Artes

La mirada asombrada de Francisco Toledo

Dos exposiciones en la Casa de México en Madrid reivindican la obra y visión del artista de origen zapoteca, muy comprometido con la cultura indígena.

Autorretrato de 2009 de Francisco Toledo realizado con bordado punto atrás con hilo DMC y mica mineral sobre papel. CASA DE MÉXICO/ANDRÉS VALENTÍN GAMAZO

Francisco Toledo (1940-2019) es un nombre fundamental de las artes plásticas mexicanas. Y, pese a su importancia, en determinadas latitudes apenas ha habido oportunidad de profundizar en su imaginario. En España, por ejemplo, la última vez que se organizó una retrospectiva del autor fue en 2000, en el Museo Reina Sofía. Ahora, más de dos décadas después, la sede madrileña de la Casa de México acoge dos exposiciones (Toledo ve y El color como forma) que ofrecen una amplia panorámica del legado de este creador singular, que se convirtió en moral al hacer suya la lucha por la pervivencia de las palabras, las costumbres, el arte y hasta los alimentos de las comunidades indígenas.

En una de las salas de Casa de México se muestra un libro titulado El zapatero moderno, abierto por las páginas donde se muestra cuáles son los cortes que permiten aprovechar al máximo la piel a la hora de hacer el calzado. Junto a él se exponen tres cueros extendidos de la manera indicada, pero convertidos en soporte de tres obras del artista que llegaría a ser aquel niño que hojeaba ese libro en el taller de su abuelo Benjamín: “Creo que su taller es lo que a mí me hizo pintor, sin querer, sin saberlo, porque como se hace un zapato se hace un cuadro: mides, cortas, pones color, hay proporciones, un orden, se pega algo o se despega, toda la partes artesanal de la pintura está muy cerca de la elaboración de un zapato”.

Cueros pintados por Francisco Toledo. CASA DE MÉXICO/ANDRÉS VALENTÍN GAMAZO

Desde pequeño, Toledo se interesó por los instrumentos y herramientas que manejaban sus abuelos y su madre: agujas y leznas en el mencionado taller; balanzas y medidas donde se criaba y mataba cochinos; las tijeras, bobinas y aro de bordar de su madre (a quien dedicó un retrato a base de estos elementos): “Fueron mis primeras lecciones de estética (…). Eran objetos que me llamaban la atención, así como la caja donde la abuela guardaba el dinero cuando estaba en el mercado vendiendo, a ella se le llenaban las manos de grasa, entonces, cuando cobraba, se limpiaba en su caja, esa caja estaba tan impregnada de grasa que tenía un brillo muy especial”.

Aquel muchacho se echó años encima, pero no así su mirada: siguió conservando los mismos ojos de niño llenos de admiración y respeto a la hora de observar los objetos cotidianos, las herramientas de un trabajo que también sería el suyo.

Dialogar entre iguales

Con 13 años, Toledo se mudó a Oaxaca —decía que había nacido por casualidad en Ciudad de México— para seguir sus estudios. Allí quedó deslumbrado por los diseños de las rejas, las esculturas y la arquitectura de la ciudad. Siguió por ese camino y afianzó sus impresiones: “Eso me dio la idea de que los artistas debían hacer cosas para que la gente pudiera tener, lo mismo un cuadro que un piso, un vitral o un barandal”, dijo Toledo.  Se empleó a fondo en ello. Pero antes tendría que proseguir su formación como artista. Tras pasar por el taller de grabado de la Escuela de Artesanías de Ciudad de México y realizar sus primeras exposiciones individuales se estableció en París. Allí participó en los círculos culturales y artísticos de la ciudad y tuvo éxito: a lo largo de la década de los sesenta realizó diversas exposiciones por Europa.

Esa primera etapa inicial de su carrera está representada en la Casa de México de Madrid mediante la exposición El color como forma. Una muestra que reúne 15 obras pictóricas y un tapiz, Ricitos de oro, que, en palabras de Diana Cuéllar, historiadora de arte y responsable de exposiciones de Casa de México, “ejemplifican la interacción inicial entre el artista y el rico universo del arte popular oaxaqueño”.

