Artes

El mito eterno de Los Redondos

Un nombre absurdo. Unas letras oscuras. Y un público fanático. El culto a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota es el misterio más apasionante del rock argentino.

Buenos Aires
ELENA CANTÓN

Cinco palabras bastaron: “Chau nene, gracias… chau, chau”.

Con esa austera, destemplada despedida Carlos Indio Solari (Paraná, 1949), cantante y compositor de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, talló en el aire el epitafio oral de la banda de rock más popular de la historia de la Argentina. Ocurrió hace casi 20 años, en la fría noche del 4 de agosto de 2001 ante 50.000 seguidores que poblaron el estadio Mario Kempes de Córdoba. Sonaban los acordes finales de ‘Un ángel para tu soledad’, el último tema que cantaron en vivo. Los Redondos, como se los conoce popularmente, nunca más volvieron a juntarse.

Los Redondos, tocando 'Un ángel para tu soledad' en su último concierto en Córdoba, el 4 de agosto de 2001. YOUTUBE

El laconismo, la parquedad, la absoluta falta de demagogia tanto arriba como debajo del escenario y el paroxismo de sus fans —una desmesura que todavía enciende generaciones— marcaron la trayectoria de la banda; también, la insularidad mediática, la independencia artística, un inefable registro musical trufado de influencias borrosas y, desplegada a lo largo de 23 años de carrera, una constelación de malentendidos que no hicieron más que agigantar su mito.

Asomados por primera vez al fenómeno, los lectores de COOLT se estarán haciendo las mismas preguntas que se hacía el ambiente musical en el otoño de 1985, cuando la banda llegada ese año desde La Plata comenzó a trepar el underground para alcanzar los escenarios y las radios porteñas: ¿por qué se llaman de ese modo, con ese nombre que parece deudor del sarcasmo o del absurdo? ¿Quién es Patricio Rey? ¿Es el cantante, es un personaje turbio que los maneja? ¿Es alguien que se murió y homenajean? ¿Son de izquierda y fueron perseguidos por la dictadura? ¿De qué hablan esas letras, atiborradas de metáforas oscuras y oblicuas? ¿Por qué se visten y hasta actúan como si fueran empleados estatales, como si todavía no fuera la era del color?

Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, en concierto, en los años setenta. ARCHIVO

En la sociedad de la información, cuando algo no es refutado por sus protagonistas comienza a ser visto como verdad por el público que lo consume. Y esa interpretación pocas veces resulta precisa: por default, cae en los dientes del rumor, la hipérbole o la puerilidad. Entonces, el hecho de que la banda fuese artísticamente independiente, es decir, su negativa a entregarle a una compañía discográfica la parte del león de la venta de discos, era visto como un gesto romántico de autenticidad y de resistencia antisistema más que como lo que realmente era: la convicción, heredada del punk rock, de que en aquel momento en Argentina el “do it yourself” era posible. Así fue como consiguieron, con el tiempo, vender millones de discos y que el porcentaje que les quedara fuera mayor que al de otros artistas. Esa ambición artística y comercial, la de defender y tener el control absoluto del producto ricotero, desde su grabación hasta su destino final, fue un atributo que no aparecía en las descripciones que se hacía de ellos, descripciones que enfatizaban su condición de rara avis o de artistas díscolos y bohemios que no estaban interesados en ganar plata.

Como contrapartida, el hecho de no tener una multinacional disquera detrás hizo que no sonaran en las radios de otras capitales de habla hispana —en momentos en que el rock argentino, como sus futbolistas o su carne, comenzaba a estar de moda y exportarse— y que su música no fuera conocida en el DF, Bogotá o Madrid.

Pero, además, cuando hacían entrevistas, que eran pocas y jamás para la televisión, Solari o su socio compositivo, el guitarrista Skay Beilinson (La Plata, 1950), se oponían a explicar o desentrañar el espíritu de sus letras. El público, entonces, creía, o le encantaba creer, que detrás de su enigmática lírica lo que palpitaba era el alarido barroco de un obseso sexual (“Te voy a atornillar”, ‘El infierno está encantador’), el sinuoso clamor de un proto-revolucionario (mismo tema) o las pesadillas paranoides de un cocainómano (“La veo casi como un demonio y rasco la alfombra por su amor”, ‘Semen-up’).

