Hay frases que cualquier lector de suplementos culturales podría completar de memoria. Una que se repite tanto en diarios hondureños como en plataformas uruguayas, en particular por artistas hombres moldeados con la arcilla del siglo XX, es: “La pintura es mi amante pero la literatura, mi mujer”. La actividad artística y el sujeto de deseo puede variar según cada caso, pero la fórmula del engaño continúa y resiste en su vigencia.
No recuerdo haber escuchado o leído esa frase en boca de alguno de los artistas que exponen en la muestra Infieles. De escritores que pintan o pintores que escriben, expuesta en el Museo del Libro y de la Lengua Horacio González, en Buenos Aires. Sin embargo, el juego a dos bandas que confiesa el enunciado, y la ampliación del campo de batalla que augura, sin dudas, les podría caber a cada uno. Y no hablo de la vida personal —al menos, esa dimensión es la que nulo interés tiene en este espacio—, sino de su trabajo artístico, de sus juegos a dos o más bandas, de las diferentes materialidades donde asoman u ocultan su sensibilidad y su forma de estar en el mundo.
Para entrar a la muestra hay que atravesar una cortina roja y pesada de terciopelo, que toca el suelo como si fuese una de las lenguas derretidas de Dalí o los telones lynchescos de Twin Peaks. La iluminación es tenue, salvo por un corazón de neón rosa atravesado por un rayo: un relámpago fugaz que reemplaza el flechazo eterno de Cupido. La intención de crear un ambiente de intimidad —planificada por el equipo de curadores integrado por Roberto Papateodosio, Pablo Licheri, Inés Girola, Inés Ulanovsky y Esteban Bitesnik— es intervenida por el sonido de colectivos y autos que entran por la puerta de la Avenida Las Heras 2555. Como en un hotel, el oasis íntimo y privado que buscan recrear está percudido por lo público que lo rodea. Ese doblez entre el anonimato y la exhibición, entre las puertas semicerradas y el amor a cielo abierto, parece ser territorio propicio para las infidelidades, del orden que sean.
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Al correr el velo rojo, la primera obra que aparece es Espejos, un dibujo de un árbol hecho con marcador sobre un papel. De cada una de sus ramas cuelgan frutos que parecen ventanas a dimensiones cercanas o desconocidas. Si no hubiera un nombre de autor a su lado, no sería tan errado decir que —por los colores y la superposición de materiales— pertenece a un período poco difundido del pintor y astrólogo Xul Solar. Pero no. La obra que recibe al visitante, fechada en 1966, es del escritor argentino Manuel Mujica Lainez. Como si fuese una tarjeta de bienvenida, pegada a la obra hay una frase de su novela biográfica Cecil (1972). Dice: “Lo primero que advertí, en su penumbra interior, fue la jerarquía esencial que concede a los objetos. Quizá crea en ellos más que en las personas”.
La frase de Mujica Lainez parece una premisa. En la muestra no importan los recorridos de los artistas, sino lo que sus manos crearon. O atraparon del aire, como dice el poeta, librero, músico y editor Francisco Garamona en una de las entrevistas a los artistas antologados que transmiten en loop en un rincón del primer piso. Detrás de unos anteojos de lente negro, Garamona completa: “En realidad, los artistas lo que hacen es una especie de red para cazar mariposas: cazan las ideas, el fruto de lo que después producen. Nada pertenece a nadie. Las ideas y las emociones son energías que rodean el mundo; emergen de la tierra, el cielo, los minerales, y uno tiene que estar atento para conectar con aquello que está ahí, anterior a uno y posterior a uno”.
En la red de Garamona, al parecer, quedó atrapado el germen de la muestra. En la ceremonia de inauguración, el 16 de junio, el curador Esteban Bitesnik contó que la idea surgió en La Internacional Argentina, uno de esos espacios porteños donde se juntan escritores, músicos y artistas a pasar el rato y surgen libros, canciones, poemas, por el roce de la complicidad y la noche. En ese mismo discurso inaugural, Bitesnik vincula a la muestra con la amistad, con la idea de conversación, donde se trafican ideas y conspiraciones en distintas usinas de pensamientos, sean geográficas como generacionales.
