Un pasillo al fondo, típica puerta del Abasto, centro de la ciudad de Buenos Aires, este es un barrio que guarda una larga y extensa tradición teatral. La puerta de la casa conduce a una sala mítica llamada Espacio Callejón. Javier Daulte espera sentado en una banqueta de una habitación reformada que podría parecer un bar de época o la habitación de una casa vieja. Una larga barra divide al medio el espacio y se afianza sobre un piso de pinotea. A espaldas de Daulte, un largo espejo le devuelve el reflejo de su espalda.
Parece cansado, Javier Daulte (Buenos Aires, 1963), con la cabeza apoyada en la mano; y no. Saluda de pronto enérgico y vuelve a sentarse. Tiene ojos grandes y los usa para mirar con profundidad. La voz suave, entrecortada, se aleja de los estereotipos de un director teatral. De lejos, se escucha el ensayo de una obra de danza.
Daulte se egresó en Psicología en la Universidad de Buenos Aires, pero muy pronto empezó a escribir teatro, y muy pronto también se convirtió en uno de los dramaturgos y directores más importantes de la escena teatral argentina. Fundador del grupo Carajá-ji, trabajó como guionista de televisión para la productora Pol-Ka y fue autor de obras teatrales importantes como La escala humana, Nunca estuviste tan adorable y La felicidad, entre otras, estrenadas en toda Latinoamérica y España.
Mueve la mano, espanta un posible mosquito con dengue mientras cuenta que hace no poco tiempo atrás que compró este lugar, el Espacio Callejón. Su antigua dueña, una arquitecta y directora de arte llamada Alicia Lelouttre, decidió vender, y Daulte, quien había estrenado ahí Proyecto vestuarios y Personitas, averiguó, lo pensó y decidió comprarlo. “Un teatro no es una buena inversión”, dice. “Y mucho menos con la capacidad de sala que tiene el Espacio Callejón. Sumado a los alquileres, es una ruleta rusa permanente. Tenés que invertir en infraestructura, poner cables, equipos. Pero lo vi como algo familiar, están mi hijo Agustín, y mi pareja, Federico, los dos actores, entonces lo vi como algo que nos podía unir. Además, venía viajando mucho, sobre todo a Barcelona, y de pronto, tener este lugar fue como decir: ‘Vean, me quedo’”.
Y acá, en el Espacio Callejón, fue en donde pensó, desarrolló y montó su última obra, titulada El sonido. Un drama familiar, o una comedia dramática, con tintes de ciencia ficción, según como se lo mire, que vuelve a tocar temáticas que a Daulte le interesan desde siempre: la cordura en un fino entredicho con la locura, la santidad y lo religioso, los vínculos familiares que se expanden, la verdad y sus modos de pensarla.
En El sonido hay un objeto especial: un aparato capaz de detectar los sonidos que han quedado registrados en una onda sonora del tiempo. Es decir, ese aparato puede traer al presente el pasado sonoro. Olaf, un personaje enigmático de origen sueco, interpretado por Ramiro Delgado, aparece en un estudio de sonido de la ciudad de Buenos Aires, manejado por un rockero viejo (Marcelo Pozzi) y uno joven (Agustín Meneses). Trae consigo ese aparato maravilloso y busca a una mujer que lo ha contactado. Samanta (María Villar) ha sido niñera en otra vida, pero ahora está en carrera para diputada y eventualmente podría llegar a algún cargo político de mayor trascendencia. Mujer ambiciosa y rencorosa, abiertamente de derecha, quiere el aparato para fines espurios: manipular las mentes de los futuros votantes y ganar la elección. De fondo, lo que teje y sostiene la trama es una familia que mantuvo un vínculo estrecho con esa mujer: una chica encerrada en su casa que oye voces (Luciana Grasso), una hermana que cuida a su hermana menor del ruido de lo real (Paula Manzone) y un hermano que necesita aclarar las cosas del pasado insistiendo en su versión de la historia (William Prociuk).
Lo llamativo de la obra no son solamente el ritmo de las escenas ni la inteligencia de Daulte para articular con maestría los diálogos, tampoco las actuaciones ni las transiciones, sino el uso que el director hace de un elemento cohesivo dentro de la historia y que le presta el nombre para su título: el sonido. Al entrar al escenario, apenas vemos un playón y nada más. Los actores se mueven gracias a la espacialidad de las luces, pero son los sonidos, creados por los actores que salen de la escena, como si estuvieran haciendo foley (el arte de crear sonidos desde diversas fuentes para crear una impresión sonora sin faltar al verosímil), lo que captura de inmediato la atención del espectador. Vemos a los actores actuar, pero también los vemos hacer sonidos. Podemos ver la materialidad de lo que escuchamos, en un juego mágico que se da entre los cuerpos y las palabras.
- ¿Cómo fue la génesis de la obra?
- Antes de la pandemia había empezado a escribir una obra para ocho actores catalanes que tomaba alguno de estos personajes que aparecieron después en El sonido. Con ese grupo, en Barcelona, hicimos 4D Ópticos y Luz testigo. Y teníamos la idea de hacer una obra que se llamaba Ese otro lugar, que es un lugar en donde aparecen fantasmas. Después de 2022, nos dieron ganas de hacer algo juntos y me acordé de ese otro material, entonces lo retomé. Pero, cuando lo leí de nuevo, me acordé de otra cosa que se remonta mucho más atrás en mi historia, algo que tenía que ver con el sonido y un artículo que leí. En el artículo se contaba una teoría que aparece en la obra: que los sonidos quedan impresos en algún lugar. Vos ponés una pelota de tenis a rebotar por este lugar y las marcas quedan, más visibles, menos visibles, pero quedan. El sonido no suena, resuena; no solamente tiene un receptor, sino que hay superficies en las cuales impactar. Cuando lo oímos es cuando impactan en el tímpano, y luego el eco. La idea me había fascinado.
