Caminando por Madrid me topé con La Veintinueve, una tienda que me llamó la atención por su escaparate, colorido, magnético. Dedicada a la indumentaria retro, tiene una colección impecable de zapatos pin up y vestidos estilo años cincuenta que me hizo viajar mentalmente en el tiempo. Como trabajo para una radio argentina haciendo salidas en vivo desde diferentes lugares de España que, por distintos motivos, me resultan atractivos, entré. Hablé con la joven empleada del lugar y me enteré de que el dueño del sitio también tiene un sello discográfico que viene reeditando a buen ritmo viejas joyas de la música venezolana, sobre todo de los años sesenta y setenta. Otro viaje al pasado...
Pero El Palmas Music —así se llama el sello de Maurice Aymard— no solo vive de la nostalgia: también edita artistas contemporáneos como La Jungla y Acid Coco. El trabajo de recuperación destaca, eso sí, porque es muy puntilloso: para citar un ejemplo concreto, vale la pena acercarse a un disco como Tropical Cosmic Sounds From Space, compilado que funciona como un buen muestrario de la música singular y aventurera de Ángel Rada, un artista venezolano que a fines de los sesenta emigró a Alemania para estudiar química industrial y música, fue discípulo de Klaus Schultze —pionero del krautrock, artista clave de la electrónica de vanguardia alemana y fundador de grupos como Tangerine Dream y Ash Ra Tempel—, trabajó en los míticos estudios King Klang donde grababa Kraftwerk y se convirtió en un referente de la música “etnosónica”, derivada del minimalismo y la psicotrónica. Las únicas posibilidades de que manifestaciones artísticas con estos niveles de experimentación salgan de las sombras dependen de la iniciativa de alguna institución pública o de un emprendedor como Maurice, también músico y DJ, con un saludable perfil de agitador cultural latino en tierra europea.
Hijo de un ingeniero y nieto de franceses, como revela su apellido, este venezolano también conocido como “El Palmas” (de ahí el nombre del sello) se fue de su país hace 20 años, empujado por una crisis que con el tiempo se fue agudizando más y más. Hoy son más de 5 millones los venezolanos y las venezolanas que viven fuera de su país, casi el 20% de la población total. Ahora Maurice vive en Barcelona, donde tiene otro local de La Veintinueve y la oficina del sello, situada en una planta superior de la misma propiedad. Un lugar repleto de vinilos que también funciona como una sala de ensayo pequeña e informal donde Maurice despunta el vicio de la música tocando congas y batería.
Su caso es interesante porque llegó con poco y nada, vivió compartiendo piso y tuvo que imaginar un futuro en un contexto de zozobra donde casi no tenía contactos. “En Venezuela presencié un secuestro y también el paro nacional que duró cuatro meses durante el Gobierno de Hugo Chávez y el caos que se produjo en el país. Yo tenía una tienda de discos y estuvo cerrada todo ese tiempo”, explica Maurice. “La inflación era del 300% anual. Todo el mundo estaba enemistado: que si eras chavista, que si no lo eras... Se empezó a sentir mucho el deterioro. Y luego pasó algo determinante: nos secuestraron a un amigo y a mí durante seis horas. Cuando me liberaron, resolví irme a España. Tenía pasaporte porque soy nieto de franceses. Llegué sin nada, sin planes, sin conocer a nadie. En 2003, cuando llegué, no había muchos venezolanos en Barcelona. Ahora parece Caracas (risas)”.
