Suele decirse que la provincia de Mendoza, a los pies de la cordillera de los Andes, es un desierto que vive por el riego a goteo. El 80% del territorio es de arena y piedras; el resto son olivos, cultivos, papa y tradición. De tamaña escasez, como el hijo perdido de la Difunta Correa, nació Fuad Jorge Jury un 28 de mayo del año 1932. Su nacimiento ocurrió en el pueblo de Luján de Cuyo, a unos pocos kilómetros de la capital de Mendoza. Setenta y cuatro años después, Fuad pasó a la historia del cine latinoamericano y de la canción popular bajo el nombre de Leonardo Favio. Este 5 de noviembre se han cumplido 10 años de su muerte lenta, ocurrida en la ciudad de Buenos Aires.
Hijo de una actriz de radioteatros y de un descendiente de árabes, el cual regentaba prostitutas, Leonardo Favio pateó las calles de tierra de Luján de Cuyo. Vivió en tándem entre su añorada provincia natal, que sirvió de inspiración para gran parte de su obra, y la capital argentina, a donde viajó, como dice Charlie, uno de sus personajes más queribles, encarnado en el cuerpo robusto del boxeador Carlos Monzón: “Me voy a Buenos Aires, ¡a trabajar de artista!”. Una de sus tantas casas aún se mantiene en una esquina de Luján. Sirvió como locación para su tercera película, El dependiente (1969). Hoy se puede visitar y no tiene ninguna placa que lo recuerde. Es apenas una fachada de adobe de color blanco enmarcado por un cielo azul intenso que, ocasionalmente, cuando el viento sonda calienta la tierra, se llena de nubes porosas que son acribibilladas por aviones cargados de bombas antigranizo.
Luego de la muerte de su padre, Leonardo Favio pasó su infancia saltando de un reformatorio a otro, mientras coleccionaba en su acervo personal una galería de amigos y de personajes que con los años llevaría a la pantalla grande. En el libro Pasen y vean (Sudamericana, 1995), que recopila las conversaciones entre Favio y la periodista Adriana Schettini, el director dice: “Yo siempre digo que uno es los amigos que ha merecido”. Favio fue llevado a un Hogar de Pupilo en las afueras de Buenos Aires. Allí vio por primera vez una película de cowboys gracias a uno de los celadores. Los chicos quedaron asombrados, pero más los maravillaba ver que la imagen se frenaba, se aceleraba o se ralentizaba por las bromas que hacía el celador cuando manipulaba la proyección. “Ese celador era un hijo de puta, pero eso a mí me parecía maravilloso y mágico”.
Las experiencias en los reformatorios sirvieron como inspiración para su primera película, Crónica de un niño solo, estrenada en 1965. Favio había trabajado como actor, casi por casualidad, en la película El secuestrador (1958), del director Leopoldo Torres Nilson, quien lo vio caminar a lo lejos, con sus espaldas anchas y “andar de poeta”. Lo llamó a gritos para que interpretara a Berto, un buscavidas que se enamora perdidamente de Flavia, interpretada por la actriz María Vainer, quien se convirtió poco tiempo después en su primera esposa, antes de conocer a Carola Leyton, su segunda mujer y gran amor. El improvisado actor se lanzó a un set y lo primero que le llamó la atención fue una figura en el fondo que miraba por la cámara, hablaba con los técnicos, marcaba a los actores y pasaba largos ratos sentado en una silla con la mirada. No sabía que había alguien llamado “director”. Tampoco sabía que los planos podían ser pensados con anterioridad. Estar en un set le dio cierta perspectiva. Las películas eran hechas por personas. Durante el rodaje descubrió que “el cine no es difícil ni fácil, el cine es”.
