Presentada en la pasada edición del Festival de Cine de Lima, donde tuvo su estreno latinoamericano, El alma quiere volar se abre con una violenta y perturbadora escena en la que un hombre azota, literalmente, a su mujer. Camila, una niña de unos 10 años, escucha los gritos de su madre, abre la puerta y lo ve todo. Podrían ser los recuerdos de infancia de Diana Montenegro, que nació en Santiago de Cali (Colombia) hace 35 años. Siguiente escena: la familia se desplaza en coche al caserón de la matriarca, donde transcurrirá el verano. Es la casa de la abuela, la matriarca de la familia.
El caserón, como se suele decir, es un personaje en sí mismo, la mayor parte de la película transcurre en esas habitaciones fotografiadas con auténtico esmero y con un exquisito sentido de la puesta en escena. Las mujeres de la familia son víctimas de una maldición que, de una manera o de otra, las condena a estar solas. Aunque se someten constantemente a una serie de rituales con los que tratan de librarse de la maldición. Los hombres, ninguno bueno salvo un niño incorrupto, entran y salen de la casa, las mujeres permanecen.
Así es, poco más o menos, el primer largo de ficción de Diana Montenegro, una realizadora que viene del documental, que estudió en Barcelona y en Moscú, y que apuesta por un cine artesanal, cuidadoso, atento a los detalles, que marca la diferencia en una época de adocenamiento estético en serie. Tras su gira por varios festivales, como el de Tallin (Estonia), donde tuvo su estreno mundial, El alma quiere volar se podrá ver en Colombia a finales de año, siguiendo un circuito de salas alternativas. “Tal vez intentemos algo de cinema rodante, porque hay muchos lugares de Colombia donde ya no hay salas de cine. Aunque esto del cine itinerante no es algo habitual en Colombia y requiere una infraestructura, queremos probar”, explica a través de videollamada nuestro nuevo descubrimiento al otro lado de la pantalla, desde Cali, donde también se desarrolla la película.
- Es muy radical la decisión de rodar el 90% de la película en el interior de la casa, como si fuera un cuento gótico. Y más cuando la primera vez que las protagonistas salen es para ir al cementerio. Es una apuesta estética muy potente, porque los planos están muy, muy cuidados, aunque imagino que también es una metáfora sobre la situación de las mujeres. ¿Es así, no?
- Sí, está la idea del confort en torno a estas mujeres que no son capaces de tomar las riendas de su propia vida, porque en Latinoamérica crecemos con la idea de que lo que está quieto se deja quieto. Hay un estado de permanencia casi inmutable en el que, para las mujeres, es preferible mantenerse en su cómoda prisión en lugar de abrir la ventana hacia algo distinto. Y eso también tiene que ver con la muy fuerte presencia cultural de la casa materna, ya que la casa de la abuela es como un templo por el que pasan todos los miembros de la familia, hasta los bisnietos. Así que sí, siempre pensé en esa casa en esas dos vertientes, como refugio y como prisión. Claramente como metáfora. Y te agradezco mucho que repararas en el aspecto estético, porque la película se planteó como un pequeño acto de resistencia.
- ¿En qué sentido?
- Vivimos en un tiempo en el que todas las películas se hacen con el mismo tipo de lentes, de cámara, de lenguaje... por no hablar de las plataformas. En medio de este maremágnum, queríamos proponer una mirada al universo femenino sin caer en el preciosismo, sino mostrando su imperfección, porque las mujeres también podemos ser crueles y brujas. Al mismo tiempo, tenía mucho interés en un cierto esteticismo y en esa precisión de la composición que comentas. Aunque la película es digital, utilizamos las mismas lentes que La naranja mecánica, para darle ese look tan particular y limitar aquello digital tan moderno y excesivo. Era importante que la luz tuviera la misma importancia que la sombra.
- ¿Dónde encontrasteis la casa?
