Gracias al amplio y diverso recorrido musical que inició en los años setenta, Juan Manuel González Masías (Madrid, 1952), Miki para amigos y fans, ha vivido muchas vidas en una sola. Su primer disco, Puedes ser tú (1986), transitaba entre el pop, el rock y el new wave e incluía una chicha y trazos de música negra. El más reciente, Tawantin grooves (2022), es una osada y sorprendente mezcla de cumbia amazónica y música electrónica. En el mismo año en que publicó este álbum grabó ‘El mito del ayahuasca’ en un esperado encuentro con el legendario grupo pucallpino Juaneco y su Combo.
El show que ofrecerá con Los Mirlos este fin de semana en Madrid y Barcelona bajo el paraguas del festival Perufest marca también su presente con esa psicodelia extraída desde la espesura de la selva moyobambina. La rupa-rupa en la que el gallito de las rocas saca a bailar a la shushupe para hacerla gozar. “No sabría decirte qué me falta experimentar. Pero ahora puedo decir que he venido a España y voy a tocar con Los Mirlos”, dice el artista en conversación con COOLT, feliz por la posibilidad de compartir escenario con un grupo mítico dentro del espectro tropical de Latinoamérica y mucho más allá.
Tantas veces Miki
Español de nacimiento, peruano por adopción y ciudadano honorario de El Carmen —icónico centro del folklore negro ubicado en Chincha, 188 kilómetros al sur de Lima—, Miki González no ostenta ya el peinado new wave de inicios de su carrera; tampoco usa el look etno y desenfadado que lucía cuando colaboró decisivamente en la difusión de la música afroperuana, a inicios de los noventa; o la melena larga y crespa de los tiempos en que la cadena MTV le censuró una canción sobre la hoja de coca, antes del final del siglo XX. Aunque la precisión suene aparentemente frívola, cada estilismo suyo pareciera haber marcado una etapa musical. Quienes estudian la historia analizan la lengua, la cultura, la religión y también el vestuario para clarificar sus conceptos sobre los pueblos. A Miki también es posible decodificarlo así.
Hoy, con naturalidad juvenil, Miki usa más blue jeans y poleras con capucha, jedi disfrazado de sith para pasar desapercibido, ironía de rulos ausentes que hoy son canas sabias de ritmo, y una pasión por la música que es su propio compás. Como fue desde que en los años setenta volara de Lima a Boston para estudiar música en el Berklee College. Como fue desde que volvió y empezó a ganar sus primeros bolos apoyando a alguna cantante solista o reemplazando instrumentistas en orquestas de moda.
La música en la mente de Miki sigue ocurriendo como ocurrió cuando, en 1984, tras acudir invitado por Tania Libertad al Festival de la Nueva Canción en Quito —donde vio a artistas como Silvio Rodríguez, Mercedes Sosa o León Gieco—, escribió sus primeras letras con aires de protesta contra el establishment, lanzó su primer disco al año siguiente —que contó con la participación de Andrés Calamaro, Charly García, Miguel Abuelo o Daniel Melingo— e inició un pacto indisoluble con sonidos de todos los géneros, texturas o colores. Todavía no tenía cómo saberlo, por supuesto, pero alguna intuición asomaría de que iniciaba un compromiso para siempre. Después de todo, sus exploraciones sonoras han tenido también mucho de antropología y de aventura. Él supo detenerse a oír y observar ahí donde muchos otros no lo hicieron. Esa visión y sensibilidad particulares son en las que uno piensa cuando escucha su nombre.
Después de todo, ¿cuántos músicos hay capaces de hacer pop, rock, new wave, jazz, folk, blues, música afroperuana, chicha, flamenco o electrónica y, además, hacerlo todo extraordinariamente bien?
Quizás, si Miki González hubiera hecho carrera en su lugar de nacimiento, Madrid, hoy sería adecuadamente venerado como el genio musical que es; sin embargo, el cambio de destino implicaría una paradoja: Miki no hubiera tenido las fuentes de inspiración que ha tenido en el Perú. Corre aquí, como el cauce de un río en el medio de los Andes, la humedad fértil de los bosques que aroman la selva, la brisa acariciante que menea las olas del Pacífico, el material que lo inspiró y lo enriqueció como persona y músico, sea en la alegría de El Carmen, el caos de Lima, la paz del Cusco o la Amazonía con sus calores y deseos.
Todo comenzó con su propia curiosidad. Y continuó con la amistad de Félix Casaverde, influyente guitarrista que colaboró con Chabuca Granda y redefinió la música criolla, vinculando las raíces negras a nuevas propuestas musicales. Él le presentó a Miki a otros artistas afroperuanos que aún estaban vivos entonces, como Abelardo Vásquez, Tato Guzmán o Augusto Ascues, último gran cantante de marinera. Otro guitarrista de Chabuca Granda, Lucho González —sin parentesco— fue una gran influencia. “Mi amistad con él fue crucial”, dice Miki. “Pude hacer dos años en uno en Berklee gracias a las lecciones de armonía en guitarra que me había dado él antes. Así aprendí también a tocar acordes de jazz”. Carlos Hayre también fue un maestro importante, le dio clases a fines de los setenta.
