó en París la primera Olimpíada de Ajedrez. Fue la primera porque llevaba ese nombre, aunque luego fue cambiado al no considerarse al ajedrez como un deporte. Argentina fue el único país no europeo en participar. Se envió en representación al maestro Valentín Fernandez Coria, cuya familia fue la fundadora de la ciudad bonaerense de Chascomús, es decir, tenían mucho dinero. Entre los maestros que participaron de la competencia estaba Marcel Duchamp, que en pocos años había logrado un nivel avanzado.
—Se disputaron ocho partidas, y todas las partidas estaban manuscritas —dice Marcelo—. El tema era dónde.
El mundo del arte está cargado de cuadros que viajan de un país a otro, que quedan atrapados en búnkers por años, que decoran casas ignotas cuyos dueños desconocen el verdadero valor de lo que tienen colgado al lado de un televisor. Marcelo estaba detrás de esa pista. Se enteró de que Duchamp, años después, había regalado las partidas manuscritas a su amigo Tristán Tzara, quien, a su vez, se las había regalado al poeta y editor argentino Juan Andralis. La vuelta parecía completa. Andralis vivía en Francia, frecuentaba el movimiento surrealista y se había hecho amigo de André Bretón. Afianzado nuevamente en Buenos Aires, Andralis un día apareció en el estudio de Hermenegildo Sábat, famoso dibujante y caricaturista, cuyos chistes hacían reír a los lectores del diario La Nación. Amigos de charla y de vinos nocturnos, Andralis pasaba tiempo en el taller de Sábat mientras lo veía trabajar. Un día se llevó un dibujo de Sábat sin su consentimiento bajo el argumento “me gusta, me lo llevo”. Mientras lo guardaba en su maleta, le dijo que algún día lo iba a compensar.
Pasaron los años, y Sábat, en otra tertulia de vinos y de charlas, le reclamó, un poco en chiste, otro poco en serio, esa vieja compensación. A Andralis, al recordarlo, se le iluminaron los ojos: le dijo que sí. Entonces lo citó, al día siguiente, en la Asociación de Ajedrez de Buenos Aires, sobre la calle Paraguay. Tenía algo para él.
Sábat llegó temprano a la reunión y lo que vio era un evento digno de una cofradía. En el segundo piso de la Asociación, Andralis lo esperaba junto a dos testigos. En el centro, sobre una pequeña mesa ratona, descansaba un acta. Allí, se dejaba por escrito, que Andralis le hacía entrega a Sábat de un importante documento: la partida número 8 entre Marcel Duchamp y Valentín Fernández Coria. Las otras siete fueron entregadas con igual pompa a la Asociación, aunque fueron perdidas tras un cambio de sede. Cuando se enteró, Marcelo Gutman llamó en reiteradas ocasiones a Sábat para pedirle la obra (o para ver si era cierto), pero no pudo comunicarse con el dibujante. Un día, con la muestra de Duchamp en Buenos Aires iniciada, sonó el teléfono en la casa de Gutman:
—Soy Hermenegildo Sábat. Tengo algo para usted.
Resultó que Sabat y Gutman vivían en el mismo barrio de Vicente López, al norte de Buenos Aires, con una diferencia de ocho cuadras. Gutman caminó hasta el viejo chalet inglés en donde Sábat vivía junto con su esposa e hijo. Lo recibió un hombre de gran contextura y camisa raída. Por dentro la casa estaba tapiada de libros; había primeras ediciones de Jorge Luis Borges, cartas firmadas por artistas, afiches de jazz, libros tirados por el suelo. El caricaturista lo hizo pasar a la cocina para mostrarle lo que Gutman estaba buscando con tanto esmero: al lado del extractor de humo estaba colgada la partida entre Duchamp y Coria, firmada por el artista, con el marco lleno de grasa.
—Para que te hagas una idea —dice Gutman—, hoy, una servilleta firmada por Marcel Duchamp, puede estar valorada en cien millones de dólares.
Duchamp era el artista de la firma. Es conocida la anécdota: en un bar en Nueva York, dijo que no le gustaba un cuadro que servía como decoración al lugar. Se puso de pie, se acercó, la firmó y dijo, “ahora está mejor”. Gracias a su firma, ese cuadro hoy vale millones.
La partida manuscrita se convirtió así en el atractivo de la muestra. Gutman quiso asegurarla, pero no había aseguradora que pudiera llegar a una cifra semejante. Avisó a Sábat, quien le respondió:
—Si roban la obra es porque estaba marcado en su destino como obra. Úsela para lo que la necesite, Marcelo. Y después me la devuelve.
Al día siguiente de terminar la muestra, Marcelo guardó la obra en su mochila. Subió al subterráneo de una Buenos Aires atrapada por el calor, en un transporte saturado de personas. Tocó el timbre del chalet de Vicente López. La puerta se abrió y Marcelo le devolvió a Hermenegildo Sábat, su dueño por acta, uno de los pocos rastros tangenciales que hubo entre el artista más importante del siglo XX y Buenos Aires, ese lugar que, si se lo mira muy de cerca, como la mayoría de las cosas de este mundo, es cierto que no existe.