- Buscamos una casa en Cali que estuviera desocupada y que a la vez pudiera funcionar como casa-estudio, porque queríamos cuidar mucho la puesta en escena. Encontramos la casa, y nos dedicamos a traerla a la vida, aunque mostrando también su desgaste. Yo participé en todo ese proceso de acariciar las paredes, de trabajar mucho las texturas, de lijar, de descascarar, de descubrir los colores antiguos, porque normalmente se pinta sobre pintado, y quise encontrar todas esas capas que dan cuenta de todo ese paso de diferentes personas por ahí.
- En tu familia, ¿también había una casa similar?
- En mi caso era un templo también oscuro, como si las paredes hablaran dirían un montón de cosas. A veces compartimos paredes, pero si hay un lugar donde se guardan los secretos es dentro de las familias. Cada habitación guarda un poco de la agonía de los personajes.
En Latinoamérica crecemos con la idea de que lo que está quieto se deja quieto
- Tu madre, a quien la película va dedicada, ¿podría identificarse con alguno de los personajes?
- Sí, directamente con el personaje de la madre de la niña. Ese es su lugar. La película tiene mucho que ver con mi historia personal. Para mí fue un proceso muy extraño pensar que ella iba a ver la película cuando la estaba escribiendo. Pero murió de manera súbita cuando terminé de escribirla, y pues tuve que ponerlo todo de mí. También crecí rodeada de mujeres con todas características: solas, divorciadas. Crecí con seis tías, no tenía tíos, que a su vez tenían hijas mujeres. Estaban llenas de miedos, no eran capaces de apoyarse la una a la otra y reproducían una idea de la mujer solo para hacer familia y acompañar al hombre en su camino de vida. Al crecer en estas circunstancias, llega un punto en el que esto te hace un clic.
- ¿Mantienes alguna relación con tu padre?
- No, supongo que todavía vive, y que acabará viendo la película. Cuando vivía mi madre, todavía intenté mantener una buena relación padre-hija, pero luego las cosas cayeron por su propio peso.
- ¿Alguien de tu familia ha visto la película?
- No, todavía no, pero no me da temor, ni ansiedad. El tema ya salió a flote por ese lugar que ocupa mi padre en relación a mi familia, y si bien la película habla de muchas personas cercanas, también va más allá.
- ¿Cómo fue que Lucrecia Martel, la cineasta argentina, se involucró en el guion? Veo una cierta familiaridad entre su La ciénaga (2001), película clave para el cine latinoamericano, y El alma quiere volar. No solo porque también hablaba de aislamiento, sino por esa precisión en la puesta en escena que comentábamos.
- Conté con el Fondo Colombiano para la parte de desarrollo de la película, y como parte del proceso nos asignaban a un asesor. Escogí a Lucrecia para que me ayudara en todo el proceso de redacción del guion, concretamente a lo largo de todo 2016, porque es la que sentí más cerca de la película. Fue todo un año de escribir y encontrarnos, revisando mucho para hilar lo más fino posible en la construcción de los personajes, y para que también la película pudiera permitirse tener capas. Y sí, La ciénaga nos dijo al oído que se puede hablar de esto, de historias que nos son próximas, de historias familiares, y se puede presentar el universo latinoamericano más allá de lo étnico, a partir de esas cosas cotidianas que forman parte de la vida doméstica. La película de Lucrecia fue un punto de quiebre para el cine latinoamericano en general, sobre todo para las nuevas generaciones, y los que estamos empezando ahora.
- La violencia de género se manifiesta brutalmente desde el minuto cero y se siente como una amenaza en todo momento. Naturalmente, es algo que, en mayor o menor grado, está por todo el mundo, pero ¿crees que en Colombia es especialmente lacerante?
