Hace unos meses Francisco Casas (Santiago, 1959) se instaló en el barrio de Monserrat, ciudad de Buenos Aires. Su casa temporal está ubicada sobre la Avenida Belgrano, hacia el fondo de un edificio de departamentos antiguos. El que Casas habita es un amplio tres ambientes que perteneció a la servidumbre. Eso, a él, o a ella (prefiere que le digan en femenino cada vez que se llama por su sobrenombre, Pancho, es decir, Pancha) le parece divertido.
Resulta habitual verlo por las mañanas ajetreadas del microcentro. Se ha mimetizado bien con el barrio. Luego de su ritual mañanero con la escritura (empieza a las seis de la mañana), da una vuelta con su perra Vilca. Camina con paso lento y volátil. Conversa con el florero de Perú y Belgrano. Avanza hasta Venezuela, cruza la esquina delante de la Casa de los Ciegos. Su cuerpo flaco y esbelto, el pelo negro revuelto, y la musculosa holgada contrasta con las hordas de empleados, notarios y oficinistas que circulan en busca de comida por peso, salen a estirar las piernas o a fumar tabaco. Luego de dar la vuelta, Pancho compra los ingredientes para hacer un almuerzo o una cena. También sale seguido por vino espumante.
Muestra una botella que tiene en una bolsa blanca a sus pies. Adentro hay una botella.
—Es el gran hallazgo de la Argentina —dice con los ojos cubiertos por unos delgados anteojos de sol—. Le pido al chino que la guarde en una de las heladeras del fondo, para comprarlo bien frío. Es lo mejor que tomé acá en Argentina.
El escritor, poeta y performer, compañero de aventuras de Pedro Lemebel en el colectivo de las Yeguas del Apocalipsis, está sentado afuera de un café, uno de estos nuevos locales de especialidad que aterrizaron como ovnis en la ciudad de Buenos Aires arrastrando con ellos el olor de la gentrificación y la novedad neoyorkina. Pero Pancho no pide nada raro. Quiere solamente un expreso. Cruza las piernas flacas. Sin quitarse los anteojos negros, prende un cigarrillo.
La razón por la cual está en Buenos Aires no es del todo clara, y no quiere oscurecer agregando datos que pretendan aclararla. Casas residió los últimos ocho años en Lima, Perú. Una noche de copas le comentó a su amigo Percy, un hombre de baja estatura, hombros anchos y pelo largo con rastas, que tenía que viajar a la capital de Argentina. Percy lo envalentonó, y le dijo: “Pero Pancho, tenemos que ir, ¡por tierra!”. Que sí, que no, que la noche siguió el devenir de más copas y delirios. Al día siguiente, con una resaca tremenda, Pancho vio un significativo recorte en su cuenta bancaria. Lo llamó a Percy desesperado, quien le respondió: “Pero claro Pancho, ¡si nos compramos una camioneta!”.
Ahí estaba en la vereda: una Volkswagen, la clásica combi. Pancho la ploteó con una imagen de él desnudo sobre un martillo y una hoz, en homenaje a su amigo Pedro Lemebel. Cuatro mil kilómetros, el cruce de la cordillera de los Andes (con un intento fallido), siete reparaciones de motor, varias pinchaduras, y dos meses después, la camioneta llegó a destino. Fue su último viaje. Pancho y Percy, como un Quijote con su Sancho, la dejaron fundida en la ciudad de Junín, provincia de Buenos Aires. Un ritual, unas rosas y unas palabras para el funeral hicieron los honores al difunto Rocinante de cuatro ruedas.
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Francisco Casas tiene seis libros de poesía en Chile y dos libros publicados en Argentina, en la editorial Mansalva, dos “artefactos perfectos”, como señala su editor el poeta Francisco Garamona. La noche boca abajo narra la vida de un hombre a la deriva en noche limeña “un implacable soliloquio introspectivo, una nouvelle descarnada y brillante, un viaje en búsqueda de la felicidad”. Yo, yegua, por otro lado, mezcla de géneros, híbrido hasta la médula, el libro-objeto que introyecta Casas en la literatura contemporánea es un reverso alucinado de su experiencia. Un mundo alucinante siempre al borde del barranco y desbarranco. Casas tiene un nombre para eso:
—Yo hago literatura expandida –dice—. No hay forma de encasillar porque no es crónica, no es novela, no es poesía. Es una especie de devenir. Es un devenir-texto. Me importa más el texto que la escritura. Me importa más la gramática que la oración para constituir textos, textualidades. Es una máquina de textualidades.