Los nombres que surgieron en un primer momento, y continuaron danzando junto a otros que se sumaron cuando el proyecto fue tomando forma durante la pandemia, fueron los de los escritores César Aira, Sergio Bizzio, Gabriela Cabezón Cámara y Silvina Ocampo; los de los artistas Eduardo Stupía, Yuyo Noé y Daniel Santoro; los de músicos como Charly García y Nacho Marciano; e incluso el del ensayista Horacio González, quien fue gestor del Museo que funciona como anexo de la Biblioteca Nacional. También, claro, aparecieron los nombres de artistas identificados con la mixtura: Fernanda Laguna, Dani Umpi, Naty Menstrual, Roberto Jacoby y Fernando Noy, entre otros.
La muestra presenta una antología de 35 artistas que abarcan casi un siglo de producción artística argentina. Un arco temporal que cruza a tres generaciones de creadores. Cronológicamente, arranca con un dibujo inédito de Silvina Ocampo (1903-1993), la hermana menor de las Ocampo, acompañado del poema inédito ‘Lecciones de metamorfosis’; y llega hasta la poeta, artista y joyera Micaela Piñero, nacida en 1990. Escritores y pintores de tres generaciones diferentes que, como dice el catálogo de la muestra, fueron “desbordándose por fuera de los márgenes o las paredes, (...) que no se conforman con un lenguaje único ni una sola manera de mirar o contar. O tienen tanto que contar que un único medio no les es suficiente. No les alcanza con un solo lenguaje y recurren a otros para expresar, quizá con más facilidad, lo que una sola herramienta no les permite decir. Por eso, nos encontramos en muchos casos con escritores que pintan y con pintores que escriben. Es más, en muchos casos no podemos distinguir dónde acaba el pintor y dónde empieza el escritor y viceversa”.
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El día de la inauguración estuvo la directora del museo, María Moreno, quien afronta un problema de salud que la alejó de las funciones en los últimos meses. Su presencia, física y aurática en un cuadro de Daniel Santoro (la tiene en el centro de la escena, mejor dicho, de la mesa) amadrinó los desvíos, los cruces, los juegos y las fisuras de las teclas de expresión por donde filtraron otras formas.
Otra de las voces que cortó la cinta de largada, fue la de Juan Sasturain, actual director de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. De pie, con el catálogo en la mano y moviendo mechones canosos al hablar, dijo: “La infidelidad no es para cualquiera. Para serle infiel a la escritura pintando, hay que haberse primero comprometido, hecho el amor y amado el texto. Y para traicionar el trazo con el signo literal, hay que haber primero entregado el corazón a la pintura o el dibujo. No hay traición si no hay nada que romper, algo que forzar. No es lo mismo trampear o ser veleta, que saltar el cerco con algún desgarro en el camino. No se excluye en esta idea, que puede sonar un poco trágica, la idea de lo festivo y del gesto suelto. Lo confirma en lugar de contradecir”.
La estética pop, festiva, erótica, amistosa e infantil, es propia del contenido y las formas de las obras exhibidas. Como si la infidelidad a un proyecto propio, la apertura a nuevos materiales, la entrega al amateurismo de una disciplina de la que escritores y pintores aún no conocen sus secretos, les permitiera jugar sin finalismos, sin importar los resultados; un misterio donde es más importante estar que resolver. Infieles. De escritores que pintan o pintores que escriben saca del closet obras que nacieron para no ser expuestas y palabras que fueron escritas para no ser leídas. Lo que estaba en las sombras ahora está a la luz. Como escribió en el catálogo la curadora Magdalena Testoni: “La infidelidad se presenta; lo que estaba oculto ahora está a la vista, es el secreto peor guardado. En este caso, hace falta tan solo correr la túnica de terciopelo, tan pesada como la verdad, para inmiscuirse en la ficción de otrxs”.
Si andan por Buenos Aires, tienen tiempo hasta finales de noviembre para ver la muestra. Solo tienen que correr el telón rojo de terciopelo y, con pasos firmes y sigilosos, entrar sin mirar hacia atrás.