- Sí, el tema de la violencia de género está palpitando todo el tiempo. He querido poner en la pantalla esos fenómenos que normalizamos porque forman parte de la cotidianidad, pero tampoco quiero poner etiquetas. Hay un eco con Colombia y, como dices, con el resto del mundo, pero no tengo nada contra los hombres. Los críticos que más han admirado la película son hombres, y las mujeres también podemos ser crueles. A Lucrecia Martel la escogí más allá de cuestiones de género. Y luego hay tipos como Ingmar Bergman, amo la construcción de sus personajes femeninos, pero en su vida personal era un personaje violento y odioso con las mujeres.
- Eso nos lleva al caso Polanski: ¿hay que condenar una obra, porque su autor no es un dechado de virtudes?
- Pasa lo mismo en la pintura y en la música. Ojalá podamos volver a tener un Bergman o a un Tarkovski, volver a ese nivel de concepción estética en el cine.
- Es verdad que, viendo El alma quiere volar también nos podemos acordar de las dachas de Tarkovski, concretamente de la de El espejo.
- ¡Ojalá! (risas). Soy como un cadáver exquisito de influencias. Para equilibrar la balanza de géneros, podría citar a Naomi Kawase, a la que también criticaron mucho por el trato que dispensó a su abuela en sus primeras películas. Incluso llega a matarla cinematográficamente al filmar su tumba cuando todavía estaba vida.
- Imagino que Kawase también fue una influencia para rodar esa escena en la que la niña se ducha con su abuela. Todavía sorprende ver los cuerpos desnudos de las ancianas.
- Para mí era importante retratar esos cuerpos imperfectos. Si existe una mirada, también tiene que haber otra mirada, porque en la vida cotidiana estamos siendo observados todo el rato por hombres y mujeres, y tiene que haber una diversidad de miradas.
- Vienes del documental y eso se nota, por ejemplo, en la música de la película. Al principio es extradiegética, como de filme de terror, pero luego se encadenan canciones intradiegéticas: hay una fiesta con todo el mundo bailando ‘Ojitos hechiceros’, de Rodolfo y Los Hispanos; suena ‘Hoy daría yo la vida’, de Martinha; e irrumpe un trío para cantar el bolero ‘Las acacias’.
- Los tríos musicales como el que aparece en la película son muy típicos de Cali, ‘Las acacias’ es un bolero sobre la casa materna, cuando parten las personas, pero la casa permanece, y casi susurra esos recuerdos de los que pasan por ahí. En las fiestas familiares, las abuelas suelen llevar esta música que pone a llorar a todo el mundo y que es una evocación de los lazos familiares, y era importante verlo desde el documental con un trío de verdad, y ese grupo de mujeres de la tercera edad que se han encontrado para compartir el tiempo. Mi ADN es documental y está en la película.
- Imagino que, siendo colombiana, lo del realismo mágico es como una maldición que te perseguirá siempre. Pero, de manera literal, también hay algo de eso en esta película que mezcla rituales mágicos con la realidad cotidiana, ¿no?
- (risas) Gabo es obligado desde que estamos en el colegio, pero, como te decía, huyo de las etiquetas. En mi familia también se supone que hay una maldición como la de la película. Por ejemplo, la escena en la que las mujeres leen su futuro en el contenido de un huevo que dejan en un vaso, eso es algo con lo que yo he crecido. Después de la primera lectura, guardaban los huevos debajo de la cama, y a medida que pasaban los días ibas a tener una lectura más certera sobre tu destino. Puedo entender que parezca realismo mágico si no lo has vivido.
- Hay magia, pero también está el peso de la religión, ¿no?
- Sí, me parecía interesante contrastarlo. En Colombia hay una extrema religiosidad, algo que he vivido desde que, en el colegio de monjas, nos levantaba a las seis de la mañana para rezar. Luego, más o menos a la edad de Camila, descubrí a Nietzsche en la biblioteca de mis padres, y todo cambió. Pero, desde que terminé la película, han pasado cosas extrañísimas que me ha reforzado la idea de que nadie tiene una certeza sobre la creación, y ni mucho menos sobre si hay un lugar posterior a la muerte.