El tránsito de la Rusia imperial a la Rusia comunista, el horror de la Primera Guerra Mundial, el ascenso del nazismo, el Holocausto y el estallido de una nueva contienda global… Marc Chagall (1887-1985) vivió de primera mano algunos de los episodios más convulsos del siglo XX, y su obra dejó constancia de ello.
Así lo evidencia la exposición Chagall. Un grito de libertad, que la sede de Fundación MAPFRE en Madrid acoge hasta el 5 de mayo. Realizada en colaboración con La Piscine - Musée d’Art et d’Industrie André-Diligent de Roubaix y el Musée National Marc Chagall de Niza, esta muestra presenta por primera vez la obra del artista de origen ruso en el marco de las complejas circunstancias históricas y biográficas que determinaron su existencia. Desde esa perspectiva, Chagall trasciende la tradicional etiqueta de autor apolítico y soñador, vinculado al surrealismo por sus imágenes de carácter onírico, y emerge como un creador profundamente comprometido con su tiempo.
Esa lectura novedosa de la figura de Chagall la proporcionan las más de 160 obras que componen el itinerario de la exposición, procedentes de importantes instituciones y colecciones particulares internacionales, así como cerca de 90 documentos, en su mayoría inéditos, cedidos por el Archivo Marc e Ida Chagall. Un exhaustivo trabajo de recopilación de materiales que ha sido supervisado por las comisarias de la muestra, Ambre Gauthier y Meret Meyer, nietas del pintor.
El itinerario vital y artístico de Chagall
Organizada de forma cronológica, la exposición comienza con los primeros años de Chagall, nacido como Moshe Segal en Vítebsk, la actual Bielorrusia, en el seno de una familia judía. Fue en su ciudad natal donde el pintor inició su formación artística, que después continuaría en San Petersburgo y, ya en 1911, en París, entonces la capital de las vanguardias.
En la capital francesa, Chagall conocería al poeta Guillaume Apollinaire, figura clave del surrealismo, y quien le facilitaría los contactos para celebrar su primera exposición individual, que tuvo lugar en la galería Der Sturm de Berlín en 1914. Era el mismo año en el que estalló la Primera Guerra Mundial, durante la cual Chagall permaneció en Rusia, un país en plena transformación tras la Revolución de Octubre de 1917, de la cual el artista fue partícipe. En esa época de ebullición, Chagall fue nombrado comisario de Bellas Artes de su región natal, donde dirigió la Escuela Popular de Arte; se relacionó con artistas de vanguardia como El Lissitzky o Malévich y colaboró en la decoración del Teatro Nacional Judío de Cámara de Moscú.
Pese a su entusiasmo revolucionario, Chagall no acabó de encajar en la nueva jerarquía soviética. “Ni la Rusia imperial ni la Rusia soviética me necesitan. No me entienden, aquí soy un extraño”, escribiría. Su marcha del país, pues, resultaba inevitable. Así, en 1923, tras una temporada en Berlín, regresó a París, donde se reencontró con sus amistades de los círculos vanguardistas y fue madurando su estilo, con pinturas de colores vibrantes pobladas por figuras de aspecto onírico, como Le Marchand de bestiaux (1922-1923), presente en la exposición de Fundación MAPFRE.
Más allá de sus progresos creativos, en París también empezó a sentir el ascenso del antisemitismo en Europa. “El tiempo no es profético, reina el mal”, escribiría en 1925 en una carta dirigida al crítico de arte Leo Koenig. Esa incertidumbre ante el destino que aguardaba al pueblo judío se reflejó en la serie de retratos de rabinos y personajes portando la Torá que el pintor realizó antes y después de un viaje a Palestina en 1931, adonde acudió para colaborar en la creación del Museo de Arte Judío de Tel Aviv. Entre esas obras figura Solitude (1933), escena de atmósfera desasosegante protagonizada por un hombre judío de gesto abatido, el cual parece no encontrar alivio a su pesadumbre ni en la Torá que sostiene con su mano izquierda.
La llegada de Adolf Hitler al poder, en 1933, cumplió los peores pronósticos de Chagall, que pasó a ser un autor repudiado en Alemania: sus obras, consideradas ejemplos de arte degenerado por el régimen nazi, fueron descolgadas de los museos e incluso quemadas. El estallido de la Segunda Guerra Mundial y la invasión alemana de Francia hicieron insostenible la situación del pintor, quien, a su pesar, en 1941 abandonó París con destino a Nueva York.
Durante su exilio estadounidense, Chagall denunció las atrocidades cometidas contra su pueblo tanto mediante el activismo organizado como a través de la pintura. En ese sentido, destacan lienzos como La guerra (1943), condensación el horror de quien asiste desde el otro lado del Atlántico a la devastación de Europa, y las numerosas obras en torno al tema de la crucifixión, un motivo recurrente en la pintura de Chagall, sobre todo a raíz de la “Noche de los cristales rotos”, que se interpreta como un símbolo del dolor sufrido por la comunidad judía.
En 1948, ya terminada la guerra, Chagall regresó a Francia, donde, al igual que otros artistas plásticos establecidos en el país como Matisse o Picasso, aprovechó su posición relevante en el panorama cultural para transmitir un mensaje de paz y humanismo a través de sus obras, algunas de ellas de carácter monumental, como su proyecto de vidrieras para la sede de las Naciones Unidas en Nueva York (1963-1964) o los tapices y mosaicos para el Parlamento de Israel en Jerusalén (1967). Como resumiría el propio pintor en la presentación de las series del Mensaje Bíblico (1973): “Si toda vida avanza inevitablemente hacia su final, durante la nuestra, coloreémosla con los colores de la esperanza y el amor”.
Toda esa evolución vital y artística nos habla de un creador anclado a la realidad de su época histórica, y que ahora reivindica la exposición Chagall. Un grito de libertad.
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