Artes

Joan Manuel Serrat, del Mediterráneo a Latinoamérica

El cantautor español mantuvo una relación íntima con el continente: fue, y seguirá siendo, un latinoamericano más.

Joan Manuel Serrat, en Buenos Aires, el 2 de noviembre de 2022. EFE/JUAN IGNACIO RONCORONI

En la casa donde crecí había un combinado Ken Brown con el que de niño alucinaba. Un enorme mueble de madera con una bandeja giradiscos en el centro y dos altavoces a los costados, protegidos por tapas de mimbre que solía acariciar con un temor reverencial. Mis tíos Hugo y Jorge, hermanos de mi madre con los que me unía una hermosa complicidad, me permitían usar lo que ellos llamaban “el equipo” siempre y cuando cumpliera con una estricta serie de restricciones, entre ellas no manosear el mimbre de los altavoces. Pasé muchísimas horas de mi infancia parado delante del Ken Brown, incluso cuando, por mi estatura, apenas llegaba a colocar los vinilos en la bandeja con muy poca precisión y espiaba cómo giraban, apoyando los dientes en un borde de madera en el que quedaron pruebas evidentes de esa peripecia.

No había muchos estímulos artísticos más en mi entorno familiar. Tres o cuatro libros desparramados en la misma habitación del combinado (el que más recuerdo es Tus zonas erróneas, un clásico de la literatura de autoayuda del psicólogo estadounidense Wayne Dyer, cuya tapa siempre me llamó la atención) y los pocos vinilos que entraban en el reducido espacio que los fabricantes del Ken Brown habían pensado para almacenarlos. Los dos primeros por los que me interesé fueron el White Album de los Beatles y Mediterráneo, de Joan Manuel Serrat. El aspecto de John, Paul, George y Ringo en las fotos del sobre interno me sedujo instantáneamente. Lo mismo que la imagen de ese Serrat joven —en 1971, cuando apareció el disco, él tenía 28 años—, peinado como yo soñaba peinarme cuando creciera. A los 4 años no entendía mucho de lo que escuchaba: esas letras que no bien crecí empezaron a parecerme geniales —una sensación que igual se ha prolongado hasta el presente— eran en aquel entonces indescifrables para mí. Pero ponía ese disco a girar una y otra vez, embrujado por la foto de la portada, esa voz cálida y convincente y la promesa de un futuro cargado de aventuras, quizás acompañado por alguna chica como esa “Lucía” con la que mi cantante favorito vivió “la más bella historia de amor”; una azafata de Iberia de la que había quedado prendado, supe años más tarde. 

Vídeo de Joan Manuel Serrat interpretando 'Mediterráneo'. YOUTUBE

Todo este prolegómeno para hablar de Serrat y su relación con América Latina, el objetivo de esta nota. Y el asunto es este: en los setenta, los discos de Serrat estaban por todas partes. Por lo menos en Argentina, donde nací y me crie. Incluso en un hogar donde los consumos culturales se limitaban a la radio y la televisión más orientadas al entretenimiento vacuo, donde no había universitarios ni intelectuales, Serrat sonaba y sonaba. Ese cantautor romántico y comprometido que nos presentó formalmente a muchos la poesía de Antonio Machado y Miguel Hernández no era patrimonio exclusivo de lo que en mi país se conocía como “cultura psicobolche”, gente que casi siempre llevaba un morral colorido, alguna boina y una cita de El capital siempre a tiro: también podía llegar a sectores de las clases populares menos informados. En casa sabíamos que Serrat algo tenía que ver con “la política”, pero no mucho más.     

Serrat empezó a forjar ese vínculo indestructible con nosotros, los latinoamericanos, a fines de los años sesenta, una época de sueños y desilusiones, de Swinging London y luchas anticoloniales, de represión salvaje contra trabajadores y estudiantes en una Argentina que sobrevivía a los tumbos con su líder popular más convocante, Juan Domingo Perón, proscripto. Y su primer viaje tuvo mucho que ver con España, el país donde nació y en el que también aparecieron en aquellos años detractores feroces. “Todo lo que sabemos en mi país de América Latina”, decía el Nano, “está relacionado con desastres, masacres, terremotos, narcotraficantes. Es lo que nos cuentan dos o tres corresponsales”. Decidido a construir su propio relato de esa parte del mundo en la que viviría momentos muy felices, Serrat se embarcó en una gira de casi un año entre 1969 y 1970 para conocer de primera mano los lugares y la gente de la que le hablaban solo los medios de comunicación más poderosos y tradicionales. Cuando volvió, la prensa catalana, que ya le reprochaba su decisión de cantar también en español, lo recibió en el aeropuerto con preguntas sobre Víctor Manuel, otro cantante que, le aclaraban con una malicia indisimulable, había tenido buena repercusión en España durante su ausencia. El franquismo fue bastante más allá y pidió su captura por unas simples declaraciones que inquietaron al Generalísimo.  