'La bomba de flit', pintura de Francisco Toledo de 1974 con tinta, acuarela y gouache sobre papel. CASA DE MÉXICO

En ese momento, a mediados de los setenta, Toledo estaba llevando a cabo su exploración estética y casi antropológica de las costumbres, la lengua y la artesanía de su país natal. Artísticamente, una de sus tareas era la realización de bocetos para tapices. “En un momento, los tejedores le dicen que no pueden hacer los degradados que él pinta, que la técnica no lo permite, y entonces él se da cuenta de algo muy importante: lo que está haciendo, trasladar los modelos pictóricos al tapiz, no tiene sentido porque el textil no puede y no tiene por qué copiar a la pintura”, explica Cuéllar. “Son materiales diferentes que demandan lenguajes y técnicas propias. A partir de ahí, se interesa todavía más sincera y profundamente por esas actividades artesanas y artísticas y da comienzo una interacción bidireccional, un diálogo entre iguales que definirá su investigación y su producción de ahí en adelante”.

Arte compartido

En Toledo ve, los materiales protagonizan y organizan el recorrido por una exposición que, con toda intención —y atendiendo a los deseos del propio Toledo, que actuó como comisario— suprime las cartelas informativas. El espectador es invitado de forma explícita a tomar partido identificando técnicas y materiales, estableciendo relaciones entre los objetos que inspiraron y los que surgieron de las manos y la cabeza de Toledo. 

No se admite un espectador pasivo, porque Toledo no era un artista pasivo. Él andaba por las calles de Oaxaca, donde se estableció y donde era una figura icónica. Se le veía recoger con su capazo todo tipo de restos, retales, jirones… Incluso los materiales más inverosímiles, como radiografías, tenían cabida en ese cesto: Toledo los necesitaba para trasformarlos y hacer de ellos, hacer con ellos, sus obras. Piel, plata, textiles, vidrio, papel, fibras naturales, cerámica, hasta las mascarillas —tan habituales hoy día— dan lugar a una obra inclasificable que quiso compartir para que el arte fuera parte de la vida de las personas… y de todas las personas.

Collares realizados por Francisco Toledo con cuero de cabra y radiografías. CASA DE MÉXICO/ANDRÉS VALENTÍN GAMAZO

A lo largo de su vida, Toledo compartió sus diseños para que pudieran ser usados por artesanos y trabajadores locales y ayudar con ello a su subsistencia y sus modos de vida tradicionales. La instalación de cometas, por ejemplo, que recibe al visitante es producto de los talleres colaborativos del Centro de las Artes de San Agustín Etla (Oaxaca), una de las muchas iniciativas culturales que Toledo promovió. Son xilografías que reproducen motivos, animales en su mayoría, de la cultura mexicana, oaxaqueña y vital de Toledo. Changos, chapulines, alacranes, cangrejos, cerdos se repiten como motivos en los distintos y numerosos materiales que recibieron las ideas de Toledo. También se los encuentra en la serie de peinetas o las joyas de cuero de cabra o con base de radiografías cortadas por láser en ambos casos y con acabados artesanales, que se venden posteriormente para obtener recursos y financiar proyectos culturales y desarrollo comunitario.

“No fue un artista enfocado al mercado o a la fama —explica Diana Cuéllar—. Le interesaban otras cosas, le interesaba sobre todo trabajar con la comunidad, lo cual hizo de él una autoridad moral además de un referente artístico”.

Hasta ahora, estos datos permiten ir sabiendo quién fue y qué hacía Francisco Toledo. En la línea de lo que expresaba la responsable de exposiciones de Casa de México, faltaría saber más algo más sobre sus motivaciones.