Con “Babsy”, como era conocido Leopoldo Torres Nilsson por sus amigos, surgió una gran amistad. Fue él quien le prestó unas latas de fílmico virgen para que rodara su primer corto, El amigo. La copia se perdió y fue recuperada en el año 2006. Poco tiempo después de hacer el corto, Favio consiguió el dinero de unos viñedos para empezar el rodaje de su primera película. La imagen central del filme era un recuerdo: una vez había escapado de un reformatorio con la intención de pasar la Navidad con su madre. Esa situación funciona como acción central en la historia, que Favio filma con pericia conteniendo la emoción, y revelando un sutil manejo de la puesta en escena. Cuando a la película le faltaba una semana de rodaje, tuvo que acudir a un viejo amigo ladrón. El hombre le dio unas joyas para que las revendiera en el mercado negro y así pudo terminarla. “Para hacer cine hay que ser un niño y tener la fe de un demente hasta que te toque la suerte”, dijo.
Crónica de un niño solo catapultó a Favio a un circuito de cine que se había gestado en la Argentina durante los años sesenta. El nuevo cine argentino se reinventó de las ruinas de la industria. Las grandes productoras como Argentina Sono Films habían quebrado debido a los cambios políticos y los vaivenes económicos. Sus estudios se vendían como galpones y el sistema de estrellas se mudaba a la televisión o se reducía a polvo. La nueva hornada de cineastas plantaba su bandera en terreno local desde la cinefilia y un modo de producción europeo; la nouvelle vague, el neorrealismo italiano y el cine sueco resonaban en las películas de jóvenes directores como Rodolfo Khun, David José Kohon, y por supuesto, Leonardo Favio, quien siempre rehusó a ser incluido en ese movimiento, aunque no pudo negar que sus primeras tres películas —Crónica de un niño solo, El romance del Aniceto y la Francisca, y sobre todo El dependiente, una de las mejores películas de la historia—, despertaron el interés de la crítica y de los intelectuales. Favio superó a sus compañeros de generación al punto de ser comparado con François Truffaut. Para muchos sus primeras tres películas son incluso mejores que las de su colega francés. Había llegado a un techo, ahora quería convertirse en otro.
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“En mi pueblo teníamos un ciego, el ciego Renzo. Las primeras películas yo las vi a través de su voz”. Según Favio, el ciego era llevado al cine por su hermano. Se sentaban muy cerca de la pantalla, y el hermano le relataba las imágenes al otro que no podía ver. En la palabra ajena aquel mundo se convertía en un cine imaginado. El ciego volvía al pueblo y se sentaba en una acequia. A veces, a la hora de la siesta, cuando Favio no se podía dormir, se acercaba al ciego para que le contara sobre esas películas maravillosas. “Nos vimos una de Gardel de la gran flauta” decía el ciego Renzo y empezaba a contarla. “A mí me parecía que no podía ser tan lindo” dijo Favio años después. “Y Renzo mejoraba las historias, las contaba así para darme envidia porque en nuestra casa no íbamos al cine”.
El sonido y la voz siempre fueron importantes en la vida del cineasta. Fueron tan importantes que si se pregunta por Leonardo Favio en países como Colombia (en donde lo siguen por legión), Venezuela o incluso España, se lo reconoce fácilmente en su faceta como cantor popular. En esos lugares no es recordado por su destreza en el uso de los travellings, ni por la expresividad plástica que hace del primer plano, o por los movimientos abruptos de sus zoom in, o por su manejo obsesivo en las marcaciones con los actores. No: ahí se lo recuerda por canciones como ‘Fuiste mía un verano’, ‘Ella ya me olvidó’ o ‘Simplemente una rosa’, que lo elevaron al podio de ídolo popular. Empezó a cantar en 1968 y su éxito fue tan maratónico que muchos directores y colegas quedaron pasmados ante la novedad. ¿Cómo podía ser que el director de obras maestras del cine argentino, que dialogaban con lo más refinado del cine mundial, fuese un cantor popular tan grande como el mismísimo Sandro?
