El hogar del artista venezolano Carlos Enríquez-González (Caracas, 1968) es peculiar. En el jardín, da la bienvenida al visitante una boca más grande que una persona adulta, con dientes chuecos, una vagina y dos senos. Al otro lado hay una mano también de proporciones descomunales, con piernas y un ojo en uno de los dedos. Y aquí y allá se ven genitales femeninos con formas variadas, hongos que parecen proceder de un planeta distinto a la Tierra, cráneos multiformes y versiones variadas de Pinocho, Astroboy y Caperucita Roja, entre otros seres extraños.
—Ten cuidado con las vaginas. Si las tocas, se mojan —dice entre risas—. ¿Quieres entrar al cuarto?
En el cuarto es donde Carlos tiene varias repisas con una cantidad infinita de figuras sofubi, término japonés derivado del inglés soft vinyl (“vinilo flexible”), y que tiene su origen en los muñecos de monstruos y superhéroes fabricados en PVC que comenzaron a comercializarse a mediados del siglo pasado en el país nipón. Un formato que artistas contemporáneos como Carlos han recuperado para crear sus obras, codiciadas por coleccionistas de todo el mundo.
El mundo del sofubi concentra gran parte de los intereses artísticos de Carlos, alguien que siente una atracción especial por la corporalidad y, por supuesto, el plástico. “El plástico viene de seres vivos, del petróleo que viene de los dinosaurios. Está la perfección que da el plástico a la pieza”, dice.
Hijo del artista y cineasta César Enríquez, que fue miembro del célebre colectivo Los Disidentes, y de la actriz Violeta González, Carlos ha desarrollado un singular universo creativo que se alimenta del cine de serie B y, en especial, del audiovisual japonés. Sobre todo, le fascinan los kaiju, los enormes monstruos que, en las series y películas niponas, se dedicaban a destruir las ciudades. El más famoso es Godzilla, pero también están Gyaos, Hedora, Megaguirus o Megalon. Criaturas que también llegaron a las cadenas de televisión latinoamericanas.
En su infancia, Carlos solía dibujar a los personajes de la ficción japonesa que tanto le gustaban. “Hacía cosas de El Hombre Par, Astroboy, Ultraman, El octavo hombre, Goldar”, recuerda. Eso lo llevó a ir desarrollando un estilo propio, y así fue como nacieron sus monstruos, figuras amorfas en las que a menudo reposan símbolos trascendentes. Como comenta sonriente, “el arte hace visible lo invisible”.
Durante su etapa de formación artística, Carlos aprendió mucho de su padre. “Yo me ponía a pintar con él en su taller. Pintaba con óleo, tempera, esos materiales. En una época empecé a hacer abstraccionismo geométrico, pero lo dejé porque no tenía nada que ver”, dice Carlos, que empezó a intervenir juguetes a partir los años ochenta.
Aunque ha trabajado con varios materiales, hubo un viaje que lo cambió todo. Fue en 2007, cuando un amigo estadounidense llamado Mark Nagata le invitó a un evento en Japón. Había una parada obligatoria: una fábrica de sofubi. Carlos se imaginaba un gigantesco complejo industrial, pero en realidad se topó con un espacio pequeñito, casi del tamaño de una habitación. Asombrado por la calidad de las figuras que salían de aquel taller, acordó que, desde ese momento, mandaría a producir sus esculturas de PVC allí. Pese a la distancia entre Caracas y Tokio, aquella fábrica se convirtió en parte de su vida.
- ¿Cuál dirías que es la diferencia entre la escultura y el juguete?
- Hay mucha gente que piensa que hago juguetes. Utilizo como medio la fábrica de juguetes, pero no hago juguetes. Me llama la atención el plástico. Por eso uso la fábrica que está en Japón, es otro nivel de calidad. Y están coleccionistas específicos de eso: me han comprado obras tanto los coleccionistas de juguetes como de arte. Pero no sé por qué al Toy Art le dicen así. Hay una gran diferencia entre el arte contemporáneo y el juguete. La diferencia es que comunico ideas, mando a reflexionar a la gente.