Serrat, en concierto en Rosario, Argentina, el 7 de febrero de 1970. ARCHIVO

“Nadie es profeta en su tierra”, habrá pensado Serrat, mientras observaba con admiración cómo una canción de su autoría, ‘Para la libertad’, empezaba a perfilarse como un clásico en la parte del mundo donde el Departamento de Estado controlado por Nixon y Kissinger ponía en marcha un plan salvaje de imposición de políticas económicas regresivas y excluyentes a través de un amplio abanico de dictaduras militares que trabajaban con una coordinación asombrosa. Serrat había sido —con Joan Miró, Vázquez Montalbán, Pere Portabella y cientos de hombres y mujeres del ámbito cultural— una de las caras más visibles de la protesta en España contra el famoso Proceso de Burgos, la cual consistió en una ocupación pacífica de la abadía de Montserrat.

La noticia de aquella epopeya civil llegó a América Latina y dejó bien claro de qué lado estaba Serrat en una disputa donde la palabra “revolución” todavía tenía algún sentido desligado del mero avance tecnológico. Una canción como ‘Vagabundear’ reflejaba el espíritu del Nano y estimulaba un proceso de identificación mutua que no se detendría más, como lo prueba el suceso categórico de su imponente gira de despedida del año pasado: empezó en Nueva York, un lugar con una comunidad latina cada vez más y más numerosa, e hizo escalas en Puerto Rico, República Dominicana, México, Colombia, Costa Rica, Chile, Perú, Uruguay y Argentina, donde su poesía y su música, doy fe, marcaron a varias generaciones como parte de un menú progresista del que también han sido parte Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Violeta Parra, Víctor Jara, Alfredo Zitarrosa… En cualquier “fogón” argentino (guitarreadas al aire libre alrededor de una fogata más o menos duradera) nunca falta un tema de Serrat. 

Vídeo de Serrat cantando 'Caminante no hay camino' en Chile, en 1969. YOUTUBE

Cuando Serrat hablaba del “vagabundeo” como “una especie de exilio anticipado” porque aseguraba que no se sentía parte de ningún lugar y al mismo tiempo pertenecía a todos, el internacionalismo era un mandato de la izquierda latinoamericana. El capitalismo supo cómo metabolizar aquella consigna emancipadora y transformarla en beneficio propio: la globalización. Pero en los setenta la expectativa de cambio todavía era alta, y Serrat miraba con buenos ojos a la Revolución cubana, el Gobierno de Salvador Allende y el Cordobazo argentino. Visitaba a Pablo Neruda, que tuvo la deferencia de suspender su clásica siesta en su deslumbrante casa de Isla Negra para conversar con él toda una tarde. 

Hay mucha historia de Serrat con América Latina: el inicio de su exilio obligado de los primeros setenta en México y las 85.000 millas que hizo recorriendo ese país con un motorhome; su amistad con Eduardo Galeano (“Que tomen nota los historiadores: el autor de la segunda conquista de América es un catalán que dispara canciones”, dijo el autor de Las venas abiertas de América Latina con su habitual tono hiperbólico) y sobre todo con Mario Benedetti, cuyo fruto virtuoso fue ese disco de título emblemático editado en 1986, cuando la democracia volvía a florecer luego de la inmensa nube negra del Plan Cóndor (El sur también existe); sus versiones de canciones de Víctor Jara, Violeta Parra y Atahualpa Yupanqui; el histórico concierto de 1990 en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, símbolo de la represión del régimen del dictador Augusto Pinochet; su amor por el tango (sellado en 1970 cuando nada menos que Aníbal Troilo, un indiscutible prócer del género, lo invitó a subir al escenario del mítico local Caño 14 para que cante ‘Sur’); las felices giras con Joaquín Sabina en las que pone el foco el documental El símbolo y el cuate; sus conciertos a beneficio de las madres de Plaza de Mayo…

