En el desierto de Mojave, en el Joshua Tree, hay pueblos fantasmas recuerdo de la Fiebre del Oro y pequeñas colinas de roca desnuda y ovalada que a menudo parecen cuerpos humanos encogidos tostados bajo un sol inclemente.
Laura Aguilar camina entre los árboles de yuca con su carne morena siendo acariciada por la brisa de las primeras horas del amanecer —hace mucho que nadie la toca, excepto la naturaleza— ; se ovilla junto a una formación de cantos gigantes y se funde con ellos. La lente de la cámara apresa el momento en que Laura se transforma en roca.
La artista tenía en torno a los 47 años cuando realizó la serie Grounded en el Joshua Tree; llevaba desde mediados de los años noventa tomándose autorretratos en el desierto y esa forma salvaje de hacerse paisaje la salvó de la depresión.
“Ella era una con la naturaleza”, recuerda su mentora y albacea artística, Sybil Venegas, en un reportaje de la cadena KCET. “Laura creó este linaje”.
Una artista sin horma
De ascendencia mexicoamericana e hija y nieta de recolectoras de piedras que crecieron en el valle de San Gabriel de California y jamás abandonaron el lugar, Laura Aguilar (San Gabriel, 1959 - Long Beach, 2018) siempre buscó la manera de abrazar sus raíces haciendo suyo el apelativo chicanx, que para su padre, que había vivido la segregación y la precarias condiciones de trabajo de los mexicanos en los años cuarenta y cincuenta, seguía siendo un insulto, pero que el activismo campesino y universitario de dos décadas después consiguió convertir en símbolo de orgullo: larga vida a los hijos de Aztlán.
El rancho en el que vivió hasta su fallecimiento a los 58 años —había sido diagnosticada de diabetes 20 años atrás— estaba lleno de esos cantos gigantes que había recogido su abuela.
La muerte le llegó demasiado temprano; la fama, demasiado tarde. Es la gran paradoja de muchos artistas. Sin embargo, Aguilar logró cerrar el círculo y se alzó como una pionera al transgredir los cánones del desnudo femenino y poner en jaque los prejuicios y la cosificación del cuerpo de las mujeres; especialmente los cuerpos morenos y grandes como el suyo. Algo que la historia del arte estadounidense supo reconocer, como siempre, con retraso.
Ahora una retrospectiva de su obra, Laura Aguilar: Show and Tell, comisariada por Sybil Venegas, quien fue la maestra de la artista durante su breve formación en el East Los Angeles College, se exhibe en el Leslie Lohman Museum of Art de Nueva York hasta el 26 de junio.
Una exposición que llega con cuatro años de demora y que se inauguró en 2017, tan sólo un año antes del fallecimiento de la fotógrafa, en el marco de una colosal extravagancia de la Fundación Getty —lanzar más de 70 exposiciones simultáneas de artistas latinos en Los Ángeles—, y que después recaló en Miami y San Francisco.
Aunque muchos han simplificado las aportaciones de Laura Aguilar al arte y especialmente al arte chicano como un exponente del body positive y la fotografía boudoir, sus contribuciones son tan grandes como su figura, e igualmente su lucha por encajar en el mundo hasta que comprendió que tendría que inventar su propia horma.
El espejo de los demás
El arte ha sido para muchos una forma de afrontar las limitaciones de una sociedad que reacciona con violencia a la diferencia. Laura se sintió incomprendida desde la escuela porque leía y hablaba con dificultad; padecía una dislexia auditiva que no le diagnosticaron hasta los 26 años y que gracias a su hermano, que le enseñó a revelar películas en el instituto, canalizó hacia la fotografía para superar su timidez y comunicarse con el mundo.
“Empecé a fotografiar artistas porque quería conocer a gente y ellos están mucho más abiertos a hablar de ellos mismos”, recordaba la artista, quien, en los años ochenta y en un ambiente académico y de subcultura, se sumergió en la efervescente vida artística chicana y latina del este de Los Ángeles. Al mismo tiempo que encontró una comunidad que la hermanaba.
En series como Lesbianas Latinas, Aguilar retrató a sus nuevas nuevas amigas, mujeres queer y lesbianas angelinas que añadieron sus propios pies de foto en un proyecto muy cercano a la antropología cultural y sobre las que Laura escribió: "No me siento cómoda con la palabra Lesbiana, pero cada día que pasa me siento más cómoda con la palabra LAURA”.
