No habían llegado los ochenta, y ya estaban allí. No fueron a pintar nada. Su creación se apartaba del lienzo. Se movían en los nuevos registros del arte: el vídeo y la performance. Sus nombres y sus marcas eran muy claras: Antoni Muntadas y Antoni Miralda. Fueron los proto-artistas de la oleada española en las orillas de Manhattan.
Aterrizaron en el Nueva York setentero (urbe en crisis y sendero de la posmodernidad) como dos voyeurs extranjeros que iban almacenando imágenes y sensaciones para repensar y recomponer los mitos urbanos del último cuarto del siglo XX. Antes de la invasión de los pintores de los ochenta, sólo habían llegado ellos. En la pintura sí estaban asentados dos personajes del expresionismo abstracto español, Esteban Vicente y José Guerrero, que jugaban en otra liga.
Muntadas y Miralda, catalanes y amigos, vivían en la franja artística alternativa, bien al sur de la ciudad. Más allá de SoHo. En el mundo paralelo, todavía más alternativo, de Tribeca. El territorio de la nueva vanguardia. Muntadas, parapetado en sus gruesas gafas de visionario, se abrazó al inédito arte del vídeo, en el que reinaba Nam June Paik y crecía Bill Viola, dentro de un movimiento conceptual extremo. Miralda aportaba una mirada lúdica, mitológica y festiva, una corriente mediterránea fresca y alternativa para los nuevos campos de la performance y del happening.
Vienen estos recuerdos de aquellos días, en los que vivimos el amanecer de nuevas corrientes en el trepidante Nueva York de los setenta y ochenta, al contemplar las 54 fotografías que, tras un largo viaje en el tiempo, salen del archivo de Miralda y se muestran en una galería de Lavapiés, en Madrid. Este barrio sin pretensiones, que aparece hoy como una mezcla del East Village, SoHo y Tribeca, resulta un escenario perfecto para este desfile de contactos en blanco y negro que retratan un mundo ya perdido pero muy vivo en el imaginario del arte: el Nueva York callejero que revitalizó el arte en aquellas décadas prodigiosas.
Identificado con sus puestas en escena exuberantes, coloristas y lúdicas, pocos pueden pensar en Miralda (Terrassa, 1942) como fotógrafo, aunque valga para este apodo profesional la función de captador de la realidad con un ojo peculiar, sin la pretensión inicial de dotar al producto del marchamo de obra de arte. Lo cierto es que la fotografía fue su medio iniciático o su pasión de juventud. En París incluso fotografió para una gran revista de moda, y en su almacén hay miles de negativos que recopilan una fructífera vida de correcaminos y, a la postre, documentalista de una época.
Sus fotos de Nueva York muestran una mirada muy particular. Busca en este caso la línea más allá de lo prohibido, se asoma a lo lúdico y lo que limita con el esperpento, hace arqueología urbana con protagonistas que se muestran a mitad de camino entre lo bochornoso y lo entrañable, ciudadanos de esa América que, incluso fotografiada en blanco y negro, parece siempre de un abrumador tecnicolor. Este Nueva York que nos trae, barnizado por el tiempo, a la galería de Lavapiés se codea con los clásicos de la fotografía realista americana, que en una instantánea aleatoria cuentan toda una sociedad.
Las habituales barreras policiales en el movido mundo neoyorquino, hechas con maderas pintadas de azul y blanco, siempre llevaban inscritas un “DO NOT CROSS” que ahora da significativo título a la exposición de la Galería Moisés Pérez de Albéniz (MPA). Al otro lado de las vallas vemos deambular a paseantes, manifestantes de variadísima condición, ataviados con ropas y disfraces atípicos que les hacen más singulares y vistosos. Aparecen tan atractivos como amenazantes. La cámara les busca y quiere saltar la barrera para conquistar ese espacio prohibido donde los agentes del orden preservan la zona urbana que no debe alcanzarse. El ojo conquista finalmente el espacio y Miralda nos lo entrega en esta serie de contactos que denotan una época —el tránsito de la crisis de los setenta al esplendor de los ochenta—, pero que se hacen intemporales como muestra de la dialéctica en la batalla por el dominio del espacio público. Asalto y defensa. Ruptura frente a orden. En este largo arco espacial y temporal desde Tribeca a Lavapiés, esta colección de fotos aparece ahora tintada de temporalidad, y por ello son imágenes más connotadas y significativas. Desprendidas del aire de lo inmediato, entran con Miralda a formar parte de lo clásico.