Con Argentina, como él ha dicho más de una vez, fue “amor a primera vista”. Basta con buscar en YouTube las imágenes del show de 1983 en el Estadio Luna Park, cuando la democracia regresaba con una maleta gigante cargada de promesas, o las del ya legendario concierto en la Plaza de los Dos Congresos en 1992, cuando el Gobierno de Carlos Menem iniciaba el proceso neoliberal que hundiría en la miseria a millones de argentinos: más de 200.000 personas gozaron de aquel espectáculo sobrecogedor, teñido por la nostalgia, el amor y la esperanza, cuando Serrat estaba presentando en sociedad un nuevo disco titulado oportunamente Utopía.

Serrat, en las revistas 'Ritmo', 'Siete días ilustrados' y 'Fotogramas'. ARCHIVO

“Vengo a despedirme de los escenarios, no de la gente, ni del país”, dijo el querido Nano en la conferencia de prensa que dio en Buenos Aires en noviembre pasado antes de empezar la etapa argentina del tour de despedida El vicio de cantar 1965-2022. Estoico, abordó a los 78 años una empresa complicada, “llena de trampas, emociones y distancias”, como sintetizó él mismo con su elocuencia habitual. Cerca de él estuvo una vez más Ricard Miralles, excelso arreglista, fiel director musical que acompañó a Serrat en buena parte de su carrera y se alejó un par de veces por enfados que ya quedaron en el olvido. Allá por 1968 Miralles tuvo la inmensa responsabilidad de reemplazar a un gran maestro —Teté Montoliu, uno de los pianistas de jazz más importantes de España, fallecido en 1977—, cuando recién estaba librándose de los deberes del servicio militar en Mallorca. “Empecé sin pena ni gloria, pero poco a poco fui ganando mi espacio”, recuerda ahora este músico veterano que ideó muchas orquestaciones exquisitas para que la poética de Serrat fluya y levante vuelo. También reconoce en su ilustre socio “una inspiración melódica digna de cualquier gran compositor, incluso los clásicos”. Las melodías que encuentra son ejemplares, dice Miralles, y claro que sabe de lo que habla. Destaca esa capacidad natural del Nano y también su autenticidad: “Cuando escribe, es auténtico. Cuando canta, es auténtico. Siempre es auténtico. Y, sobre todo, lo es cuando se comunica con el público”. 

Serrat, en concierto en el Zócalo de Ciudad de México, el 22 de octubre de 2022. EFE/JOSÉ MÉNDEZ

Para mí, para muchos, naturalmente, todo empezó con Mediterráneo, un canto a la sensibilidad del sur frente a la cultura depredadora del norte. “El sur como una forma de ser, de estar en el mundo y toda una idea de la vida”, como bien escribió Margarita Rivière en su fantástico libro Serrat y su época. Biografía de una generación (1998). La larga aventura común que los argentinos de mi generación, y de otras, por supuesto, tenemos con Serrat está marcada a fuego por ese disco fabuloso, compuesto entre agosto y noviembre de 1971 en Calella de Palafrugell (Girona), Fuenterrabía (Guipúzcoa) y Cala d’Or (Mallorca), “siempre junto al mar”, como subrayó cada vez que tuvo oportunidad su autor. Con él colaboraron aquella vez, en los arreglos y la dirección musical, Juan Carlos Calderón, Gian Piero Reverberi y Antoni Ros-Marbà. Los menciono porque entre todos fabricaron una obra maestra inoxidable.

En ese sur amplificado que simboliza el paisaje sentimental del disco, en esos mismos países latinoamericanos donde fue recibido con alegría, cariño y los brazos abiertos hasta donde llegan, Serrat también fue prohibido y censurado. Perseguido, como miles y miles de ciudadanos indefensos. Fue y seguirá siendo por siempre, en suma, uno más de nosotros.   

Periodista. Redactor jefe de Ciclosfera y colaborador de la emisora de radio El Destape y de La Agenda de Buenos Aires, ha trabajado en medios como Agencia Télam, Clarín y Radio Nacional y publicado en revistas como Los Inrockuptibles, Rolling Stone y El amante. También ha codirigido la película Ocio (2010) y escrito diversas obras teatrales.