En 1992, sin haberse reconciliado del todo con una sexualidad que siempre, de acuerdo a los críticos, fue conflictiva para ella, Laura tomó retratos a la clientela del Plush Pony, un bar de lesbianas de la clase trabajadora, la mayoría latinas.
Mientras tanto, exploraba otras facetas de su identidad como mujer chicana fotografiando los disfraces del Día de Muertos de los jóvenes artistas del este de Los Ángeles y en series como How Mexican is Mexican, de 1990, en la que retrató a mujeres chicanas -ella incluída- que dejaron anotaciones en las imágenes. En la suya decía:
“Mi madre me dijo que hagas lo que hagas en la vida, lo único que la gente verá es el color de tu piel. Pasé 20 años sintiéndome avergonzada, pero eso fue entonces”.
Las Lauras de Laura
Fruto de su incomodidad con la asunción de una identidad unívoca y asfixiante es su obra más política y conocida, el tríptico Tres águilas volando. En ella, Aguilar aparece desnuda hasta la cintura, con la cabeza envuelta en la bandera nacional mexicana y la parte inferior del cuerpo rodeada por las barras y estrellas de Estados Unidos, en tanto una gruesa soga está anudada a su cuello y le ata las manos.
“Se trata de una obra profundamente personal”, escribió su mentora, Venegas, “que se basa en las emociones conflictivas que Aguilar experimentó de niña cuando carecía de la capacidad de expresar verbalmente sus reacciones ante la dinámica de su familia, la relación con su madre, la pérdida de su abuela, el color de su piel, su peso corporal, sus limitadas habilidades lingüísticas en inglés y la falta de español, y los retos de navegar por su identidad racial y cultural, como mexicana, mexicoamericana y estadounidense”.
Estratos. Capas. Pesos identitarios que son mitad constructo y mitad azaroso destino y en los que Aguilar se adentró y sopesó con su cámara como brújula, aunque a veces la llevase por caminos cenagosos y oscuros. Adentro. Muy adentro.
Acarició el suicidio y lo mostró con cruda honestidad y un revólver apuntando a su boca en Don’t Tell Art Can’t Hurt. También la depresión que arrostró y de la que dejó constancia en videos como Talking About Depression 2, una pieza breve de 1995 en la que Aguilar habla directamente a la cámara de su desesperación y de todas las mañanas que se levantaba furiosa con Dios por mantenerla con vida. O jugando con un cuchillo en las manos mientras reflexiona en otro video sobre el impulso de autodestrucción.
Todo ello teñido de la frustración de que su arte —que era la forma que Laura había encontrado para proyectarse hacia afuera, para contemplar esas otras Lauras en contradicción y tratar de que se reconciliasen— no fuera reconocido, y criticar de ese modo la precariedad de ciertos artistas, en realidad la mayoría. Una vez se retrató como una mendiga desaliñada en la puerta de una galería, sosteniendo un cartel que decía: “La artista trabajará por Axcess”.
Perfectamente imperfecta
Su cuerpo más que su discapacidad, o, mejor dicho, las hechuras de éste, también fueron, antes que paisaje, territorio de batalla. Y quiso sacudir al espectador, enseñarle justo lo que una sociedad obesa que fabrica sueños imposibles no quería ver: Aguilar se convirtió en Venus; lo hizo enfrentando con valentía su desnudez al escrutinio de la cámara en fotografías que destilan belleza, ironía y extrañeza como In Sandy’s Room.
Pero no fue entre cuatro paredes ni encerrada en un marco donde Laura logró llegar al final de ese tortuoso recorrido hasta su mismidad, sino en la tierra, en la enormidad sedienta del desierto del Valle de San Gabriel. Inspirada por la fotografía de desnudos de Judy Dater, y en particular por la serie Only Human, empezó a tomarse autorretratos en la naturaleza pelada, de algún modo un jardín zen.
“Las formas del desierto cambian, las rocas cambian. Me gusta este área [Joshua Tree] porque las rocas son grandes y mi cuerpo encaja en muchos sitios. Mi cuerpo es más grande que las rocas”, explicó de una forma tan adusta y sencilla como las piedras, como su propia herencia indígena, un tiempo antes de su muerte.
En sus últimos años, Laura Aguilar apenas ya veía a causa de la diabetes y se quejaba de que las sesiones de diálisis le tomaban cuatro horas diarias; pese a todo, siguió diciendo su propia verdad. Y era tan honda, tan universal, que queriendo espejarse a sí misma ha sido espejo de todos. Nosotros, los peces fuera del agua.