En 1920, Joan Miró pisó por primera vez París. Y nada más llegar, fue a visitar a Pablo Picasso.
Los dos artistas —que ya habían cruzado caminos en 1917 en Barcelona, cuando Picasso acudió al estreno en el Liceo del ballet Parade, para el que había diseñado la escenografía— no podían encontrarse en momentos vitales más diferentes.
Miró, tímido y cauto, tenía entonces 26 años y todavía estaba abriéndose camino. Era prácticamente desconocido, apenas había expuesto, absorbía influencias en busca de un estilo propio. Picasso, 12 años mayor, expansivo y temperamental, era toda una estrella. Ya había consumado la revolución cubista, sus obras eran objeto de deseo, había reemplazado la bohemia por el confort burgués.
Dos mundos distintos que conectaron en el número 23 de la Rue de la Boétie. Miró —que se había presentado a la cita con una ensaimada por encargo de la madre de Picasso, a la que frecuentaba en Barcelona— fue recibido con afecto. A partir de aquel encuentro, ambos artistas irían estrechando lazos, hasta tejer una amistad que se prolongaría durante más de medio siglo, hasta la muerte del pintor malagueño en 1973.
Esa relación de complicidad y admiración mutua es ahora el eje de una gran exposición conjunta en Barcelona, ciudad clave para los dos artistas: ahí nació y creció Miró; ahí se formó Picasso; ahí ambos decidieron crear sus propios museos, la Fundación Joan Miró y el Museo Picasso, sedes simultáneas de esta muestra que abrió sus puertas el pasado 20 de octubre y que se podrá visitar hasta el 25 de febrero.
Bajo el título Miró-Picasso, la doble exposición se enmarca en los actos del Año Picasso, conmemoración del 50 aniversario de la muerte del artista malagueño que ha motivado múltiples muestras en todo el mundo, como la que estos días acoge el MoMA de Nueva York, dedicada a la etapa del pintor en Fontainebleau. Además, coincide con los 40 años de la muerte de Miró y con el 60 aniversario del Museo Picasso barcelonés. Una triple efeméride que justifica sobradamente esta ambiciosa propuesta que, por otro lado, salda una deuda histórica: pese a que la afinidad existente entre ambas figuras siempre fue conocida, nunca antes había sido objeto de una exposición tan extensa.
En total, Miró-Picasso reúne 338 obras y documentos, incluyendo pinturas, grabados, esculturas, cerámicas, obra gráfica y libros ilustrados. Gran parte del material procede de los fondos de los dos museos organizadores, que han intercambiado algunas de sus piezas más emblemáticas, aunque la muestra también se nutre de los préstamos de coleccionistas privados y de más de una treintena de instituciones de todo el mundo. Hay decenas de obras que nunca habían recalado en Barcelona. En palabras del director de la Fundación Miró, Marko Daniel, “esta exposición no se repetirá en nuestra vida”. Y tampoco se podría haber celebrado en otro lugar: sólo en Barcelona se conservan tantas piezas de los dos artistas.
Comisariada por Teresa Montaner, Sònia Villegas, Margarida Cortadella y Elena Llorens, la muestra se organiza en torno a siete bloques cronológicos y temáticos que se repiten en los dos museos. De esta forma, quien renuncie a la entrada combinada y opte por visitar sólo un centro podrá obtener una visión autónoma de la propuesta.
El doble recorrido comienza con las primeras interacciones entre los dos creadores: el estreno de Parade en Barcelona en 1917, los encuentros en París entre 1920 y 1921. A este ámbito pertenece uno de los grandes reclamos de la exposición: La masía de Miró (1921-1922), que se ha despedido por unos meses de la National Gallery de Washington para dar la bienvenida a los visitantes del Museo Picasso. “Una miniatura enorme” —según la definición del director del Picasso, Emmanuel Guigon— que hechizó al escritor Ernest Hemingway. Junto a este cuadro se encuentra el autorretrato que el artista barcelonés pintó en 1919 y que poco tiempo después iría a parar a las manos de Picasso. El malagueño lo conservó en su colección personal hasta su muerte, al igual que Retrato de una bailarina española (1921), que se expone en la Fundación Miró en diálogo con Mujer con mantilla (1917).