Así fue como Miki, tras lanzar tres exitosos álbumes —que, para sintetizar, podrían intentar etiquetarse como “de rock”, aunque trasciendan por mucho sus fronteras—, inició un vínculo decisivo con la familia Ballumbrosio a través de su patriarca, Don Amador, y empezó su exploración de la música afroperuana en todas sus variantes. Akundún (1992), uno de los grandes hitos de su discografía, fue la síntesis más exitosa de ese viaje musical y merecedor, aún en estos tiempos, de ensayos, tesis y otros estudios etnomusicológicos.
“Cuando yo empecé, la gente sacaba canciones de sus artistas favoritos y tenían bandas de covers [versiones], cantaban en inglés”, cuenta Miki. “Pero yo era muy flojo; soy muy flojo. Para mí era más fácil inventarme una canción. Justo tuve suerte de que se puso de moda la música propia y pude tener una carrera, pero si yo sacara Akundún ahora mismo, nadie me haría caso. El momento histórico me ayudó un montón. Hay muchos artistas con propuestas interesantísimas, pero la industria no tiene lugar para ese tipo de expresiones artísticas. La industria necesita producir en masa y ganar en masa. A veces olvidamos que justamente por eso se llama ‘industria’”.
Miki estudió música en Berklee pero se graduó de hombre en El Carmen aquella tarde de 1978 en la que el poeta César Calvo lo llevó a Chincha y, entre a otros artistas destacados, le presentó a Don Amador Ballumbrosio, el hombre que cambiaría su vida. “Las enseñanzas de mi maestro/ me hicieron ser un hombre mejor/ si quieres hacer algo en esta vida/hay que luchar, dijo Amador”, cantó Miki en ‘A gozar sabroso’, uno de los temas más populares de Akundún, alegre y polifacética fusión de rock y música afroperuana. Aunque Miki ya había grabado algunos temas con influencia de ritmos negros peruanos en discos anteriores, como ‘A la Molina’ en Nunca les creí (1989) o ‘Brian Meno’ en Puedes ser tú (1986), además de singles como ‘Chicles, cigarrillos, caramelos’ o ‘Liberaron a Mandela’ (ambos de 1991), fue la primera vez que dedicó un disco completo al panalivio, el festejo o el zapateo. Hasta ahora, es uno de los proyectos favoritos de su carrera. “Todo lo que salió tras haber ido a El Carmen, todo lo que aprendí, lo sigo valorando muchísimo”, dice Miki, a pesar de que él cree que Landó por bulerías (2009) es su disco más redondo. “Es el que mejor me ha quedado. En términos de música quedó impecable. Será porque prácticamente no toqué nada, solo produje con músicos muy capos de acá”, dice entre risas, liberando ese sentido del humor e ironía que son sus sellos de marca. Esos “capos de acá” fueron músicos como Enrique Morente, Tomasito, Paquete o José Ruiz Motos, Bandolero. Gracias a ese álbum, este español adoptado por el Perú le devolvió la visita 500 años después a Cristóbal Colón, solo para redescubrirse él mismo. “España está muy arraigada en América. Es muy fácil encontrarse con España en América”, dice.
Problemas de salud
Ese mismo sentido del humor que mencionábamos antes es el que Miki tuvo que sacar a relucir en los últimos tiempos, tras ser diagnosticado con cáncer por segunda vez. La primera fue en 2015, cuando le afectó las amígdalas. Lo superó tras intensas sesiones de radiación que le han dejado, entre otras secuelas, dificultades para deglutir sus alimentos. Esta vez, la enfermedad afectó a su colon. A mediados del 2022 afrontó una delicada operación en la que le extrajeron 22 centímetros de intestinos. Por eso, cuando al iniciar la conversación después de unos años sin vernos, le pregunto antes que nada por su salud, Miki me responde, llano: “La salud va bien. O sea, no me he muerto”.
Lo cierto es que la actividad tumoral se ha detenido, pero, fiel a las costumbres ancestrales, Miki ha elegido un procedimiento natural para afrontar lo que viene tras la operación. No más radioterapias o quimioterapias que podrían devastarlo físicamente. Ha elegido un tratamiento con muérdago. “La medicina oficial te arregla una cosa y te malogra otra. Salvo un poco de colesterol, todos mis órganos estaban intactos y muy bien porque nunca me habían operado. Hasta ahora. He visto gente que estaba desahuciada, que ha vivido muchos años aplicándose ellos mismos el muérdago con unas agujas tipo insulina, así que estoy apostando por eso. Ya voy dos años sin actividad tumoral. Y cuando me toque, ya me tocará pues, y chau”, dice sin atenuantes.
Superar estos problemas de salud y mantenerse estable han supuesto un cambio absoluto en su modo de ver la vida. “En la normalidad, uno se acostumbra a tener proyectos porque esa es la motivación de vivir, tener proyectos y pensar lo que uno hará, algo artístico, o familiar, o de negocio, emprender algo. Es lo que hace la gente. Pero cuando tienes la muerte tan cerca, descartas un montón de cosas y ya simplemente no las puedes hacer. Son irrelevantes frente al hecho de que te puedes morir rápidamente, ¿no?”.
