Es el año 1991. En el Ateneo de Valencia, Venezuela, se está llevando a cabo el Salón Michelena, una de las citas artísticas de mayor importancia en el país. Luis Alberto Hernández, uno de los participantes en el certamen, se dirige hasta la oficina del director, quien le solicitó una reunión. “Te tengo una mala noticia: un loco agredió tu obra”. Un sujeto entró en la exposición, y al ver aquella pintura plagada de símbolos religiosos, empezó a golpearla. Para el artista, esa era una noticia espléndida: significaba que su obra había impactado a esa persona. Él ha visto otras reacciones ante su arte simbólico. En la ciudad alemana de Konstanz, durante una exposición, una mujer le dijo: “Esa obra me va a curar”. Al clausurar la muestra, ella apareció para comprarla: condujo dos horas desde un hospital para llegar a la galería. La mujer atravesaba una depresión severa.
La obra de Luis Alberto Hernández se nutre del legado de las grandes religiones, las etnias indígenas de América, las monarquías europeas, los pueblos africanos, los imperios de la Antigüedad, los nómadas árabes, las dinastías chinas, los alquimistas y demás corrientes culturales. Nacido en 1950 en la ciudad costera de Puerto la Cruz, el artista ha residido en varios países a lo largo de su trayectoria. Un itinerario internacional que se traslada a su obra, mostrada en decenas de exposiciones individuales y colectivas a lo largo y ancho del mundo.
El pintor nos recibe en su casa, en San Antonio de los Altos, en el norte de Venezuela. Al entrar, lo primero que se observa es la disposición de sus pinturas en las paredes, colocadas meticulosamente; y lo segundo, una inmensa biblioteca, donde conviven novelas, poemarios y ensayos sobre historia del arte, antropología, religión y filosofía.
Luis Alberto es un conversador nato, que a sus 72 años despliega una energía juvenil. La barba blanca que acompaña su piel negra sugiere una compleja experiencia vital. Aún así, su plática es tan cercana como amena.
- En los últimos años se vienen presentando muchos escándalos de “apropiación cultural”. ¿Qué opina de ese concepto?
- Yo me quité el techo de la cultura local, eso es una prisión. Cuando te planteas indagar en las preguntas iniciales que se ha planteado el ser humano a través de los tiempos, te das cuenta de que el tema es mayor. Yo busco esa intuición de qué es lo sagrado. La física cuántica ha abierto una puerta que nos muestra que hay cosas más primordiales, y que, a falta de conocimientos más verdaderos, la tradición ha llamado “Dios”. Cada tradición religiosa ha manejado lo sagrado a su antojo. Se han inventado leyendas y mitos para trabajar con lo imposible. Las religiones del libro —el judaísmo, el cristianismo y el islam— tienen una historia estructurada, pero la conexión con lo Otro es exactamente la misma, aunque varíen los discursos. Así es como lo entiendo. Por eso me parece que la verdadera identidad del mundo es la multiculturalidad, pero hay gente que se empeña en seguir fragmentando. Cada quien es libre de elegir la postura que le parezca. Si uno trata de imponer su verdad, la vuelve un dogma.
- Un símbolo es una forma que representa una realidad inabarcable. Usted trabaja con símbolos, figuras reconocibles. ¿Se vincula más con la figuración o con la abstracción?
- Yo no pertenezco a ninguna escuela. He tratado de hacer algo personal, de estar al margen de las tendencias y las modas. Lo que hago es atemporal. Hay personas que han comprado obras en alguna galería y las han regresado porque no han podido convivir con ellas. Una vez un galerista me regañó porque en una entrevista expliqué que un cliente había devuelto una obra reciente. Me dijo que cómo contaba eso, si inaugurábamos al día siguiente. Yo le contesté que estaba contento, porque para mí eso significa que la obra está viva. Quisiera que cada obra que yo realizo sea capaz de suscitar emociones pérdidas en el espectador. En una exposición he visto a gente llorando, rezando, he visto muchas reacciones. El mismo [historiador y crítico de arte] Carlos Palenzuela me comentó que él era jurado del Salón Michelena, y que, al momento de instalar mi pintura, no sabían dónde ponerla.
- Todo símbolo es de significado ambiguo e inagotable. ¿Diría que cada símbolo que usa viene a expresar una misma verdad?
- El conjunto de la obra habla de lo mismo: la intuición que ha tenido el ser humano sobre lo sagrado. Eso no se puede definir racionalmente. Trabajar con los símbolos es riesgoso porque a veces la gente piensa que esto es un catálogo de símbolos, y que uno tiene que darle una explicación de cada uno para darles una lectura, para pacificar las obras. Y no funciona así. Yo los símbolos los altero, para que no sean literales. No ando dando mensajes religiosos, sino haciendo preguntas. Quiero que mi obra sugiera, pero debe ser la lectura de cada quien, no me interesa imponer una verdad. Yo hago esto porque me alivia. Por eso las mismas escrituras que a veces uso devienen en símbolos, porque allí no puedes leer nada, pero sugieren. Son escrituras imaginarias, que parten de cualquier alfabeto —árabe, egipcio, hebreo, etc.—, pero no propongo una lectura porque yo no sé esos idiomas. Ese misterio está allí. Tú puedes conectar, significa qué hay algo vivo, que emana cosas.
- Habla de la intuición en el acto creativo, pero su obra debe tener un peso de racionalidad...