La historia de la Venezuela del siglo pasado está caracterizada por la agitación y los cambios. El país se modernizó y vivió un auge económico luego de que Rómulo Betancourt impulsara una nueva Constitución en 1961 y fomentara un ambiente general de desarrollo cultural en el que crecieron los padres de Maurice, que experimentó los beneficios de algunos de los últimos ecos de ese clima liberal. Pero el propio Betancourt llegó por primera vez al poder a través de un golpe de Estado cívico-militar, después ganó elecciones legítimas, sufrió conspiraciones en su contra tramadas por el dominicano Rafael Trujillo y el cubano Fidel Castro y terminó reivindicado hoy en día por algunos historiadores como “el padre de la democracia venezolana”. Más allá de los juicios sobre buenos y malos en este cuento, lo cierto es que Caracas tuvo en un pasado no tan lejano una fisonomía urbana y una actividad cultural muy diferentes a las que tiene hoy. “En los setenta recuerdo que a Caracas la llamaban ‘la petit París’”, señala Maurice. “Se vendía petróleo y el bolívar estaba en paralelo con el dólar. Después de la Segunda Guerra Mundial, Caracas se llenó de franceses, españoles, portugueses, italianos... Llegó mucha inmigración europea y se armó un cruce de culturas. El boom petrolero provocó mucha inversión en el país y en ese contexto aparecieron muchos sellos discográficos. Se fabricaban muchos discos en el país, había grandes estudios de grabación. También se producía cine. Era una ciudad rica, muy cosmopolita, la Caracas de los setenta”.
Esos años de la “Venezuela saudita”, beneficiada por el aumento brutal del barril de petróleo durante la crisis de la OPEP iniciada en 1973, fueron el prólogo de un país más convulsionado que desembocó en el Caracazo, la enorme protesta popular de 1989, luego de sucesivas malas administraciones que profundizaron la desigualdad social y propiciaron la aparición de un caudillo que llegó con la discutida receta de la “revolución bolivariana”. El proyecto de Chávez funcionó un tiempo y —sería ocioso ahondar sobre el asunto en este artículo— después fracasó, como lo prueba la enorme cantidad de exiliados venezolanos que hoy pululan por el mundo.
La Venezuela de hoy tiene una cara distinta a la que tenía en los setenta, y en esta nueva versión aquella vibración cultural que incorporaba la influencia europea sin resignar la impronta local no resuena demasiado, casi ha desaparecido. Los cruces culturales de aquellos años, el cosmopolitismo que destaca Maurice, tenían características diferentes a los que produjo en todo el mundo la globalización, más tendientes a la uniformidad, el incentivo al consumo y la famosa gentrificación de las grandes ciudades. Lo que ocurrió en Venezuela en los setenta —y en otros lugares y épocas del siglo pasado— fue una combinación que disparó algo nuevo, la consecuencia virtuosa de una intensa hibridación. Hoy todo se parece un poco más entre sí, aunque ese proyecto de estandarización general no sea sencillo ni tan veloz como el capitalismo sueña porque hay algunos focos de resistencia.
En los años de la petit París sudamericana —de los sesenta a los noventa, con un desarrollo que gradualmente fue menguando—, funcionaban en Venezuela muchos sellos discográficos nacionales —Discomoda, Top Hits, Yare, Sonus, Velvet, Souvenir— que de alguna manera han sido una inspiración para El Palmas Music, un proyecto encabezado por Aymard que cuenta con la colaboración cercana de Daria Mechkat en labores de diseño y de Paulo Olarte como curador. El primer lanzamiento del sello fue un disco de Daniel Grau, artista conocido como “el Moroder venezolano” que había permanecido más de 30 años en silencio. El mágico mundo de Daniel Grau (2019) es un rescate magnífico, un álbum atemporal de space disco que también amarán los fans de Lalo Schifrin y Burt Bacharach. También son muy recomendables los compilados Color de Trópico: en sus tres volúmenes aparecen artistas como Los Darts, Hugo Blanco, La Retreta Mayor, Nelson y sus Estrellas, Los Kings, Anselmo López y la Orquesta La Playa, entre otros. Una música excitante y prácticamente desconocida fuera de Venezuela (sobre todo para las generaciones más jóvenes) que es genial descubrir en estas cuidadas reediciones en vinilo.
“En los años setenta, los artistas venezolanos que tenían hits vendían 300.000 copias, y los menos exitosos quizás vendían 50.000. Era otro momento del mercado discográfico, que se fue deteriorando sin pausa hasta que llegó a lo que llegó, una crisis terminal. Pasó lo mismo con Caracas, una ciudad espectacular, con una gente increíble, buen clima, unas playas preciosas, pero un poco mal administrada en mi opinión y para decirlo de un modo leve”, apunta Maurice, que tiene una hija de 12 años nacida en España y hoy planea regresar a su país sólo para visitar familiares y amigos.