Lo primero que ha hecho ante la presión de un tiempo que sintió irse, es digitalizar todo su material, un recuento de grabaciones que se remonta a los inicios de los años ochenta, y que incluye tocadas con Amador Ballumbrosio y sus hijos en el Tarot –un ya desaparecido local limeño icónico– o imágenes con Los Mirlos en Tocache, en 1988. “Era muy difícil grabar, tocar y todo. Y había mucho riesgo. Esa zona estaba controlada por Sendero Luminoso y permitían trabajar a los narcos. Era como un zoológico. Te dejaban entrar al zoo y cualquiera de las bestias te podía matar”, dice Miki, con humor cáustico.
Un poquito de cariño
“La música me genera hormonas de felicidad”, dice Miki, mientras recuerda con cariño la celebración de sus 50 años de carrera artística que tuvo lugar hace menos de un mes en un local de la Plaza San Martín en Lima, con lleno total. Antes, en su primera tocada tras la operación, llegó a preguntarse si podría aguantar la hora y media que marcaba el contrato, dados sus problemas de salud. Al final, cantó por más de tres horas, compartió con su amigo Jean Pierre Magnet, el primer saxo del Perú, también con la banda JAS, y fue rotundamente feliz. “Fue muy bonito, muy emotivo, irrepetible”, cuenta. Una parte de él pensaba que podría ser su último concierto, por ser “una especie en extinción”. Hoy, sin embargo, celebra la posibilidad de compartir escenario con Los Mirlos, cuando hace casi 40 años hacían lo que se llama en Perú un “mano a mano”, una especie de “versus”. Miki, que era entonces el número estelar, cantaba su hit ‘Vamos a Tocache’ y sus amigos, ‘La danza de Los Mirlos’. “Hoy el número estelar en Europa son ellos. La música es algo maravilloso”, dice, feliz.
Es un momento de tranquilidad y satisfacción merecido para quien sigue logrando tanto. A lo largo de la conversación, su mente viaja a la escuela de Berklee, pero aterriza en el restaurante Marjory en Tocache. Festeja en el Guayabo con gente maravillosa, departe con El Cigala en un Madrid de cerveza y sonríe con un bistec recién preparado por Miguel Abuelo en Buenos Aires.
Por su variedad, la discografía de Miki podría representar una estupenda selección de grupos de géneros diversos. Pero él lo ha hecho (casi) todo. Desde Puedes ser tú (1986), pasando por Akundún (1992), González blues (1996), Inka beats (2006), Landó por bulerías (2009) o el más reciente Tawantin grooves (2002), discos que evidencian sus giros musicales desde los nombres. A la par de su carrera como músico, los últimos 20 años se ha desempeñado, también con éxito, como DJ de música electrónica. Con Café Inkaterra (2004), amplió las posibilidades de los ritmos andinos, al mezclarlos con el sonido electrónico. Ha sido un largo camino para una vocación que considera tardía —lanzó su primer álbum con 33 años—, aunque provechosa.
El 2013, Miki mereció el tributo de sus colegas en el disco Radio Marginal, con 16 versiones de sus mejores temas, interpretados por destacadas bandas peruanas como La Mente, Mar de Copas, El hombre misterioso, Del pueblo y Del barrio, Los Protones, Pelo Madueño, QEPD Carreño o Cementerio Club. Allí encontramos canciones imprescindibles como ‘Vamos a Tocache’, ‘Lola’, ‘Tantas veces’, ‘Ponte tu vestido’, ‘Cortando caña’, ‘Un poquito de cariño’, ‘Dímelo, dímelo’ o ‘Akundún’. Punto aparte para ‘Chapi García’, una chicha extraída de su primer LP con coros de Calamaro y Charly García, en tiempos en que los mismísimos Shapis lo invitaban a tocar con ellos.
“Sé que hace años hay una tendencia mundial con la cumbia, pero yo me negaba y me niego a subirme a la tendencia. Más bien es al revés, hay cosas que yo he hecho que se han vuelto tendencia”, dice Miki sin falsas modestias, a propósito de aquel tema pionero y su próxima incursión en el escenario para tocar con Los Mirlos. Lo que se viene pronto es más exploración. Prepara junto a Nico Saba, cantante de la banda peruana Kanaku & El Tigre recientemente radicado en España, el proyecto Nico & Miko, que experimentará con la música tuareg y el desert blues.
“¿Qué crees que es lo que ha definido tu carrera? ¿Cuál es la característica más decisiva que encuentras en ti o en tu música?”, le pregunto, poco antes de terminar la entrevista. Y lanza, sincero: “Que me fijo en lo que otros no se fijan. Está ahí, es evidente, y le doy valor. Creo que eso es súper importante, porque las cosas están ahí. Solamente hay que fijarse bien”. “¿Y tu mayor sacrificio?”, inquiero nuevamente. “Tener que ir contra la corriente”.