Cometas realizadas por Toledo hacia 2017 con estencilografía sobre papel de algodón. CASA DE MÉXICO/ANDRÉS VALENTÍN GAMAZO

Saber mirar como un niño

Una de las cosas que hacía pensar y entristecía al artista era ver cómo los mercados tradicionales —esa fuente inagotable de ideas y cultura que siempre le gustaba visitar— empezaban a llenarse de textiles destinados a los niños con dibujitos uniformizantes, planos, salidos de la factoría estadounidense en que están pensando. También los balones que pateaban, de las dos o tres marcas que se vienen a la cabeza, eran iguales en todo el mundo.

Toledo no se conformaba y convirtió en una causa personal y artística la lucha para que no se perdieran ni las imágenes, ni las palabras, ni los materiales, ¡ni los alimentos!, que unen a los mexicanos con su tierra. ¿Qué hizo? Calcetines donde volcó la variedad de sus diseños —y que vistió el mismo— y balones que intervino para echarlos a rodar de nuevo (aunque ahora se exhiban en un museo), demostrando que el arte, al menos como él no entendía, no era nada si no era vestido, llevado, pisado o volado; vivido al fin. De ahí las joyas, los juguetes, las baldosas hidráulicas, los manteles, las servilletas…

Mosaico hidráulico y elefante de placa de acero al carbón en la sala de los niños. CASA DE MÉXICO/ANDRÉS VALENTÍN GAMAZO

Los niños fueron una preocupación y una motivación a la hora de emprender proyectos. Cuando Toledo se da cuenta de que los niños en las comunidades indígenas no disponen de juguetes —más allá de los que les trae el tío rico de la ciudad en inglés o en español— se pone manos a la obra y versiona clásicos dando lugar, entre otros, a la maravillosa lotería para aprender los colores en zapoteco de Juchitán.  Se puede ver en la exposición en la sala que Toledo pensó y destinó a los niños. Lo hizo sin paternalismo, sin filtros, sin pasar por el departamento de educación de museo alguno. Lo hizo porque estaban integrados en su práctica artística y porque Toledo nunca dejó de ser el niño que miraba asombrado lo que pasaba en el mercado, en las calles.

Arte y activismo: papalotes con alma

En no pocas ocasiones esa mirada se llenó de indignación y su arte se transformó en activismo. Toledo, cuya obra está llena de referencias a los alimentos de la milpa tradicional —ese agroecosistema perfecto que componen el maíz, el frijol, la calabaza y el chile— entró en compaña contra el maíz transgénico y los monocultivos, firmando la gráfica de una cartelería muy potente, entre otras acciones.

Para terminar, hablando de acciones, una de las más recordadas, cuyo relato sigue impresionando hoy día es la que llevó a cabo con las cometas, los 43 papalotes en los que Toledo imprimió el rostro de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa que desaparecieron en septiembre de 2014.

Papalotes con los rostros de los 43 desaparecidos de Iguala. CASA DE MÉXICO/ANDRÉS VALENTÍN GAMAZO

El artista sabía que en la región del Istmo de Tehuantepec, cuando no falta mucho para el Día de Muertos, se vuelan cometas porque se dicen que las almas bajan a la Tierra a través de los hilos. Entonces los vivos festejan con sus muertos para regresar de después con ayuda de las cometas. “Volamos los papalotes con los rostros de los estudiantes para ver si Dios los reconoce, que los vea y dé una señal, o algo”.

El artista de las cometas, al que le gustaba autorretratarse y experimentar con su rostro, ¿no tiene impreso el suyo en algún papalote? El espectador se vería obligado de nuevo a estar atento y mirar hacia arriba en busca del artista y de la mirada del artista. Además, desde allá seguro que hay unas vistas inmejorables de lo que Toledo ve.

Periodista cultural. Colaboradora de medios como La Maleta de Portbou, El Salto y La Marea o de las revistas Diseño Interior y La Aventura de la Historia, con temas que van desde la filosofía y la poesía hasta la arquitectura y el diseño. Es autora de la novela La otra vida de Egon (2010) y los libros de relatos Siete paradas en el país de las sombras (2005) y La carretera de los perros atropellados (2012).