“Tornaviaje”, una palabra tan hermosa como precisa, da título a la exposición que hasta febrero del año que viene se puede ver en el Museo del Prado de Madrid. El término se refiere al recorrido que hicieron numerosas obras de arte de altísimo valor que llegaron a la España peninsular tras la conquista de América y hasta las independencias de los territorios americanos. La muestra reúne más de un centenar de estas piezas, entre pinturas y objetos artísticos. Lo importante: “Desde su llegada y, a lo largo de los siglos, algunas de estas obras se valoran como unas más de las colecciones reales, en igualdad de condiciones que las españolas o las europeas”, explica a COOLT el comisario de la muestra, el catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Granada Rafael López Guzmán, en las mismas salas de la exposición.
De hecho, varias de esas obras colgaron en los mismos palacios donde lo hacían lienzos de Rubens o Velázquez. Sin embargo, esta realidad parece haberse ignorado: “Solo una acusada teoría eurocéntrica —prosigue López Guzmán— explica que en las colecciones de El Prado el arte español y el europeo fueran tradicionalmente lo más apreciado, dejando el americano relegado a un elemento secundario. A esto se añadió, tras la crisis de las independencias, un lento olvidarse los unos de los otros, que en el arte se tradujo en subrayar el carácter antropológico o etnológico de las obras americanas, para marginarlas artísticamente. Pero no son obras menores y es hora ya de superar esa distancia y trabajar el reencuentro”.
Tornaviaje está aquí para aportar y ofrecer una visión más rica y compleja de la circulación y recepción de los objetos artísticos en España en la época Moderna. Para tratarla en toda su extensión, nos detenemos en una de sus obras, Los tres mulatos de Esmeraldas, y desgranamos su historia, su significado y sus curiosidades con la ayuda del comisario. Y empezamos por el final, pues es un buen ejemplo de lo que comentaba López Guzmán. El destinatario de esta pintura era Felipe III, como se indica en la propia tabla. “El cuadro lo recibe el rey y lo coloca en el Alcázar. No es visto como un exotismo. Eso vino después, con el cariz antropológico que comentaba”, explica el comisario. “Integrado en las colecciones reales, se cuelga junto con otros de carácter mitológico, histórico… Tras el incendio del Alcázar en 1734, se traslada a la Casa del Arzobispo, pero regresa al Alcázar, cuando este se ha restaurado mínimamente y antes de la decisión de construir el Palacio Real. A continuación se lleva al Palacio del Buen Retiro, donde permaneció hasta que en el siglo XIX se creó el museo de pinturas, el Museo del Prado, y vino aquí, que es su casa”, prosigue López Guzmán. De hecho, la numeración de la parte inferior corresponde a distintos inventarios: “Estando en El Prado se cedió al Museo Nacional de Arqueología en los años cuarenta del siglo pasado, y de ahí fue al de América, donde se expone desde mediados de los sesenta. De todo esto, lo importante, más allá de sus diversos destinos, es la pertenencia a la colección real y cómo, a lo largo de la historia, se valora como una pintura más de las colecciones reales”. Una historia compleja que está magníficamente estudiada por el investigador Andrés Gutiérrez.
Tres mulatos que no lo son
El cuadro se titula así, Los tres mulatos de Esmeraldas, pero sus protagonistas no lo son. Como aclara el comisario, “no son resultado de una mezcla entre blanco y negro, sino entre negro e indígena, en este caso, y por lo tanto son zambos”. Pero, claro, el cuadro ya hace tiempo que se conoce así “y no es cosa de cambiarle el nombre ahora”. Sí es correcto el origen de los tres retratados: la zona de Esmeraldas, en la costa norte de Ecuador. En este punto entra en escena Juan del Barrio, oidor de la audiencia de Quito en esa época. El oidor era la máxima autoridad en lo que se refiere a los tribunales de justicia y tenía como misión pacificar la zona, una zona complicada: “No eran infrecuentes los naufragios y, en ocasiones, grupos de negros huidos llegaban a las costas y se enlazaban con los indígenas, creando espacios prácticamente independientes que guerreaban entre ellos y resultaban de muy difícil acceso para los españoles. Son los llamados palenques”, explica el comistario de Tornaviaje. Juan del Barrio tuvo éxito en su misión. ¿Cómo lo consiguió? Estableciendo pactos y otorgando prebendas. Ahí entra en escena el personaje principal del cuadro, Francisco de Arobe, de 56 años. Los datos se conocen porque el autor del cuadro escribió, sobre las figuras, los nombres y las edades de los retratados.
