Con sólo dos largometrajes, Laura Mora (Medellín, 1981) se ha convertido en un referente del nuevo cine colombiano. Matar a Jesús (2017) era una película autobiográfica, en la que fantaseaba con encontrar al sicario que acabó con la vida de su padre, profesor de Derecho en la universidad. Entre otros muchos galardones, obtuvo el Premio Nuevos Directores en el Festival de San Sebastián, al que la directora regresó en 2022 para llevarse nada menos que la Concha de Oro por Los reyes del mundo. Esta última película —que llega a las salas españolas este 17 de marzo tras preinaugurar tres días antes en Barcelona el festival LATCinema de Casa América Cataluña— está más impregnada de ese realismo mágico típicamente colombiano que su predecesora, pero las dos están ligadas por esos jóvenes bikers que aparecen fugazmente en la primera y se convierten en los protagonistas absolutos de la segunda. Uno de ellos decide reclamar las tierras que los paramilitares le arrebataron a su abuela. La propiedad de la que, según la ley, es el legítimo heredero está en el Bajo Cauca, una conflictiva región a 350 kilómetros de Medellín. Y ahí se van los cinco chavales en sus bicis de rueda pequeña, agarrándose a los camiones, dibujando eses en bajadas sin fin, a medio camino entre Tom Sawyer y Los olvidados, como si los niños de todas aquellas películas de los ochenta hubiesen nacido en la calle y no tuviesen otra familia que su propia pandilla.
Hablamos con la directora de estas dos grandes películas, y de otros proyectos que tiene por delante.
- Da la impresión de que siempre estás muy ocupada. ¿En qué andas ahora mismo?
- Pues sí, salgo justo de una reunión, porque estoy produciendo la película de Daniela Abad, que es una realizadora que viene del documental. Es la hija del escritor Héctor Abad, y de hecho estudió en la ESCAC, en Barcelona. Ahora va a lanzarse a su primera ficción. También voy a dirigir tres capítulos de Cien años de soledad, un proyecto de Netflix. Estoy muy asustada.
- Ah, mira, tengo por aquí un ejemplar firmado por Gabriel García Márquez.
- Pues podrás venir a mi fusilamiento (risas).
- Está claro que el realismo mágico es algo de lo que los colombianos no podéis escapar. Se nota en Los reyes del mundo, respecto a Matar a Jesús. Hay ahí una evolución hacia la magia.
- Sí, está claro. En Los reyes del mundo la imaginación se convierte en un lugar simbólico, el único territorio del que los protagonistas jamás serán expulsados.
- Yo veo ahí una lírica muy romántica de la resistencia. ¿Hasta qué punto es pura ensoñación, o tiene implicaciones en la realidad? Pienso, por ejemplo, en ese burdel con prostitutas que van a su aire, que es invención, pero inspirado en ciertas realidades militantes.
- Para mí las tiene, porque tendemos a desposeer al otro de todo, incluso de esos lugares simbólicos, y yo creo que es ahí dónde se puede existir. En mi vida, a pesar de que he gozado de todos los privilegios, puesto que he podido estudiar, educarme y hacer cine en un país como Colombia, he podido ver que, en esos lugares más de disidencia, hacia los extramuros, la imaginación y los afectos son un lugar de resistencia. Y pienso que, en el mundo, esos lugares de resistencia son cada vez más importantes porque el capitalismo es cada vez más cruel. Esos restos de humanidad terminan siendo en lugares políticamente muy resistentes, incluso sin haber tenido formación política.
- ¿Cómo explicas esa necesidad tan colombiana de llevar la realidad a un territorio más mágico?
- Creo que se debe a que venimos de una tradición oral muy fuerte, que nunca ha sido muy realista, sino que está anclada en un lugar poético, imaginario. Yo tengo una teoría sobre eso, y es que nuestra realidad es tan fuerte y tan violenta que necesitamos cierto nivel de abstracción poética. Cuando leí a García Márquez de muy joven me recordó mucho a cómo mi abuela me contaba las cosas. Ella venía de un pueblo, y cuando me hablaba de la muerte de su padre, o de la guerra entre conservadores y liberales, siempre estaba todo disfrazado con unos matices sobrenaturales. Es nuestra manera de sobreponernos a la tragedia.
