“¿Cómo le digo que necesito un aumento? ¿Cómo hago para decirle que necesito plata para el alquiler?”. Uno de los tantos atributos de El fin del amor, la serie que emite Amazon Prime Video inspirada libérrimamente en el libro de Tamara Tenenbaum (Buenos Aires, 1989), es su decisión de hablar sobre “la guita”, como le decimos los argentinos al dinero, tema público tabú para las clases aspiracionales nativas, tan dadas al secretismo, la simulación o su variante psicopática, el endeudamiento, cuando se trata de confesar las limitaciones presupuestarias. Y si históricamente sucedió eso, qué esperar de estos tiempos de Instagram, altar de la representación material ante cuyo fetichismo sucumben todos sus devotos acreedores.
Las tribulaciones de Tamara, la protagonista (alter ego de la autora, interpretada por Lali Espósito), son un reflejo más o menos aproximado de las de cualquier universitaria urbana cercana a los 30 agobiada no solo por lo que ella no puede obtener o debe tolerar de la comunidad —su machismo, su iniquidad, su demanda permanente de belleza—, sino por lo que la misma sigue esperando de ella: una constelación de mandatos que aún en tiempos de liberación y de empinado feminismo siguen pendiendo como afiches desde los puentes colgantes de la sociedad. A eso se le suma su condición de exintegrante de la ortodoxia del judaísmo que se “reconcilia” con algunos postulados, o más bien, con un pasado cultural en común dentro de ese núcleo religioso. Esa situación le aporta otro ingrediente pintoresco a la trama, no solo porque se visibilizan costumbres y tradiciones judaicas, sino porque se la desacraliza, se la “profana” con algún guiño de comedia.
La descripción de todas esas ansiedades, en una modernidad por cuyo nervio óptico no solo viaja el mandato patriarcal sino, como supuesta conquista, también el de la felicidad, conforman el núcleo central de la serie. Narcisista hasta casi la parodia, Tamara se debate entre su libertad sexual y su impulso por acumular riesgo y plusvalía erótica —viboreando por el escote de la noche— y las necesidades afectivas propias de una chica cuya madre y familia —aún siendo huérfana de padre— constituyen un bastión de emocionalidad convencional inapelable.
Lo curioso es que cuando da el paso, cuando se desembaraza de un novio atractivo, sensible y fiel, lo hace pisando la banquina de la irresponsabilidad afectiva (lo “ghostea”), lo que, paradójicamente, conforma una bandera del colectivo del que ella es un estandarte. Esa y otras contradicciones atraviesan la serie y la convierten en una pieza más compleja de lo que puede parecer, con una protagonista que resbala, que se oscurece, que bebe del agua baja de la decadencia, que no es una heroína clásica.
Publicado en 2019, el libro de Tenenbaum —egresada de la Universidad de Buenos Aires en Filosofía— fue un éxito de ventas y la encumbró a la categoría de influencer intelecto-emocional de una buena porción de las sub 35 locales (además de twitstar, es, como en la serie, columnista de un programa de radio muy escuchado), gracias a una inusual y exquisita mezcla de ensayo y relato personal —no exento de poesía—, cóctel que ella ya había desarrollado con brillantez en sus textos periodísticos. Lo que Tamara se anima a emprender y transitar allí es la descripción de una sensibilidad actual, una aventura que puede resultar extenuante o bizantina, por inabarcable. Pero lo consigue, acaso porque, aun a su corta edad, está dotada de un talento por cuyos conductos circulan dosis adecuadas de academia, para prestigiar el trabajo; pragmatismo, para elegir la referencia o frase precisa y no caer en la autocelebración arborescente; y oficio, para volver coloquial cada cita erudita. Es un libro profundo, pero también cercano, ilustrador. Para cualquier hombre —sobre todo post 45— que se asome a esas páginas puede resultar también un manual de autoayuda (autoayuda para el varón, claro).
El desafío, eso sí, era convertir ese germen, cuya narrativa mantenía tensión con el mundo pero de ninguna manera con los protagonistas, sencillamente porque no los había, en una serie excitante, un producto que se despojara de sus “quotes” o de su ambición de manifiesto intelectual y que mutara en una pieza audiovisual contemporánea, el reflejo trepidante de una triada verde —Tamara y sus dos amigas, magníficamente interpretadas por Vera Spinetta y Julieta Zapiola— que, si bien abraza las drogas o el sexo diverso y promiscuo con naturalidad, también mira la maternidad, la monogamia o el mundo laboral como quien avanza hacia un iceberg.
No es fácil reflejar ese blend sin caer en la vulgaridad del producto comercial, en la propuesta panfletaria y pueril o en la estigmatización de cierto estilo de vida, género o religión. Sí, es cierto, El fin del amor tiene connotadas argucias para atrapar al público sub 35 y no soltarlo hasta el final. Eso está claro. Pero también es cierto que, a la manera de series como Girls o, mucho antes, Sexo en Nueva York, intenta retratar cierto aire de época —neurosis, miedos, anhelos, frustraciones— de una clase social que se pregunta cómo seguir, cómo conciliar el deseo de eternizar placer y libertad —tesoros recientes— con las obligaciones de la sociedad industrial.