Podemos ver tambien estas fotos como una búsqueda, una indagación de Miralda en las costumbres americanas, sus manifestaciones y sus ritos. Crecido entre festejos mediterráneos, el artista supo cómo nadie unir las sensibilidades de ambos lados del Atlántico hasta llegar a los famosos desposorios entre Miss Liberty y el señor Colon. Los objetos fetiche, los rituales, las acciones son hitos que Miralda nos ofrece como gran maestro de ceremonias para poner en valor lo cotidiano y mostrar con deleite la verdadera base de una cultura.
El templo de la performance culinaria
Cuando Miralda, Muntadas, Bob Smith y otros artistas vivían en su ya mítico loft de West Broadway, divisaban enfrente de sus ventanales un edificio singular de dos plantas con el logo de Teddy's pegado a su fachada. Un antiguo restaurante que había perdido el esplendor de sus mejores tiempos. Ese espacio iba a convertirse en el templo del gran ceremonial de los ritos culinarios que Miralda había iniciado hacía tiempo, y que iban amasándose para una nueva dimensión con el concurso de la gran chef Montse Guillén. Cuchillo y tenedor, una pareja indispensable, que ha sabido ver y conquistar el mundo a través de la trasformación de los alimentos.
El sueño de ambos tomó cuerpo, y se hizo ceremonia de la comida, con y en El Internacional. Fue mucho más que un restaurante, aunque como tal se convirtió en el destino más original y obligado de mediados de los ochenta en Nueva York. Fue una obra de arte completa, coronada precisamente por la icónica diadema de la Estatua de la Libertad en el ático del edificio. Nada se improvisó. Desde el color azulina de las Margaritas al diseño gráfico claro y eficaz, las tapas trasplantadas de la península, los porrones de la tentación… Elementos para una performance diaria con los mejores protagonistas, desde Basquiat al alcalde Ed Koch, Betsey Johnson, Michel Douglas, Bianca Jagger, Phillip Glass… ¿Quién no estuvo allí? Si eras alguien en aquel Manhattan tenías que pasar por El Internacional. Nunca hubo tanto revuelo español en la ciudad, desde los días de Gala y Dalí. Un sueño, una locura, una pasión artística. Un lugar de paso obligado, donde tambien dejaron huellas de su trabajo los Vicente Todolí, Chano Armenter, Pamela Duffy, Elena Guereta, Luisa del Valle, Jordi Torrent, Berta Sichel y tantos otros neoyorquinos en tránsito que colaboraron en el empeño de hacer que un restaurante fuese un templo de la cocina, la conversación y el arte.
La comida ha estado presente desde mucho antes y hasta ahora mismo en el menú artístico impulsado por Miralda en su obra. Quedará sin duda como su gran aportación emblemática. El autor se adelantó a esta época de preocupación biodietética y adoración culinaria, al combinar los elementos básicos para la vida, su transformación y los ritos de consumo, integrándolos en el territorio de la reflexión artística.
Miralda fue más allá del happening y de la performance. Siempre ha asaltado la realidad con nuevas dosis de creatividad. Multiplica los manjares en bodas de dimensión atlántica. Ahora en Miami, como antes en Nueva York y mucho antes en París, ha demostrado saber que el arte reside en lo más básico, cercano y cotidiano, desarrollando el concepto de Food Cultura. Hay que ser un mago de corte daliniano para hacer de lo real y aparentemente simple un lugar mágico que nos deje clara la dimensión del mundo que habitamos. Multiplicando y coloreando panes y peces hemos asistido a una fiesta de los sentidos con el maestro de ceremonias más audaz. El festín lo sirve Miralda.