El lobby del Teatro Luis Peraza de Caracas está vacío. Es muy temprano, falta casi una hora para que arranque la función, pero ya llegaron Elvira Llovera y José Gregorio Pernalete. Hoy verán el estreno de la segunda temporada de Unas veces se gana, otras se pierde, una obra que cuenta la vida de su hijo. Más que un montaje teatral, esta es para ellos una ceremonia que duele y, al mismo tiempo, alivia. Duele, me dicen, porque es duro revivir esos momentos en los que el mundo que conocían se les hizo añicos; y alivia, porque en la búsqueda de justicia han encontrado una misión que los mantiene en pie.
“No queríamos que esto pasara, pero pasó. No nos queda más que trabajar por la memoria. Para que estos hechos no se repitan; para que otros padres no tengan que vivir esto. Aquí estamos reuniendo fuerzas. No es fácil”.
Que no es en un escenario teatral donde querían ver a su muchacho, me dicen, acentuando la paradoja que supone que estén aquí hoy. Que a él donde querían verlo era en las canchas o graduándose o casándose o, mejor, lejos de todo público, siendo feliz con sus perros en la medianía de la vida que transcurría sin mayores sobresaltos.
Pero no en las tablas.
No aquí.
Bajo la luz de los reflectores, ante sus ojos, con la magia del teatro, Juan Pablo Pernalete cobrará vida en unos minutos.
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Tenía 20 años. Gracias a una beca de excelencia deportiva, estudiaba la carrera de Administración en la Universidad Metropolitana de Caracas. Cuentan que jugaba muy bien al baloncesto. Cuentan que amaba a los animales. Cuentan que era un buen compañero, un líder por naturaleza. Cuentan que el 26 de abril de 2017 se levantó temprano, desayunó dos arepas con mantequilla y queso rallado, y después se fue a entrenar a la universidad. Al terminar la práctica, como no tenía carro (pues había vendido el suyo para ayudar a comprar el costoso y escaso tratamiento de quimioterapia que necesitaba su hermana, enferma de cáncer), una amiga lo llevó de regreso a casa.
Él le dijo que en la tarde saldría a protestar, y ella, un tanto preocupada, le pidió que se cuidara porque ya habían matado y herido a muchos. Aquellas marchas eran reprimidas con la fuerza de una bestia por organismos de seguridad del Estado, dejando a diario un parte de guerra (entre abril y julio fueron en total 157 fallecidos en Venezuela, casi todos menores de 30 años). “Con el tiempo, vas a encontrar tus motivos para marchar”, le respondió Juan Pablo a su amiga, aquel día de abril en que una bomba lacrimógena impactaría en su pecho y lo mataría.
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Acaso como si estuvieran en el living de su casa, Elvira y José Gregorio van recibiendo a quienes llegan al teatro. La gente los aborda y los abraza efusivamente. Él graba un video para las redes sociales; ella toma algunas fotos. Al rato, la producción permite que el público entre a la sala. En la puerta, el dramaturgo Elvis Chaveinte le estrecha la mano a la gente; y al otro lado del escenario, la directora Rossana Hernández les da indicaciones a los actores que están en el escenario haciendo un calentamiento coreográfico. Son jóvenes integrantes del grupo de teatro Thespis, perteneciente a la Universidad Metropolitana, la misma en la que estudiaba Juan Pablo. Elvira y José Gregorio ingresan de últimos y se sientan en primera fila.
Desde donde estoy, apenas puedo verlos.
De pronto cambia la iluminación.
Hay un silencio largo, espeso, solemne.
Y entonces arranca la función.
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La realidad atraviesa la obra.
Guiados por dos profesores llamados Elvis y Rossana, el grupo de teatro Thespis, como parte de una dinámica para explorar la memoria colectiva, decide contar la historia de Juan Pablo Pernalete en un ejercicio actoral. Ese es el punto de partida.
Los integrantes de la agrupación muestran en escena cómo avanzan en un acucioso trabajo de campo. Parecen más bien reporteros: entrevistan a los padres de Juan Pablo, a los amigos de él, a los compañeros del equipo de baloncesto, al rival de una selección distinta a la que pertenecía, a la chica que lo llevó de regreso a casa aquel día, a los chamos con los que marchaba esa tarde fatídica.
En el escenario, van contando pormenorizadamente la investigación que usarán para su práctica actoral. Ejercicio que es, al mismo tiempo, el montaje que estamos viendo. Así conocemos a Juan Pablo y a su familia. En un entramado de líneas temporales que se cruzan, esos jóvenes interpretan a los miembros de un grupo de teatro (lo que son en la vida real), y a ratos encarnan a Juan Pablo y sus amigos. A veces, Elvis y Rossana son Elvis y Rossana, y a veces son José Gregorio y Elvira, los personajes de esos dos señores que están en primera fila viéndolos: viéndose.