- Hace poco vi Los conductos, de Camilo Restrepo, que también es muy onírica, y está hecha, como Los reyes del mundo, con gente de la calle. ¿Es una nueva tendencia del cine colombiano? Ahí también entraría La jauría, de Andrés Ramírez.
- La jauría no la he visto todavía, pero Los conductos me encanta. Camilo viene del mundo del arte, y yo también soy muy cercana a ese mundo, porque mi hermano es artista visual. Y cuando vi la película de Camilo, que es muy diferente a mi cine y a mi modelo de producción, de repente tengo con él un diálogo que me interesa muchísimo. Lo conocí personalmente porque presenté su película, y hablamos mucho. Creo que es una voz extraordinaria dentro del cine colombiano.
- ¿Qué más te interesa del cine colombiano?
- Pues muchas voces del documental, como Marta Hincapié, por Las razones del lobo, donde interpela a las clases altas sobre su responsabilidad en la violencia. También me parece muy interesante a nivel formal. Y luego, por supuesto, la voz de Víctor siempre está muy presente, y es maravillosa.
- Víctor Gaviria es un poco como el padre de todo esto, ¿no?
- Un poco, sí, además es tan generoso. Para mí, más que cineasta, es un poeta, y leerlo también ha sido muy importante.
- De Gaviria a esta parte, ha habido una renovación generacional, ¿verdad?
- Siento que formamos parte de una generación muy interesante de cineastas, aunque todos con una edad muy distinta, pero con una tendencia a mirar mucho la juventud. Y eso me llama mucho la atención, es como un cine que es muy joven en su hacer, pero también muy joven en su temática.
- Diría que se está dando en toda Latinoamérica, pero que en Colombia es particularmente fuerte ese cine de la juventud.
- Es muy fuerte, no sé si es que también ponemos de manifiesto lo poco futuristas que somos. Nos cuesta pensarnos como adultos porque no sabemos si llegaremos a serlo. A mí me ha generado mucha fascinación la juventud, aunque debo decir que la juventud de ahora me interesa menos de lo que me interesaba hace unos años.
- Nos hacemos mayores. Pensando ahora en Matar a Jesús, me gustaría saber cuánto hay de ficción y cuánto de realidad. Obviamente, sé que tu padre fue asesinado, como en la película.
- Bueno, yo nunca conocí al sicario. En ese sentido, es una ficción total. Pero ella, la protagonista, sí soy yo de muchas formas. Matar a Jesús es una película de la certeza, o sea, como que en Matar a Jesús yo sabía todo. Sabía cómo caminaba ella, por dónde caminaba, con qué lente iba a filmar, sabía que quería ir con la cámara al hombro todo el tiempo. En cambio, con Los reyes del mundo no. Eso a mí, que soy muy controladora, me llenó de vértigo y me asustó mucho. Aunque de repente me di cuenta de que era lo más interesante de todo, porque el viaje de ellos también es un viaje hacia la incertidumbre, es un territorio que no conocen, casi hacia el más allá. Y yo tenía que viajar con ellos. Como directora, tenía que atravesar eso y dejarme impactar por la naturaleza, por el paisaje, por la incertidumbre.
- ¿Por qué te atraía tanto filmar en el Bajo Cauca, una región considerada como muy peligrosa?
- Me atraía mucho rodar ahí porque ese mismo recorrido, que es el que hacen los chicos, pasar por el norte de Antioquia al Bajo Cauca, es el recorrido que hacemos los que somos de Medellín para ir a la costa atlántica. Como Medellín es un valle rodeado por la montaña, salir al mar es una gran odisea, y toca atravesar todo esto. Es un viaje que muchos hemos hecho. Y toda la vida, al pasar por ese Alto de Minas, lleno de neblina, siempre me decía: “Este territorio es el trópico en su máxima expresión y el trópico también trae cierta violencia y belleza en su naturaleza. No es una naturaleza ordenada, no es un bosque, es una selva”.