- Es absurdo decir que no hay. Todo lo que hago es investigación, pues llevo 40 años leyendo al respecto. Pero en el proceso de creación, sucede de otro modo, esa investigación queda en el caldo del inconsciente. Hay una fase de mi obra que es artesanal, hecha con las manos: preparar el soporte y todo lo previo. Eso no produce ningún dolor. Pero cuando tengo listo el soporte, con toda la experiencia, a veces no sé qué voy a hacer. Yo no trabajo con bocetos, todo empieza a suceder allí. Hay una fase donde requiero de condiciones psíquicas, emocionales. A veces prendo incienso, porque es necesario crear un ambiente adecuado. Uno puede imaginar la obra, y allí tú sabes que hay la promesa de una obra, pero entregarte para que se haga verdad es doloroso. Se da una suerte de trance donde tú te abandonas y la cosa empieza a suceder. Y llega un momento en el que sales de eso, ves racionalmente que debes mejorar, corregir, añadir, pero ya tienes la semilla. Así es como yo trabajo, con la intuición, tratando de ir a mí interior, porque eso surge de impresiones que tú has tomado de la realidad. Y vas teniendo un depósito de impresiones que llevan a una emoción. Trabajo con ese material, con información, pero el hacer es más emocional.
- Su pintura utiliza varios colores y materiales. ¿Qué importancia, e intención, tienen esos elementos?
- Yo uso el color de modo simbólico. Tú ves la preponderancia del oro en mi trabajo, ves el manejo simbólico que alude a la espiritualidad, y en ese mismo sentido, uso el negro, que es lo opuesto; son las dos fuerzas, el bien y el mal, una no existe sin la otra. Así como el contenido, también los materiales son usados simbólicamente. Cuando empecé a hacer ensamblajes, mi taller se fue llenando de objetos encontrados en la calle, y sabía que iba a usar cada uno en algún momento; pasaban años antes de eso.
Es extraño cómo transcurre el tiempo con la creación. Me ha pasado muchas veces que me he trabado con una tela porque no llega a su culminación y, años después, la retomo. Desde la percepción, el contacto con el objeto y la realización de la obra, puede pasar muchísimo tiempo. Los ensamblajes han inquietado mucho, porque trabajé con cráneos animales. Hubo una pintura que hice a la que le puse un cráneo de cabra y unas escardillas para arar la tierra; allí hay algo mayor: está la simbología del arado, sobre el dolor y el sacrificio que supone alimentar a la gente.
- En su arte, a medida que uno hace un recorrido visual, siempre aparecen nuevas líneas, nuevos símbolos, nuevos colores. ¿Esas apariciones son una forma de estimular el imaginario?
- Mucha gente me ha dicho que al ver mis obras comienzan a descubrir cosas que no habían visto antes. Sé que ese fenómeno existe porque me lo han dicho, pero no lo he buscado. Lo que pasa es que yo trabajo con capas, porque trabajo con temas misteriosos, que necesitan relevar sus elementos en algún momento. Tengo una amiga alemana que dice que con un cuadro mío tiene cuatro cuadros, porque cambia a cada hora del día. Eso de lo sagrado, de la energía superior, de la totalidad, está oculto también, y de pronto se revela.
- Sus obras son atrapantes visualmente, pero no parecen guiarse por lo que comúnmente se llama “bello”. ¿Cuál es su relación con la belleza?
- El ser humano siempre ha perseguido la belleza, busca cosas que le agraden, que le hagan sentir bien desde el espíritu. François Cheng habla de que el universo nació por el deseo de belleza del Creador. Pero esa noción de belleza que el arte ha trabajado en muchísimos de sus períodos es negada en la contemporaneidad. Y a mí me interesa la belleza porque, desde lo estético, busco emoción en el espectador, pero no la belleza tradicional, sino una vinculada con lo visión de lo trascendente. Como dice Krishnamurti, es una expresión de la belleza de lo divino.
- Dice que le gusta tanto el agrado como el disgusto hacia su obra, y que ha habido gente que la ha rechazado por el impacto. ¿Cree que su estética es desafiante?
- Yo no hago arte para complacer a nadie. Es una búsqueda personal. La belleza con la cual yo pueda trabajar estará siempre ligada a la emoción espiritual, porque el arte y las religiones tienen esa capacidad de conmover, y un arte que conmueve lo hace porque está cargado de una noción de belleza. Puede ser desafiante porque te interpela, te hace preguntas: ¿qué somos?, ¿por qué estamos aquí, ¿qué hay después de la muerte? Esas son mis reflexiones, y no hay respuestas concluyentes. No es algo que se resuelve con dos conceptos visuales.
- Su abuelo materno era un culí, un trabajador hindú que fue llevado a Trinidad y Tobago. Venezuela es un país culturalmente mestizo. ¿Cómo influyó eso en su obra?
- Mi interés por la religión estuvo desde siempre. Me vinculé con una escuela de misterios en mi adolescencia, que me enseñó diferentes filosofías. Cuando me fui a la universidad, pude entender muchas más cosas que había visto previamente. En ese tiempo andaba haciendo indagaciones creativas, y mi amiga, la antropóloga Michaelle Ascencio, me dijo que tenía que irme a mi infancia, buscar en la memoria. Eso me resonó muy fuerte. Vi que mi búsqueda se relacionaba con lo religioso, lo mágico. Mi familia tenía una psique flexible, que creía en la Iglesia, pero también en brujos y en apariciones. Tenían una capacidad fabuladora, inventaban cuentos con mucha imaginación. A la hora de hacer la obra, ¿qué iba a salir? He aprovechado eso en mi arte, y hasta ahora, tanto en la cultura árabe, como en la alemana y la francesa, lo que he visto la misma perplejidad ante el trabajo que hago. La gente se hace preguntas o se disgusta.