—¿Qué diferencias hay en la concepción de la escritura entre cómo la concibe un escritor y cómo la concibe un artista?
—Es muy difícil, o al menos es muy difícil para mí pensar en los términos en los que tú te refieres, o lo que tú piensas que es un artista. Siempre lo vas a escuchar o a entender de otra manera. En mi caso particular, yo vengo de la literatura por estudios, pero vengo de la performance por oficio. Entonces hay dos cosas que se mezclan. El lenguaje del cuerpo que yo ocupo para expresar ciertas situaciones, que en general es arte político. Y la literatura. Y en la conjunción de estas dos cosas, hace que sea expandido. Mi cuerpo va a estar siempre involucrado en la escritura, sin ser biográfico o autobiográfico. Es otra cosa. El género de la autobiografía me parece bastante burgués.
—¿Por qué?
—Estás contando tu historia y tú sabes que hay un interés en tu historia biográfica. Y no haces otra cosa que complacer a un lector que espera eso.
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La biografía de Pancho Casas es también un punto de expansión que puede condensarse en una serie de eventos particulares. Francisco Casas: el joven estudiante de literatura que no tiene un recuerdo exacto, pero sabe que, desde siempre, siempre, siempre, la literatura estuvo presente con él. Francisco Casas: el hijo de un comunista católico quien le regaló el libro de Juana de Arco. Francisco Casas: el chico que llegó a la gran ciudad para convertirse en poeta.
A mediados de los años ochenta Santiago de Chile estaba plagado de poetas y, en un contexto poco usual, plena dictadura de Pinochet, se abrió una serie de carreras en la Universidad Arcis.
—Ahí se daba Sociología, Filosofía, Psicología —dice—. Puras cosas inútiles.
Una amiga lo disuadió para que se anotara en la carrera de Letras. Él no podía pagarla, pero, pensó, ¿quién podía estudiar esa carrera? Nadie. Así que postuló y quedó. Beca completa. La particularidad que tenía la carrera, dice Casas, es que las clases las daban profesores que estaban volviendo del exilio. Que habían dejado Chile con un título de profesor, y volvían al país con chapa de doctorados cinceladas en las mejores universidades del mundo. Aparecieron Diamela Eltit, Nelly Richard, entre otros nombres importantes.
En ese contexto, opuesto a una tradición poética anterior de machos supuestamente alfa (Enrique Lihn, Pablo me-gusta-cuando-callas Neruda, Vicente Huidobro), aparece un nuevo movimiento poético que surge durante el primer Congreso de Literatura Femenina, comandado por la licenciada en Economía Marisol Vera. La premisa que aunaba a varias mujeres era la idea central del texto de Virginia Woolf en Un cuarto propio: si no hay lugar dentro de la tradición, hay que crear un espacio de debate y de producción literaria con sus paredes bien definidas. “Cuarto propio” se llamó la editorial que comandaron este grupo de mujeres en donde aparecieron los primeros textos de Pedro Lemebel, de Diamela Eltit.
—Publicaron un sinfín de cosas que eran impublicables. Ni siquiera podían distribuir los textos porque nadie los tomaba. Empezaron a distribuir al extranjero.
Casas empezó a hacer cursos de literatura con ellas. Y de escritura. Los primeros textos de Pancho Casas cautivaron a la directora de la editorial que le propuso publicarlo. Sodoma mía fue el primer libro de poesía homosexual que se publicó en Chile, con un prólogo de Soledad Bianchi, una de las especialistas más renombradas de la obra de Pedro Lemebel.
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Francisco Casas sufrió mucho en las clases en la Universidad. Los compañeros no toleraban sentarse al lado de un homosexual. Cuando él entraba al aula, el resto se paraba y dejaba el lugar. Se dijo: voy a redoblar la apuesta. Empezó a asistir a las clases vestido de mujer como una campesina pobre, a lo Violeta Parra. Empezaron a mirarlo diferente. Si alguien le gritaba algo en voz alta, Pancho pedía permiso para hablar al frente y enfrentaba a quien lo agredía. Lentamente se fue ganando el respeto
—Bueno —dice sin modestia—. Se dice que Pedro y yo fundamos los movimientos homosexuales en América Latina.
En ese contexto, Francisco Casas conoció a Pedro Lemebel en la Sociedad de Escritores. Usa adjetivos para definirlo:
—Raro, Pedro Lemebel. Fea, malhumorado. Hippie. Vendía cosas en la calle. Me acerco y me ofrece un afiche del Che Guevara. Y yo le digo, ¿no tendrás uno de Miguel Bosé, linda? Algo le voló la cabeza al Pedro.