- Naturaleza extrema.
- Es extrema, y el río Cauca es un río extremo, que no se ha navegado tanto precisamente por su caudal y por su violencia. En Colombia, los ríos son tumba, porque hay tantos cuerpos que se han echado a los ríos y que siempre han aparecido en los ríos. Pasar por ese paisaje me intrigaba por todas estas historias que oía de mi papá, de los relatos del país en el que estaba creciendo. Entonces, cuando terminé de rodar Matar a Jesús, hice ese viaje, me fui a la costa, iba en el carro.
- ¿Querías recordar esos viajes, en tu infancia, con tu padre?
- Claro, claro, y porque ese paisaje siempre me intrigó. También necesitaba ver el mar, y cuando hice el viaje, empecé a imaginar a los chicos, porque venía del casting larguísimo para Matar a Jesús, y comencé a tener esas imágenes en mi cabeza de ellos atravesando el paisaje, reclamando un lugar en el mundo. Paré en el carro y escribí tres líneas en mi libreta que decían: “Unos chicos vengándose del mundo, chicos reclamando un mundo, somos los reyes del mundo”. Luego empecé a escribir imágenes de manera muy aleatoria.
- ¿Por qué dicen que es tan peligroso ese territorio?
- Por su riqueza, básicamente. Es un territorio muy rico en oro, muy rico en coca, y ofrece unos corredores que son muy estratégicos para el narcotráfico. Como todo Colombia, ha sido un territorio para el que su riqueza se ha convertido en su condena, con mucha gente peleando. Grupos armados, élites, etcétera.
- ¿Élites?
- Son bandas armadas. Hubo un momento en el que hubo disputas entre el ELN, las FARC, las Autodefensas, ahora está el Clan del Golfo; o sea, todo el mundo ha pasado por ahí.
- ¿El Clan del Golfo son narcos?
- Sí. Es una población que ha estado, digamos, todo el tiempo bajo el látigo de la violencia. Todo el mundo nos dijo que no rodáramos allí. Desde autoridades institucionales hasta amigos cercanos, fotógrafos y periodistas que han registrado la guerra. Nos decían: “Están locas, entrar al Bajo Cauca es muy difícil”. Pero Mirlanda Torres, mi socia-productora, me dijo: “No dudemos, hagamos un trabajo respetuoso, tranquilo, con tiempo”. Y, desde 2018, empezamos a hacer viajes muy solas. Así conocimos a líderes sociales o culturales, y nos acercábamos de una manera como muy tranquila y muy desprovista de prejuicios al territorio. Fue increíble, porque sólo encontramos afecto, sabiduría y amor. Luego vino nuestro jefe de locaciones, que es un chico fascinante. Yo digo que él hace de la búsqueda de locaciones un poema. También fue muy hermoso cómo se relacionó con la gente. Fue increíble la manera como nos abrieron el territorio. Al contrario de lo que uno imaginaría, no tuvimos amenazas, no tuvimos ningún acto violento, ni extorsiones, ni nada de ese tipo. También debo decir que la ficción nos cobijó.
- ¿En qué sentido?
- Cuando nos mandaban a alguien a preguntar qué es lo que estábamos haciendo, les decíamos que era una ficción sobre unos chicos que reclaman su lugar en el mundo. Y nos decían: “Ah, no son periodistas, no están haciendo una crónica, no van a hacer un documental”. Como que la ficción también nos abrazó y nos permitió entrar de una manera muy bella.
- ¿Ya se ha presentado la película en el Bajo Cauca?
- Sí, ya fuimos. Fue de las proyecciones más memorables.
- Los reyes del mundo y Matar a Jesús incluyen escenas de bajadas de los bikers por las lomas muy parecidas, y muy hipnóticas, porque no sabes cómo van a frenar.