El acercamiento al surrealismo en los años veinte ocupa varias salas en los dos museos, con obras que resultan perturbadoras por sus formas desencajadas. Una que sobresale en ese sentido es La danza (1925), la reinterpretación macabra del tema de las Tres Gracias con la que Picasso anunció el fin de su etapa clasicista. El monumental lienzo, procedente de la Tate de Londres, convive en la Fundación Miró con el minimalista Retrato de una bailarina (1928), del Pompidou de París, ensamblaje que ilustra la capacidad de síntesis mironiana: con una pluma, un alfiler y un tapón de corcho, el artista catalán —que acababa de proclamar su intención de “asesinar la pintura”— era capaz de componer una obra llena de lirismo.
El recorrido sigue con la incursión de los dos pintores en la poesía —Miró y Picasso no sólo se rodearon de poetas e ilustraron poemarios, sino que también escribieron sus propios textos, a menudo deudores del humor absurdo de Alfred Jarry—, para detenerse luego en los años de conflicto bélico. El estallido en 1936 de la guerra civil española llevó a ambos artistas a poner su talento al servicio de la República, que recurrió a ellos para decorar su pabellón en la Exposición Universal de París de 1937. Picasso pintó el Guernica, que no ha viajado a Barcelona, pero del que se exponen bocetos; y Miró, El segador, un mural gigantesco del que se ha perdido la pista.
El horror de la contienda española, reflejado en retratos de figuras desgarradas por el dolor, sería un anticipo de la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Cuando esta empezó, en 1939, Miró se encontraba en Normandía, trabajando en su serie Constelaciones, con la que dio forma a un nuevo lenguaje a base de símbolos y de la que se exhiben dos ejemplos en el Museo Picasso. Ante el avance de las tropas nazis, el artista decidió volver a España: Mont-roig, Barcelona y Palma de Mallorca serían sus bases de operaciones. Picasso, en cambio, permaneció en Francia. Se sabía intocable, aunque apenas se aventuraba a salir de su estudio: volcaba su angustia en bodegones de atmósfera claustrofóbica. Las calaveras que poblaban sus lienzos eran el reverso tenebroso de las estilizadas estrellas, pájaros y mujeres que flotaban en las composiciones de Miró.
Ya en la posguerra, instalado en el sur de Francia, cerca de su amado Mediterráneo, Picasso comenzó a experimentar con la cerámica, y Miró no tardó en seguir sus pasos. Esa actividad ocupa el quinto eje de la exposición, que precede a las salas dedicadas a las obras de los últimos años, cuando los dos artistas, deseosos de desmarcarse de sus logros previos, emprendieron una carrera para ensanchar los límites del arte. Lo hicieron desde dos ópticas distintas: Picasso, buscando la inspiración en los maestros clásicos, con obras como su reinterpretación de Las Meninas (1957), icono del Museo Picasso que se ha trasladado a la Fundación Miró para la ocasión. Miró, incorporando a su estilo los avances del expresionismo abstracto y yendo a buscar el arte más primigenio.
En todo ese trayecto, ambos creadores no dejaron de escribirse, de visitarse, de observarse, de intercambiar halagos. El baile de dos gigantes.
En 1971, Miró era entrevistado en la televisión francesa. El periodista le preguntaba quién querría que apareciera en ese momento por la puerta. El pintor lo tenía claro: Picasso. El vídeo se puede ver en la última sala del Museo Picasso. Ahí se exponen varias pinturas de los años setenta. Las composiciones figurativas de Picasso se enfrentan a las manchas de color de Miró. “Después de mí, tú abrirás nuevas puertas”, le había dicho Picasso a su fiel amigo. El lienzo rasgado y quemado de Miró que despide al visitante demuestra que el maestro no iba desencaminado.