“El padre de Francisco de Arobe —se sabe también su nombre, Andrés Mangache— era uno de aquellos negros huidos que emparentó con una indígena de la zona de Nicaragua, probablemente. Tuvieron varios hijos. Juan, quien mantendría el apellido, y Francisco quien en 1577 fue bautizado en la doctrina de san Mateo por fray Juan Salas, miembro de la expedición de Miguel Cabello Balboa, como Francisco de Arobe”. A través de relaciones y enlaces con los caciques y sus descendientes, estos personajes conseguían situarse políticamente hasta establecer una nueva clase social dominante. Es el caso de Francisco de Arobe, casado con la hija de un cacique con la que tuvo al menos los dos hijos que aparecen en el cuadro: Pedro y Domingo. Constan también sus edades, 18 y 22 años. “Pero lo importante es que este señor negocia con Juan del Barrio, que decide, con permiso de la Corona española, otorgarle la gobernación del territorio y reconocerle como hombre libre, como cacique, y darle preeminencias. Se acaban bautizando, como se ha dicho, reconociendo a la Monarquía y así es como a través de reconocimientos políticos se consiguió la pacificación de la zona”. Solo quedaba llevarlo a la capital, a dejar constancia del acuerdo: ese es el momento que retrata Los tres mulatos de Esmeraldas. El encargado de capturarlo: el pintor Andrés Sánchez Galque.
Colgarse la medalla (no importa en qué siglo leas esto)
Lo que cambia a través de los siglos es la tecnología y la manera, pero no las ganas de colgarse la medalla ante la autoridad que corresponda y sacar a relucir los méritos propios. Cuando los tres mulatos (o, mejor dicho, zambos) llegaron a Quito a prestar obediencia al rey, Juan del Barrio les regaló las mejores ropas de la época y con ellas fueron retratados. No contento con haberles vestido con el máximo lujo, Del Barrio se encargó de dejar claras sus intenciones en la misma tabla, recordando en una inscripción: “Para Felipe III, Rey Católico de España y de las Indias, el doctor Juan del Barrio de Sepúlveda, Oidor de la Real Audiencia de Quito, lo mandó hacer a sus expensas, Año 1599”.
En palabras de López Guzmán: “Es como tomar una foto para mandársela al rey y decirle ‘mira lo que he conseguido’. De ese modo Juan del Barrio pone en su relación de méritos que Arobe jure pleitesía al monarca, al igual que pasó con Alonso de Illescas, hijo de otro esclavo huido que también acabó aceptando el trato de pacificar esas tierras indómitas a costa de reconocer la libertad y la gobernación de esos territorios para estos personajes”.
Quizá en vista de que los mulatos protagonizaban el cuadro y que el que lo encargó figuraba también, el pintor no quiso ser menos y se animó a firmar la tabla con su nombre, lo cual era algo excepcional en la época: “Andrés Sánchez Galque, natural de Quito fecit”, se lee. Es el primer pintor americano indígena que dejó su firma y es el único cuadro que se le reconoce, a pesar de haber sido un nombre importarte en los círculos artísticos de su época.
Una obra excepcional y excepcionalmente narrativa
Se sabe que el autor de Los tres mulatos de Esmeralda pasó al menos por dos centros artísticos. El comisario explica así su periplo formativo: “En aquella época, lo que había eran escuelas de artes y oficios que organizaban las órdenes religiosas para formar a indígenas y que luego trabajaran en sus propios conventos. O sea, se combinaba una labor de capacitación y de aprovechamiento de sus capacidades artísticas”. Sánchez Galque estudió en la escuela del convento de San Francisco y posteriormente recaló en un convento de Santo Domingo, en una escuela y cofradía bajo la advocación de la Virgen del Rosario. “Ahí pudo coincidir con maestros italianos, mientras que en la anterior estuvo en contacto con dos frailes, dos personajes que vienen de Flandes y que pudieron haber aportado grabados y obras para el aprendizaje. En todo caso, en documentos de la época se habla de él como prioste, lo que indica que fue alguien importante, reconocido social y artísticamente”, dice López Guzmán.
Aparte de las inscripciones que dan cumplida información sobre los actores que intervienen en la pintura, la misma obra es un prodigio narrativo y expresivo; cuenta muchas cosas que el comisario de Tornaviaje desgrana para COOLT.