Favio nunca renegó de “la canción”, un mundo en donde se metió por casualidad, gracias al productor Eduardo Bergara Leumann, quien le armó una gira por Argentina, luego de que un asistente de dirección lo escuchara cantar durante el rodaje de El dependiente. De la noche a la mañana hizo mucho más dinero que con sus películas. Pero para Favio no se trataba solamente de dinero. Era un músico nato que aprovechaba al máximo sus limitaciones técnicas. Componía sus canciones con gran rapidez. ‘Ella ya me olvidó’ fue hecha en apenas 30 minutos. Incorporó a las letras de la canción melódica palabras de la lengua popular argentina, como “pibe” o el “voseo”, que se desperdigaron por todo el continente. Cantar para el “gran público” lo sacó de muchas penurias económicas, también le permitió una mayor libertad formal y expresiva a la hora de encarar nuevos proyectos cinematográficos. Su próxima película fue un viejo guion que había desarrollado para Aries, la productora comandada por Héctor Olivera y Fernando Ayala, que luego de muchos vaivenes, terminó en un cajón. Se trataba de un clásico de la cultura popular argentina: el mito del gaucho malevo, escrito por Eduardo Gutiérrez en 1880, con el título de Juan Moreira.
Interpretado por Rodolfo Bebán y otros actores del radioteatro, Juan Moreira supuso para Favio un desafío desde el minuto cero. Fue su primera película filmada en color, con un presupuesto altísimo y un equipo multitudinario. El rodaje demandó 15 semanas en Lobos, un pueblo ubicado en las afueras de la ciudad de Buenos Aires. Favio trabajó en varias escenas con luz natural y podía esperar durante horas para dar con el atardecer perfecto que reflejase la caída en desgracia del gaucho Moreira hasta su grito final. El estreno fue en 1973 y ocurrió lo inesperado: un éxito de público y de crítica absoluto. Favio veía las colas en los cines dar la vuelta a la manzana. El éxito volvería a repetirse con Nazareno Cruz y el Lobo (1975), una versión cinematográfica de un famoso radioteatro que Favio había escuchado durante su niñez. Juan Moreira se convirtió en la película más taquillera de la historia del cine argentino, superada por Damián Szifron con Relatos Salvajes en el año 2014. El estreno coincidió con la asunción presidencial de Héctor Campora y el regreso del peronismo luego de estar 18 años en proscripción.
La afiliación de Leonardo Favio con el peronismo nunca claudicó. Llegó a filmar un documental sobre el movimiento de seis horas de duración, titulado Perón, sinfonía de un sentimiento (1999). El primer encuentro entre el general Perón y Favio se dio en España en 1971, cuando el expresidente argentino, derrocado por los militares en 1955, se encontraba exiliado en su casa conocida como “Puerta de Hierro”. Favio estaba realizando una serie de conciertos en el Florida Park y luego de un show fue llevado hasta la casa del general. Cuando le estrechó la mano tuvo en su cabeza un remolino de imágenes: “Solo sé que todo se hizo para mí en cámara lenta. Me sentí como llegando a una meta, como si en ese instante hubiera llegado a la meta el pibe que fui”.
El 20 de junio de 1973, Perón regresó a Buenos Aires. Una multitud aguardaba su llegada en el aeropuerto de Ezeiza. Favio se encontraba en un hotel descansando antes de subirse al palco con la intención de dar un discurso y un concierto de recibimiento. Empezaron a sonar disparos de bala y la gente se dispersó hacia todos lados. El cantor bajó a ver qué había pasado. Un hombre gritaba mirando a una multitud cubierta de polvo y humo: “Se vienen los comunistas, ¡se vienen los comunistas!”.
Aquel enfrentamiento violento entre las distintas facciones del peronismo dejó un saldo de 13 muertos y 345 heridos. La política había cambiado en la Argentina. Años después, luego de la muerte de Perón, en marzo de 1976, la Junta Militar tomó el poder e inició un largo período de terror.
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El 24 de marzo de 1976, Leonardo Favio se encontraba en plena filmación de su sexta película, titulada Soñar, soñar. Una simpática comedia protagonizada por el cantante Gian Franco Pagliaro y Carlos Monzón sobre dos buscavidas que viajan desde Mendoza hasta Buenos Aires para hacer plata en el circo. “Puse todo mi mundo ingenio” dijo Favio. Fue su obra más personal y más querida, pero también supuso su único gran fracaso comercial y de público. Con los años, Soñar, soñar se ha convertido en una película de culto y la más apreciada por sus fieles seguidores.