Además, a diferencia de las bandas exitosas de esa época como Soda Stéreo, Abuelos de la Nada o Virus —construidas a base de buen pop, purpurina, desenfado y televisión—, nada en sus looks o en su poco afectada gestualidad hacía suponer que pretendían erigirse en rock stars. Eran, al igual que describe una de sus grandes canciones (‘Música para pastillas’), secos, austeros y soviéticos. Como las palabras de su despedida. 

Entrevista a Los Redondos publicada en la revista 'Pelo' en 1986. ARCHIVO

Todo eso tuvo su parte de verdad y su porción —más o menos grande— de exageración o imaginería. Como sea, sirvió para construir una narrativa rica y asombrosa, casi épica, alrededor del grupo. Esa narrativa era alimentada por lo poco que los protagonistas se dejaban escudriñar o explicar. Aparecían cada tres o cuatro meses para tocar en salas medianas y, además, cuando irrumpían en escena no decían nada: el Indio no hablaba, sólo hablaban sus canciones. Y sus canciones, como dijimos antes, prolongaban la curva del misterio, porque eran letras cargadas de una lírica expresionista que carecían de un sentido coloquial y definitivo. "Junto a la hemoglobina me fui, ya no sangro más. De la nada a la gloria me voy. Así me das más…” (‘Motor Psico’). ¿De qué habla este sujeto? ¿De nuevo de las adicciones? ¿De un precipitado ascenso social? ¿De nadie en particular y simplemente pergeñó un salpicado de conceptos visuales que maridaron gloriosamente con la melodía?

Para cuando Maradona levantó la Copa del Mundo en México 86, los seguidores de los Redondos conformaban una cofradía iluminada orgullosa de compartir el mejor secreto del rock vernáculo. Esto decía un comentario de un show de la época, aparecido en la revista Humor: “Cumpliendo el rito, gente extrañamente conocida fue acomodándose casi en silencio, sin griteríos ni imprecaciones mientras sonaba la obertura 1812 de Tchaikovsky; gente joven de sobretodos oscuros y largos, gente treintañera sospechosamente calificable de normal, y personajes mucho más maduros camuflados entre las columnas del fondo”.

Es entonces cuando comienza a macerarse la gran transformación, el estallido definitivo del quinteto. Al tiempo que Argentina atraviesa su primer desengaño de la nueva democracia (crisis socioeconómica del gobierno de Raúl Alfonsín), los Redondos pasan de ser un grupo con dos mil seguidores a una banda de estadios, explosiva, de proyección ilimitada.

Es cuando aparece “la trilogía del desencanto”, su tercer, cuarto y quinto disco, editados entre 1987 y 1991, y lo que sucede es que su música, su impronta y su difuso ideario empieza a ser entronizado por las clases plebeyas, que abrazan ese combo, lo hacen piel y convierten al grupo en un convoy arrasador, el más convocante del rock argentino. En esa nueva realidad respira un misterio similar al que bordea a la banda: ¿por qué un grupo con letras herméticas, dueño de un carisma impreciso y conjetural, que hasta entonces era seguido por representantes de cierta burguesía ilustrada, se vuelve, de repente, el fetiche cultural de los hijos e hijas del desempleo suburbano? ¿Por qué miles y miles de adolescentes y jóvenes de capas marginales, habitantes proletarios de barrios sin progreso y porvenir, se aferran, más intuitiva que racionalmente, a la música que hacen estos tipos veinte años más grandes, ciudadanos históricos del confort? ¿Por qué Solari emerge como el portador del último sermón de la montaña para una multitud desbordante de hormonas y frustración?

Hay algo en ese compositor calvo, cuyo cerebro sobreinformado e hiperalerta registra, con un ojo, la sordidez de la vida callejera del Gran Buenos Aires y, con el otro, escruta en los pliegues más opacos del capitalismo global, que resulta irresistible. La obra ricotera, una síntesis que viaja transportada sobre una corriente de anfetaminas y compases galopantes, pulsa una cuerda profunda en las terminales nerviosas de esos chicos. Hay un dolor colectivo, social pero también atávico, que la voz —aguda, agónica— y la poesía de Solari, acaso sin proponérselo, acaso sin que exista una explicación racional para esa articulación, consiguen atemperar. Hay una empatía, una sensibilidad hacia el otro que es percibida como verdadera, que no es explícita —Solari nunca dirá “los quiero” o “son un público maravilloso”, como mucho dirá “cuídense”—, y que parece no guardar relación con lo que lo que otros grupos, o el mismo sistema, ofrecen.