Los ropajes, por ejemplo, hablan ya de una marcada mezcla cultural. En la parte interior, las figuras de los extremos llevan “un unku, una camisa con cuello de pico que recuerda los ponchos, pero con telas muy lujosas que bien podrían provenir de Asia —podrían ser sedas o tafetán— y con decoraciones vegetales, renacentistas. De modo que tenemos una tela muy rica con un formato de confección que remite al mundo indígena”.
La figura del centro recibe un tratamiento distinto, lleva un unku que por la textura puede ser de cumbi, “un textil hecho con lana de vicuña, una tela reservada exclusivamente al inca y su familia”. Y por encima, las mantas. “¡Ojo, no son capas”, subraya el comisario. Finalmente quedan por señalar las lechuguillas, esa especie de cuello rizado, tan del gusto de finales del siglo XVI, que asoma también rematando las mangas de los jubones de los personajes retratados.
Joyas, lanzas y sombreros
En fuerte contraste con esos elementos textiles que remiten a la moda hispana de la época, los mulatos de Esmeraldas son retratados con joyas que recuerdan vivamente el mundo indígena al que pertenecen: narigueras, aretes, mocos de oro, una gargantilla… López Guzmán aporta el dato de que el tratamiento de estos elementos en el cuadro es una aplicación pan de oro purísimo, al 98%. También explica algo sobre los collares que portan los hombres: “Se ha dicho que son de dientes de tiburón, pero, si te fijas, las piezas son idénticas, del tamaño de una uña, y, si fueran dientes, cada uno sería distinto. Según las últimas investigaciones, así lo entiende el investigador Andrés Gutiérrez, son conchas de nácar, una decoración propia de la zona de mar de la que provienen”.
Otro elemento curioso son los sombreros de fieltro característicos de la época. “Existen documentos que hablan de cómo hay que descubrirse ante el rey o la persona que lo representa”, explica el comisario. Pues bien, los mulatos no solo se descubren, sino que muestran el interior. “Su intención es hacer explícito que no hay doblez, no hay segundas intenciones ni conejos en la chistera: por su propia voluntad han decidido acatar al monarca”. Eso es todo.
Finalmente, un elemento controvertido: las lanzas. “Es extraño que fueran tan largas. Un tipo de dardo más corto es el que hubiera remitido al mundo americano. Por otro lado, en algún lugar Francisco de Arobe es definido como capitán, y el elemento propio de los capitanes es la espada. No está claro por qué se usó ese tipo de lanza, quizá para marcar de alguna manera la distancia. Lo que está claro es que componen el cuadro maravillosamente con las verticales, los óvalos…”.
¿Quién da más?
Los tres mulatos de Esmeraldas es una pintura magnífica, y se goza el doble con tan magnífica explicación, pero Tornaviaje lo componen más de un centenar de obras, cada una con sus secretos, sus viajes y sus crónicas. Algunas son completos tratados de historia, como el llamado Biombo de la Conquista de México; otras, de ciencias, como el Quadro de Historia natural, civil y Geográfica del Reyno del Perú, en el que José Ignacio Lecuanda y Louis Thiébaut ilustran conceptos de geografía, física, etnología, fauna y flora. Los retratos de las familias nobles trazan una especie de crónica social de la época, mientras que otros cuadros se interesan por los elementos populares y lo hacen en detalle. De la escuela quiteña, Vicente Albán, por ejemplo, no duda en echar mano de letras para situar las explicaciones: “A. Yapanga de Quito con trage que usa esta clase de mugeres que tratan de agradar. B. Árvol llamado Capulie (…)”. Y así hasta llegar a la última: “G. Arvolito que produce las frutillas y son una especie de fresas como las de España pero muchos más gruesas y dulces”.
Junto a estas piezas de temática civil, impresionan por su calidad, belleza o expresividad las imágenes sagradas y los objetos de culto, así como el mobiliario y los diversos objetos lo hacen por su exuberancia. El resultado es un ordenado gabinete de maravillas que no defrauda: sorprende hasta dejar sin palabras al visitante como lo hizo al mismísimo Durero, al ver los objetos traídos al rey Carlos V. En su Diario de viaje a los Países Bajos (1520-1521), el pintor anotó: “Estas cosas son más bellas que las mil maravillas. Son tan valiosas que se han tasado en cien mil florines y en mi vida he visto nada que me haya alegrado tanto el corazón como estos objetos. Porque he descubierto en ellos aspectos extraordinarios y me he quedado admirado ante el sutil ingenio de los hombres de los países remotos. No sabría decir lo que sentí entonces”. Es uno de los textos de la exposición, y muchos de sus visitantes lo suscribirían.