- ¿Cómo hiciste para bajar esa teoría a una historia familiar?
- Tenía una primera preocupación práctica: quería ser democrático con el elenco, que todos estuvieran empatados con protagonismo. Y así se fue tejiendo esta historia. Nos pusimos a ensayar en febrero de 2023. Desde hace un tiempo que vengo trabajando con los mismos actores y actrices. Se dio entonces como un espíritu de teatro de compañía, que es algo que tuvo Buenos Aires en una época, y que también lo tuvieron los teatros independientes. La idiosincrasia teatral occidental nace de un teatro de compañía, bajo el modelo de Shakespeare y de Molière. Eso es: personajes a medida. Recuperar el teatro de compañía no es fácil, porque no están dadas las estructuras ni los modelos de producción. Implica un sistema que, ni acá ni en ningún lado, puede funcionar.
- Pareciera haber un vínculo siniestro entre lo sonoro y los vínculos familiares. Secretos que se guardan, voces que se escuchan por detrás, ansiedades infantiles.
- Sí, son los fantasmas en realidad. Siempre se sobredimensiona lo que ocurrió en el pasado. En el caso de la historia de la familia, de la muerte de la madre, lo que ocurrió fue muy traumático para los hermanos, o fue vivido de una forma traumática por los protagonistas. Por ejemplo, cuando ese muchachito se quedaba solo teniendo que cuidar a su hermana menor —su padre los había dejado y la madre estaba internada por una enfermedad terminal, su hermana adolescente en la facultad—, él lo vive como una cosa muy traumática. Pero cuando logra despejarlo y escuchar la voz de la madre, cambia. Le da ternura y le parece simpático. Son monstruos y fantasmas que, cuando uno los encara, se da cuenta que quizás no eran para tanto.
- ¿Cómo surgió la idea de hacer foley en escena?
- Fue mucho menos previsto de lo que se puede pensar. Mucha gente me pregunta si el tema de que no hubiera nada en escenario y que estuviéramos trabajando con foley estaba en el texto como propuesta. Entiendo que, como es un elemento tan intrínseco al espectáculo, uno piense que fue concebido de esa manera. Pero no fue exactamente así. Por un lado, yo sabía que había muchas cosas que no iban a aparecer en escena, como un auto, un bar, la cocina. Pero tampoco sabía cómo lo iba a resolver.
Tenía una idea de hacer una obra, grabarla y dársela a un músico para que le hiciera música incidental. Hacer un track de 90 minutos y que la obra se haga sobre ese track. Entonces le pedí a los actores que hicieran esos sonidos provisoriamente para ensayar. Hasta que me di cuenta que eso era genial, porque veías a los actores concentrados en hacer el sonido del otro. Nos entusiasmamos con esa idea, porque había muchos sonidos que los pedía necesariamente la situación. Nos dimos cuenta que esa era la magia que tiene la obra. El sonido puede no ser perfecto, pero el espectador se hace cómplice del recurso y lo disfruta mucho.
- Vivimos en una época muy visual, quizás. La gente no está acostumbrada a escuchar.
- Por qué lo decís.
- Por el uso de celulares, pantallas sin sonido, carteles...
- La emoción entra por el oído; no entra por la vista, no. A través del sonido, aparecen los lugares. Uno puede ver a través del sonido. Se ve mucho más con el sonido que con la luz. Cuando trabajamos la puesta de luces, lo dijimos: no vamos a hacer muchas cosas con la luz, que cada escena tenga algo distinto, pero que sea muy sutil.
- ¿Qué relación encontrás entre la salud mental y el sonido?
- Hay una mirada poética y piadosa alrededor de la locura en esta obra. Yo soy psicólogo y sé lo que es un psicótico, sé lo que es el dolor de lo psíquico, el padecimiento que está en juego. Se dice de mucha gente que oye voces, pero acá efectivamente es verdad. Yo no estoy diciendo que se escuchan voces por las cañerías de las casas, lo estoy llevando a algo más espiritual. Tiene que ver con cómo es nuestra convivencia con los fantasmas, sin necesidad de entrar en ningún delirio. Esa necesidad que tiene Berta, la chica más joven, de oír, de conocer a su madre, quien murió cuando ella era muy joven. Esa voz que aparece en el final, que tiene una connotación de milagro. No podemos más que creer.
Yo no soy nada religioso, pero me interesa mucho la religión y la Biblia. Cuando le conté la idea a un amigo teólogo, me contó que el Espíritu Santo apareció con un sonido. Lo que ocurre es que, después del silencio, las personas empiezan a hablar, a entenderse. Es decir, que el advenimiento de esa cosa extrañísima que es el Espíritu Santo hace que los hombres puedan volver a hablar entre sí.
- Samanta, el personaje que persigue una carrera política y quiere el aparato de Olaf, habla de que no hay una sola verdad.
- El tema de la verdad es un tema que le importa mucho al teatro. Hay una plataforma que enuncia verdades, pero la plataforma es mentira y esa plataforma es el teatro. El mejor escenario para hablar de la verdad y de lo que la verdad es verdad, y de la creación de verdades, es, me parece, el teatro. Porque en el teatro convive la plena convicción de que lo que está ocurriendo es cierto con la plena convicción de que lo que está ocurriendo no es cierto. Lo que aparece entonces en el mismo espacio es un sistema de creencias, y eso es lo que hay que trabajar. Es verdad porque creo en eso que está ocurriendo ahí, en el momento. Creo en la misma medida en la que sé que eso no es verdad.