El Palmas Music trabaja alrededor de una sonoridad diversa pero al mismo tiempo clara en sus lineamientos: soul, funk, salsa, cumbia, merengue, joropo, son, wawancó, bugalú... Música de climas cálidos que invita a mover el cuerpo y abandonar al menos por un rato el estrés de la vida cotidiana. “Tenemos una producción que incluye reediciones, rescates de música venezolana descatalogada y también un poco de música nueva. Respetamos el arte original de los discos que reeditamos, aunque hacemos algunos retoques. Las ediciones son en 12 y 7 pulgadas”, explica Aymard, encargado de la curaduría en sociedad con Olarte, un colombiano que también vive lejos de su país, en Suiza. Los discos se venden bien en España, Francia, México, Japón e Inglaterra, todos países con importantes nichos de cultores de la música retro. Y al mismo tiempo, las fiestas y los conciertos que el sello organiza —por ahora esporádicamente— ya reúnen a unas 200 personas cada vez que aparecen en Barcelona.
“El Palmas Music es una mezcla de placer y negocio”, dice Maurice. “Yo estoy muy cerca de la música desde que tengo uso de razón. Este es mi tercer sello discográfico, y también soy DJ. Sé perfectamente que vivir de la música toma mucho tiempo. Lo terminas haciendo porque te gusta y porque crees que en algún momento vas a poder vivir de ello, pero los resultados no son inmediatos. Pero hoy en día este sello es rentable: paga sueldos que no son gigantes, pero paga”.
El emprendedor discográfico explica que tiene un buen conocimiento del mercado, porque lleva trabajando en el sector desde 1998, y cree que El Palmas Music es su proyecto más maduro. “Aprendí mucho con mis otros dos sellos, Apersonal Music, que estaba más orientado a la música disco, y Galaktika, centrado en el house y el techno”, agrega este venezolano multifacético que también es el diseñador de una línea de zapatos femeninos inspirados en los modelos de los años cuarenta y cincuenta que vende en sus tiendas de indumentaria retro, en evidente sintonía con la música que edita en su discográfica independiente: “Están relacionados en el aspecto cromático, en el rollo tropical”, explica. “Editamos música tropical que tiene un toque retro y a la vez suena moderna. Y le ofrecemos una buena alternativa a los coleccionistas que a veces pagan entre 400 y 1.000 euros por discos originales que nosotros reeditamos y vendemos a 30”.
Por ahora, El Palmas Music ha publicado más de una treintena de discos. Sus tiradas suelen ser de 600 copias, aunque algunas llegaron a las 1.300. Sin quitar el foco de Venezuela, Maurice proyecta empezar a editar música de otros países: Colombia, Irán, por citar dos ejemplos que ya tiene en mente. Mientras hace planes, se mueve regularmente entre Barcelona y Madrid para cambiar de aire. “Mi experiencia en Barcelona ha tenido sus subidas y bajadas”, dice. “En un momento pensé en mudarme a Madrid porque me resultaba insoportable el tema del independentismo. Todo el mundo hablando de eso, que tú eres y yo no soy, todas las calles cortadas... Me hacía acordar un poco a Venezuela. También sufrí el drama de los atentados y el de la pandemia. Pero le estoy agradecido a esta ciudad, obviamente”.
Maurice me cuenta todo esto cuando estamos por despedirnos. Cuando llegué a su tienda de Barcelona, donde mantuvimos la charla que se transformó en esta entrevista, en cambio, me habló muy rápido de un gran sello venezolano fundado en 1947 por otro emprendedor, Ernesto Aue. Se llamaba El Palacio de la Música y llegó a distribuir la obra de Fania All-Stars para toda Sudamérica. Los sueños de Maurice tienen ese tipo de inspiraciones. El tiempo dirá si los puede volver realidad. Mientras tanto celebramos la vida de un sello como El Palmas Music, tan modesto como valioso en su misión de propiciar los encuentros con una música que siempre multiplica las endorfinas.