- Cuando yo era muy joven empezó mucho esta onda de los chicos de tirarse por las lomas y a mí me fascinaba y me gustaba subir a verlo. Entonces la incorporé en Matar a Jesús y conocí a estos chicos que hacían gravity biking, y me fasciné con ellos. Son como los punks de los barrios más populares, ellos no saben cuán anarquistas y rebeldes son, pero lo son. Y de ellos son frases como “prefiero terminar muerto debajo de un camión que con un uniforme o un fusil al hombro”. Cuando hablábamos de por qué les gustaba tanto el gravity era como que esa adrenalina los hacía sentir vivos, y yo siento que eso es muy colombiano, como que estar cerca de la muerte también nos reivindica con la vida. Con Los reyes del mundo, quise llevarlo más lejos…
- Una odisea.
- Sí, porque en el gravity biking los viajes que hacen son cortos normalmente. Uno de ellos, sin embargo, el más chiquito es un viajero. Lo que más le gusta es viajar en mula. De repente los llama: “Estoy en la frontera con Ecuador”.
- ¿En mula?
- En tracto mula, en camión. Los decimos mulas coloquialmente. Y a ese chico le encanta viajar. O sea, él sí tiene un aspecto muy viajero. Algunos han viajado, como que se van de Medellín a una ciudad cercana que se llama Pereira y se van con la bici, se van en camiones también, como pirateando…
- Siempre pirateando...
- Sí, la película, como ellos, tiene mucho de desobediencia, no sólo a la autoridad, aunque estos personajes crecen un poco fuera de la ley, pero también hay una desobediencia estética y narrativa, como que también desobedece a ciertas reglas naturales del género de la película de carretera. Se sale del tiempo, vuelve al tiempo, se sale de la carretera muchas veces.
- ¿Tenías algunas referencias en mente?
- Pensé mucho en estas películas con las que creció mi generación, como Los Goonies o Stand By Me. Me decía: “Claro, nosotros crecimos con estas películas de estos chicos y de este paisaje gringo donde los peligros parecen ser otros, tan livianos en nuestro contexto...”. Pensé en el oro, que es lo que suele activar este tipo de viajes, y pensé que, en este caso, el oro sería un lugar donde existir tranquilamente. Así que, de alguna manera, quería contestar a estas películas del cine norteamericano que nos pusieron a toda una generación. Quería decirles que, en nuestro territorio, las cosas serían diferentes y el tesoro termina siendo la imaginación, un lugar tan imaginario como metafísico.
- No se puede decir que la película tenga un happy end.
- Mucha gente me dice que no tengo esperanza. Y yo siempre les respondo: “Si yo no tuviera esperanza, no haría el cine que hago, lo que pasa es que una cosa es la esperanza y otra el optimismo”. Lo mío es esperanza sin optimismo. Estoy anclada a la esperanza como en una utopía. Soy como más schopenhaueriana en ese sentido, más existencial; o sea, para mí la esperanza es una línea en el horizonte que se va corriendo, pero yo siempre camino hacia allá. Aunque no soy tan optimista frente al mundo, sí tengo esperanza.
- El final de Matar a Jesús deja la idea de que crees más en una respuesta individual que colectiva.
- No lo sé, pero en las dos películas quería interpelar al capitalismo. Por más que sean relatos locales y anécdotas muy colombianas, las dos películas están diciendo que los responsables de todo esto —en el caso de ella, del crimen del padre, y en el caso de los chicos, del despojo de la tierra y de empujarlos al margen— no tienen ni nombre, ni rostro. En Matar a Jesús, el sicario sólo era el gatillo, y en Los reyes del mundo tampoco se sabe muy bien quiénes son esos despojadores y quiénes son los que están intentando expulsar más y más gente al margen. No tienen nombre, ni apellido.
- ¿Nunca supiste quién mató realmente a tu padre? De dónde venía el tiro, y por qué.
- No, sabemos un poco que fueron paramilitares, pero no sabemos quién ordena. Y en el caso de Los reyes del mundo, volvemos a quién está explotando la tierra y expulsando y dejando a la gente sin lugar, también son maquinarias enormes.
- Digamos que el capitalismo no tiene rostro, porque el propio dinero es el poder. El dinero manda por encima de cualquier humano. Es un ente abstracto.
- Sí, el propio dinero. Y al final, pues, ¿qué nos queda a los seres humanos si no es la imaginación y los afectos? Y el cine y hacer películas.