Acudimos, pues, a la reconstrucción de una vida.
A versiones de los hechos que apagaron esa vida.
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Un grupo de manifestantes se concentra en Altamira, en el este de Caracas. La Guardia Nacional Bolivariana les arroja bombas lacrimógenas a quemarropa. Una de ellas, impacta en el pecho de un jóven. “Papi, papi, despiértate estás desmayado”, tratan de auxiliarlo sus amigos. No reacciona. Lo cargan. (“Cuando uno carga a alguien, esa persona te ayuda con el peso pero cuando lo cargamos para subirlo a la moto, el peso completo lo llevábamos nosotros”, dice uno de los testimonios en escena). Lo llevan a Salud Chacao, el dispensario médico de la Alcaldía. No dejan pasar a los amigos. “Solo familiares, solo familiares”. La información de que un estudiante de la Universidad Metropolitana ha sido herido se hace viral en las redes sociales. Los padres se aproximan a la medicatura porque alguien les avisa que su hijo está herido. A veces el cerebro tarda en asimilar noticias como esa que va a recibir Elvira. El alcalde del municipio, que ha llegado a esa sala de urgencias, le informa que el joven está muerto. Pero ahora en la obra vemos que ella, ante la camilla en la que yace el cuerpo sin vida, cree que Juan Pablo está dormido, y le pide que se levante, que la acompañe de regreso a casa, que vayan juntos a darle de comer a los perros.
Pero finalmente se rinde.
Quedamos entonces ante un llanto explosivo, hondo, que conmueve y que contagia un poco: tengo lágrimas en mis ojos; hay lágrimas en los ojos de algunas personas que me rodean.
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—Tengo guardada su tarjeta de control de niño sano, la ropa con la que lo sacamos de la clínica, el ombligo de Juanpi, el primer mechón que le cortaron, todos sus dientes de leche. Un orden que he ido aprendiendo con el tiempo; el mismo orden con el que recuerdo cada vista al Ministerio Público, a pesar de los seis años de retardo procesal, así como recuerdo con precisión cada visita del ratón Pérez —dice el personaje de Elvira ante la Organización de los Estados Americanos.
—Ese muchacho no se dejó enterrar —agrega el personaje de José Gregorio—. Se tuvieron que hacer seis certificados de defunción. Sin contar el retardo procesal que impidió que fuera enterrado al día siguiente. Y por esa presencia tenaz de Juanpi, porque murió, es que lo mantenemos vivo.
—Tenemos todas estas reliquias familiares: esta lamparita de estudio que los funcionarios del Ministerio Público vieron como un artefacto explosivo; las proteínas en polvo vencidas, que también querían anotar como polvos explosivos; las Crónicas de Narnia, que quizá sirvieron de inspiración para planes desestabilizadores. Y el morral que es una prueba más de que en nuestra casa vivía una víctima (…) 30 fotos de Juanpi repartidas por la casa es lo que nos queda. Eso, y nuestros recuerdos, es lo que llena los metros cuadrados de hogar, ya sin la muchahera de los fines de semana, sin la graduación, sin los nietos que soñamos, sin los muebles que vendimos, sin nuestros trabajos… porque ahora solo somos los papás del joven ese al que mataron en la marcha… con ese título ya nadie nos da trabajo, y los ahorros se acaban.
—Nuestra vida se partió en dos. Antes del 26 de abril de 2017 y después de ese día, la cotidianidad ya no comienza como las primeras horas de ese 26 de abril. Los sábados estaría bañando a sus seis perros, estaría oyendo música y planificando qué hacer después… es decir, mi muchacho, nuestro nuestro muchacho, estaría vivo.
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Horas y días después de la muerte de Juan Pablo Pernalete, diputados oficialistas, el entonces ministro de Comunicaciones y hasta un periódico de circulación nacional difundieron la versión según la cual a él lo habían matado con una pistola de perno cautivo. Se insinuó, incluso, la hipótesis de que el responsable debió haber sido uno de sus compañeros.
Pero tres años después, el Fiscal General del régimen, Tarek William Saab, admitió que la causa fue el impacto de una bomba lacrimógena.
“Al principio, nosotros estábamos paralizados por el dolor”, me dijo José Gregorio antes de que comenzara la función que acaba de terminar. “Fue después que agarramos fuerza. En eso estamos. Pero es duro”, agregó Elvira y se les quebró la voz. Pero ahora, que están en el escenario dando las gracias por no olvidarlos ni a ellos ni a su hijo, hablan con aplomo y serenidad. Y cierran con esa verdad que los mantiene firmes: “Enterrar a un hijo nunca tendrá nada positivo, pero para nosotros contar esta historia tiene todo el sentido del mundo, hay que hacer memoria, que otros padres no pasen por esto”.