“Convertir el libro en serie me pareció una idea divertida, porque siempre pensé que esas ideas concretas podían configurarse en escenas”, le dice Tenenbaum a COOLT. Ella misma fue la encargada de escribir el guion, junto a Erika Halvorsen —también productora—; o sea, fue la encargada de generar ficción, ya que la enorme mayoría de la trama no surge del libro, sino de su imaginación posterior. Ávida consumidora de programas y de literatura de género, Tamara estaba convencida, además, de “que necesitábamos una especie de Girls latinoamericana. Esta era la oportunidad para hacer eso. Una Girls con el color de nuestra tierra, nuestras preocupaciones económicas, nuestras militancias. Chicas que un sábado a la tarde hacen un bachillerato trans porque quieren levantarse a alguien ahí. Esa es nuestra vida”.
Icono generacional, buena parte del éxito de El fin del amor reside en su descollante protagonista, cuyo magnetismo y frescura quedan de manifiesto desde el primer fotograma. Espósito (Buenos Aires, 1991) es una fuerza de la naturaleza, una de esas criaturas que parecen hechas para la pantalla, alguien que completa holgadamente los casilleros de la gran artista, categoría a la que llegó para quedarse. Se dice que toda canción que aspire a la grandeza necesita de una gran melodía, una buena letra y una interpretación acorde, pero que para convertirse en un himno de su tiempo debe tener “un algo más” que nadie sabe qué es pero que es lo más importante. Algo parecido ocurre con Espósito, dotada de un innegable talento para la actuación, pero cuyo encanto trasciende lo meramente escénico, como si a su alrededor desplegara un campo energético y semántico tan abigarrado como inabarcable.
De gira por España durante el final del verano europeo, e invitada al popular programa El hormiguero, Espósito exhibió su irresistible artillería de recursos, un conglomerado de atributos entre los que destacan su histrionismo, velocidad mental y espontaneidad. Ese paquete básico está coronado por una locuacidad cuyo timbre de voz, que circula entre inflexiones filoelegantes y cierto argot barrial, tiene un grado de entusiasmo y optimismo perfecto, como si viniese ecualizado de matriz —de hecho, lo está—, una corriente de sonido que, a la vez que transmite confianza, conforma la arista definitiva de su figura.
“Desde que leí el libro, me dije: esto es para mí y para todes nosotres, los de 30 años. Esto es para mis amigas, también”, contó Espósito en una rueda de prensa en Buenos Aires al momento de presentar la producción. “Lo que me da mucho orgullo de ver esta serie terminada es que siento que les va a gustar a mis amigos, también, y que se van a sentir interpelados”.
Involucrada con el proyecto desde un principio —junto a Tenenbaum y Halvorsen—, Lali lo considera un trabajo indispensable. “Es muy necesario hablar sobre lo que habla esta serie. Se requiere de mucha valentía para patear el tablero o abandonar la que se supone que es la zona de confort de uno, porque sentís que eso no te está haciendo feliz”, explicó.
Es tal su ángel, que casi de inmediato se vuelve irrelevante que su genealogía nada tenga que ver con el judaísmo —y sí con cierto estereotipo criollo—, detalle que antaño podía resultar no solo decisivo, sino sensible o cancelatorio. “Lo judío —agrega Tenembaum— era obvio que había que meterlo. Me parece que era algo que no se había filmado mucho. El judío latinoamericano es algo que no está muy contando, en general. Afuera piensan que acá no hay judíos. Que ser judío es algo de Nueva York. No se sabe que hay tantas clases de judíos”.
“Que fuera un ensayo nos dio más libertad, en el sentido que no se trataba de una novela donde hay un argumento que adaptar, sino que acá estaba todo por inventar”, aclara Tenenbaum, docente de la Universidad de Buenos Aires, como también lo es en la serie.
- ¿Estás conforme con lo que lograron?
- El resultado me gusta mucho. Dimos todo para convertir el libro en una serie que, por supuesto está apuntada a la masividad, pero que también conformara a espectadores exigentes y a gente que está acostumbrada a ver productos de calidad. Creo que lo logramos, en el sentido además de que las actuaciones son todas muy buenas. Los directores son notables, también. Todas las puestas están pensadas. Cada detalle pensado, cada peluca, cada cuadro. El guion creo que quedó muy bien. Argentina es un país en donde a series como Los Soprano o Mad Men les ha ido muy bien. ¿Por qué no podíamos apuntar a ese público? Hay cosas que son narrativamente raras. Las estructuras de los capítulos no son convencionales. Y eso está bueno. No hay una intriga tan clara, es un poco seguir el camino de las chicas.