En un mundo adulto en el que las claudicaciones aparecen a diario en los noticieros, y en el que la batalla por el control del sentido hace rato que dejó de ser siquiera planteada y mucho menos desafiada y simplemente es padecida, enormes conglomerados de adolescentes con escasas oportunidades convierten a los Redondos en el depositario de un amor incuestionable, conmovedor. Como dice otra canción: “Vivir, solo cuesta vida. Ahora. Ya mismo. Puedo ajustar un guion, de ropa sucia afuera”. Sin entender, acaso sin que importe del todo lo que el líder exactamente quiere expresar, el público parece capturar todo el paquete conceptual y decirse para sí: “Los Redondos entendieron que la vida puede ser miserable, y que el rock libera. Que ser músico no necesariamente significa ingresar a los salones del jet set o del establishment, posar de sexy, salir con modelos y hacer una apología del reviente cool. Son dioses, pero tienen dolor y pagan impuestos. Hay que seguirlos”.

Y los siguieron. Aunque no sin costos.

Sumergidos en las aguas de la masividad —lo que motivó que consolidaran su rechazo a la TV y su intransigencia comercial—, las actuaciones del grupo en Buenos Aires comenzaron a estar teñidas de violencia, producto del enfrentamiento entre sus fans más exaltados —que muchas veces pugnaban por entrar gratis a los shows— y las fuerzas de seguridad. Ya era pleno Menemismo: enormes bolsones de jóvenes eran arrojados a las banquinas del sistema. El grupo toma, entonces, otra decisión “atípica”: abandonar Buenos Aires para solo actuar en el interior de la Argentina. Comienza otra etapa, la etapa federal y peregrina de Patricio Rey. La aventura cambiaba de piel. Ahora la muchedumbre emprende una mini gira también: viaja a los recitales y desata una orgía de baile, drogas y canciones coreadas. Entre 1993 y 1998 la banda, fiel a su costumbre de ir en contra de lo usual, comienza a atravesar buena parte de la Pampa húmeda para presentarse en ciudades que no forman parte de un circuito tradicional, enclaves suburbanos que son invadidos por más gente que la que allí vive, convirtiéndolos, durante un fin de semana, en verdaderos Woodstocks itinerantes.

Es en la carretera en donde Patricio Rey se convierte ya no en un animal sexual o político, sino en una fabulosa maquinaria de libertad en la que el placer funciona como un aliviador de tensión: una ceremonia que se espera meses, que dura días —el viaje y el acampe “son” la experiencia—, que se saborea por semanas y que se recuerda años. Son misas paganas en las que el público se entrega por completo, en las que el público termina la obra.

Previa de Crónica TV del concierto del 23 de mayo de 1998 de Los Redondos en Villa María. YOUTUBE

A fin de 2001, el colapso económico del país obligó a la banda a tomar un descanso. Un año antes habían publicado Momo Sampler, último trabajo de su discografía, un álbum oscuro y oracular que abandonó en parte el pulso rockero histórico y, en consecuencia, acentuó la distancia estético musical entre Solari —influenciado por el trip hop— y Skay. Esa decisión hizo que se modificara, también, el vínculo personal entre ambos amigos. No faltó mucho para que los desacuerdos artísticos se trasladaran al ámbito patrimonial: una desavenencia, posterior al último concierto en Córdoba, sobre quién debía conservar el archivo fílmico de la banda (un registro en vivo que constituye un verdadero tesoro) hizo que la relación, que incluía también a la pareja de Skay, Poli, manager del grupo, volara por los aires y que se separaran para siempre. Poco tiempo después, ambos iniciaron sus carreras solistas.

Después de llenar estadios, de editar nueve álbumes, de que muchas de sus letras devinieran slogans y se convirtieran en epígrafes de fotos y en títulos de suplementos y revistas —“El futuro ya llegó”, por ejemplo, o “A brillar mi amor”—, la banda más singular, masiva y cautivante del rock rioplatense dejaba de existir. Sin despedirse, sin salir de su país (salvo un puñado de conciertos en Montevideo), sin haber televisado ni uno de sus shows, sin abdicar ante el altar del mercado, los Redondos habían hecho un tajo en la historia de la música de su país. Era el final de una peripecia trepidante, amorosa y lisérgica: el apogeo de la pasión, la gran leyenda contemporánea de la cultura popular argentina. 


 

Lee aquí un extracto en exclusiva de la nueva edición de Fuimos reyes. La historia completa de Los Redonditos de Ricota (Planeta, 2021), de Mariano del Mazo y Pablo Perantuono.

 

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).