La situación para Favio se volvió más compleja por su afiliación al Partido Peronista. No había fechas para tocar ni tampoco conseguía plata para encarar un nuevo proyecto cinematográfico. Una noche durmió en su oficina y por la madrugada apareció Carola junto con su hijo Nicolás en un remise. Estaba desesperada. Los militares habían entrado en su casa en la ciudad de Gonnet, habían revuelto todo y los habían amenazado a punta de ametralladora. Favio hizo los bolsos con su familia y luego de una larga gira se instaló junto con su esposa, su hijo y su hija recién nacida en el Distrito Federal, una ciudad que albergaba exiliados de diversos países latinoamericanos. “México es como una madre cariñosa para los que andan como ovejas sin pastor”.
El exilio de Favio fue largo y tuvo intermitencias, idas y vueltas. Volvió a la Argentina a fines de los años setenta y se instaló en la ciudad de Mendoza. Poco después compró viñedos en un pueblo pequeño llamado Las Catitas y se dedicó al cultivo de olivos, un negocio que no prosperó debido a la caída de la moneda nacional. Volvió a México con su familia y en un show en Bogotá se quebró el fémur al salir de una bañera. Favio decidió quedarse en Colombia y compró una casa en la ciudad de Pereira. Vivió allí por nueve años.
El regreso al cine coincidió con su vuelta a la Argentina. Gatica, el Mono (1993) fue de una una enorme labor. Vendió sus casas, viñedos y sus pertenencias para un filme del que dijo en varias ocasiones que no lo hizo feliz, pero que era “una buena película”. Basada en la vida de un boxeador de los bajos fondos que llegó a pelear en el Madison Square Garden y a ser respetado por Perón, la estructura sigue el modelo clásico de su cine: un ascenso y caída, personajes que generan empatía desde la distancia, una muerte inútil que espera al final del camino. Como siempre sucede en el cine de Favio, cada plano transpira emoción, política e Historia. La cinta tuvo un gran recibimiento y ganó el Premio Goya a mejor película extranjera de habla hispana. A pesar de la enorme cantidad de ideas y de proyectos que guardaba en su archivo personal, desde una adaptación de la vida de Jesucristo, una biopic sobre el anarquista Severino Di Giovanni y un añorado guion sobre diversos recuerdos de infancia llamado El mantel de hule, alcanzó a filmar una última película, una versión musical de El romance del Aniceto y la Francisca titulado Aniceto.
A fines de los años noventa y comienzos de los dosmil, el cine argentino había dado un nuevo viraje. Lucrecia Martel, Pablo Trapero y Luis Ortega, entre otros, formaban parte del denominado Nuevo Cine Argentino, que guardaba estrechas resonancias con el movimiento de los años sesenta. Estos jóvenes filmaron sus películas gracias al cambio en la Ley de Cine, eran venerados y analizados por una crítica renovada y ganaban premios en los festivales más importantes del mundo. Habían pateado el tablero hacia una nueva forma de producir cine, un realismo imperante por sobre los decorados, y miraban con malos ojos a directores de los años ochenta como Eliseo Subiela, Juan José Jusid y Héctor Olivera. Muy pocos directores de las viejas generaciones se salvaron del parricidio. Uno de ellos fue Leonardo Favio, que abrazó a la nuevas camadas y ayudó a muchos jóvenes en sus películas poco antes de morir luego de una larga y penosa enfermedad que mantuvo en secreto durante largos años.
Una mañana de noviembre, en plena primavera, la bandana que cubrió su cabeza ante multitudes que cantaron y crecieron con sus canciones y en rodajes traccionados a fuerza de voluntad, sangre y pasión bajó hacia esos ojos que miraron el mundo con lucidez y compasión, y que cambiaron una forma de ver y de sentir el cine en el mundo.