Se vieron varias veces. En tertulias, encuentros esporádicos, en la universidad. Estaban todos “arrunchados” en las casas de estudiantes. Lemebel los iba a ver, los frecuentaba. Era más grande.
Hasta que, dice Pancho Casas, en la apertura a la democracia (“Siempre en Chile estamos en ese camino”) ocurrió el primer Congreso Comunista después de la dictadura militar. Ahí se organizó un inmenso encuentro en el Estadio Santa Laura (hoy llamado Victor Jara, nada más ni nada menos). Pedro y Francisco habían hecho sus primeras intervenciones. Eran de temer. Se había armado un partido para apoyar a la democracia, la Concertación. Hubo un acto e invitaron a todos los intelectuales bajo la premisa de “Intelectuales por el cambio”.
—Los invitaron a todos, menos a Pedro y a mí. Fueron todos nuestros amigos, menos nosotras.
Pedro Lemebel había estudiado artes plásticas. Era muy hábil dibujando. Podía falsificar las cosas más increíbles. Consiguió invitaciones para el acto de proclamación del candidato de la Concertación a presidente de la República, Patricio Aylwin. Y le dijo, “Cachita”, vamos. Mandaron a hacer unos lienzos gigantes que decían: “Homosexuales por el cambio”. Se pusieron unos corsets, ropa antigua de cabaretera, “mugrosas, mugrosas”. Eran cosas, dice Pancho, de circo pobre, de travesti pobre. Se pusieron esos corsés y arriba unos abrigos de caballero con sombreritos. Se sentaron entre los ministros. Por el altavoz se anunció al candidato, y ahí ocurrió; el hecho artístico.
Pancho y Pedro dieron un salto y se subieron al escenario.
En un rápido movimiento, toda la izquierda chilena, agrupada en un mismo lugar con intenciones de mirar al futuro y de reorganizarse, tuvo que hacerse cargo de la primera disidencia política que había puertas adentro. El closet se abrió y no todos estaban dispuestos a afrontar que los tiempos en los ochenta estaban cambiando.
—Quedó una cagada que casi te mueres —dice Casas a las risotadas. Un colectivo le surca por la espalda en la esquina de Perú y Chile, barrio de San Telmo—. Nos cagaron a patadas. Lo que nos hicieron a nosotras, a las Yeguas, fue el primer acto de censura ocurrido en democracia.
Lo que recuerda Pancho luego es caótico, expandido. Pedro Lemebel y él son empujados del escenario, las abuchean, las tironean. Mientras Pacho recuerda, las palabras salen a borbotones de su boca, aunque no pierde el rumbo ni la claridad del relato. Lo que recuerda sin embargo quedó congelado en la Historia. Es una imagen, Pancho, aunque no esté en internet. En la imagen se lo ve a Ricardo Lagos, a su lado está Francisco Casas vestida como una cabaretera barata y del otro, Pedro Lemebel, con la lengua afuera, le estampa en la boca un beso histórico a quien se convertiría en el presidente de Chile de 2000 a 2006.
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—Esperate, esperate —dice Pancho.
Mira la hora: son las dos de la tarde. Invita a seguir la charla en la casa, a pocas cuadras del lugar. Tiene que recibir a la dueña de una galería y se tiene que preparar para una nota que le van a hacer del MoMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York) en la Fundación Proa. La vida agitada de Pancho Casas parece expandirse sin límite. De pronto, alza la voz:
—¡Naty!
Por la vereda pasa caminando la poeta y performer Naty Menstrual. Ella y Fernando Noy fueron quienes recibieron a Pedro Lemebel la última vez que estuvo en Buenos Aires dando una de sus magistrales conferencias en el Malba.
—Estái desaparecida —dice Pancho a Naty, cuando se acerca a la mesa.
—Vos estás desaparecida —responde Naty con una voz seca y áspera.
Conversan un rato. Se ponen al día. Se ríen a los gritos. Hacen el quién es quién de la noche porteña por unos breves minutos hasta que Naty se da la vuelta y sin saludar se mete en el café de al lado; un museo de cámaras fotográficas que despacha cafés lavados. Pancho Casas se pone de pie e invita otra vez a comer: hay arroz con frijoles que aprendió a hacer en México, el tiempo que vivió allá y trabó amistad con, entre otros escritores y referentes, Carlos Monsivais. Además, dice, tiene vino espumante para el almuerzo.