- En tu obra, la iconografía es una constante, sea de formas arcaicas o contemporáneas: la vagina, el hongo, la calavera o Astroboy son algunos ejemplos.
- La vagina la pongo como una diosa, es sagrada. Es fundadora de mundos y civilizaciones. A la vez, es un portal donde viajas. Al morir, vemos la luz al final del túnel, y es igual cuando entramos a este mundo, que es a través de un túnel. Entonces, la pongo surfeando, porque tiene que surfear en un mundo machista. Siempre he sido muy protector con las mujeres, y ahora que tengo hijas, más aún.
Muchos chamanes utilizan los hongos para ver a los seres que están en otras realidades. La calavera representa la vida del más allá, el paso a la sabiduría y la inteligencia; acuérdate del espíritu, cuando va al otro lado, puede ver sin limitaciones. Siempre me ha interesado el mundo de los muertos. Los seres humanos estamos limitados por nuestros sentidos.
Astroboy, por el vuelo, la muerte. Nació de un niño que murió. Sus historias eran muy fuertes, como los cuentos de Caperucita o Blancanieves, que son supertrágicos y horrorosos, son como cuentos de terror. Luego los cambiaron para adaptarlos a Disney. Todo tiene que ver con lo mismo: la muerte —que no es lo mismo que el fin—, el cómo vemos la realidad, el otro plano, lo sagrado.
- La belleza más tradicional se suele relacionar con formas fijas: unas curvas femeninas con piel lisa, un círculo bien dibujado... ¿La incomodidad es parte de tu intención?
- Lo primero que hay que definir es qué es la belleza. Lo que pienso es que mi obra, como me dijeron una vez, gusta o no gusta, o parece interesante. Yo tengo una estética grotesca. Es obvio. Lo grotesco no significa feo. Yo tengo una escultura que tiene una versión abierta y una versión cerrada, está transformándose. Con la imagen de la vagina estoy resaltando la belleza de la mujer, porque es la que da vida, pero es visto como feo, como algo porno. Creo que tiene su belleza.
- La referencia a los monstruos japoneses, ¿se emparenta con la tradición de monstruos clásicos, como Leviatán, Gargantua, Saturno y demás?
- Todo puede estar emparentado. Estoy inspirado en juguetes japoneses, pero esos juguetes están inspirados en monstruos de la mitología griega y de otros pueblos. Puedes darles muchas lecturas. Japón es una cultura de muchísimos monstruos, pero cuando se dio la explosión de monstruos que vi de niño, eso tenía que ver con las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Hay tantas leyendas de monstruos que muchas pueden tener algo de cierto.
- ¿Por qué se da esa necesidad de imaginar seres tan distintos a los de nuestra realidad?
- La verdad, no creo que me los imagine. Vienen de otro lado, es información que captamos como una antena. Por eso a veces sucede que alguien está haciendo una obra y, al mismo tiempo, hay otra persona que está haciendo algo parecido. Los dos captan la misma sintonía. Es como un misterio, un mensaje que viene de otro lado. Algunos pueden existir en algún otro sitio. Porque, al final, estamos viendo una realidad diferente, y unos están más limitados que otros. Unos ven más allá.
- Para una persona a la que le sea ajeno ese mundo sofubi, ¿tu obra le podrá decir lo mismo que a alguien que sí está familiarizado?
- Las lecturas dependen de la formación de cada persona y de cómo vea las cosas. Hay quienes ven el arte y se fijan solo en la estética y lo bonito, y hay quienes le dan una lectura a la obra, con los símbolos, con lo que contenga. En Estados Unidos, una muchacha me dijo que yo veía a la mujer como un pedazo de carne; estaba haciendo una lectura superficial. A veces hay gente que habla sin saber. Hay gente que reacciona con risa. Una vez me compararon con Baubo, el del cuento de Perséfone. Es el personaje de la risa terapéutica. Muchas mujeres se ríen cuando ven mis obras. Yo creo que mi trabajo les parece más interesante a las mujeres que a los hombres, es un detalle del que me he dado cuenta.