Ya se sabe que los autodenominados Tres Amigos, Alejandro G. Iñárritu, Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro, han hecho de la fiesta de los Oscar su segunda casa: Iñárritu sumó tres estatuillas, incluidas las más importantes, gracias a Birdman (2014) antes de repetir como Mejor Director con El renacido (2015); Cuarón fue dos veces Mejor Director (por Gravity y Roma), y Del Toro arrasó con La forma del agua (2017), Mejor Película y Director. Este último, que nació en 1964, es el más joven de los tres. Aunque están en buena forma, cabe preguntarse por sus sucesores.
A finales de 2020, Netflix Latinoamérica difundió un video en el que Del Toro y Cuarón desgranaban las excelencias de la, en verdad, impresionante Ya no estoy aquí, de Fernando Frías, la candidata frustrada de México al Oscar a la Mejor Película Internacional, que puede verse en la más popular de las plataformas de entretenimiento. Nacido en 1979, Frías aborda en su segunda película de ficción un momento efímero en la historia de los arrabales de Monterrey, cuando una pandilla de jóvenes que se hacen llamar los Terkos viven inmersos en una subcultura muy particular conocida como Kolombia, en la que se baila a ritmo de cumbias desaceleradas.
La grandeza de la película, además de su cautivadora fotografía (especialmente a la hora de retratar los espacios) y de la autenticidad que exudan sus protagonistas, reside en cómo Frías capta y hace suyo el flow de la cumbia ralentizada para explorar en paralelo los dos mundos en los que se mueve su ya icónico Ulises (Juan Daniel García), un bailarín de sofisticado look hecho en casa, mezcla de hip hop y simbología azteca, que se ve obligado a exiliarse en Queens (Nueva York) tras un pequeño gran malentendido con el típico cartel de la droga local. Una mirada nueva, poéticamente contemporánea, sobre una juventud cercada por una violencia que viene tanto de los narcos como de la policía.
Ya no estoy aquí llegó a sacar de la carrera de los Oscar a la imponente Nuevo orden, de Michel Franco, cineasta también nacido en 1979, que había cantado mariachis con los Tres Amigos en el Festival de Cannes, su trampolín internacional gracias a Después de Lucía (2012), aquella terrible historia de bullying que terminaba de la forma más oscura posible. Nuevo Orden es ya el sexto largo de Franco y también el más ambicioso. Pero provocó tantas polémicas, antes incluso de su estreno en México, que difícilmente podía haber acabado representando a su país de cara a los Oscar.
Distopía próxima que especula sobre la posible dictadura fascista que surgiría como reacción al levantamiento de los más desfavorecidos, Nuevo orden fue acusada prácticamente de todo. La tacharon de clasista, de racista y de criminalizar el derecho a la protesta, entre otras lindezas. Ninguna casa con la intención del filme que, más allá de sus méritos puramente cinematográficos, es una implacable autocrítica de esa misma clase dirigente, que luego magnificaría su avaricia con la pandemia, cuando los barrios altos se blindaron por si los 60 millones de pobres intentaban entrar a lavarse las manos. El carácter travieso y abiertamente provocador de Franco jugó en contra de la consagración hollywoodiense, a pesar de que la boda sangrienta que abre la película recuerda al clímax de Parásitos, la aclamada triunfadora coreana de los Oscar 2020.
Franco se habría quedado en la liga festivalera de un Amat Escalante, otro cineasta del 79, que últimamente anda dirigiendo episodios de Narcos: México, o de un Carlos Reygadas, que desde Nuestro tiempo (2018) se ha dedicado más a la producción. Pero la cantera de un país como México, que antes de pandemia ostentaba el cuarto puesto mundial en número de pantallas, es obviamente mucho más extensa. Si en el año 2000, el de Amores perros, apenas se producían una docena de películas mexicanas al año, desde 2012 se estrenan anualmente más de un centenar, sin contar series, superando incluso a aquella Época de Oro, en la que Luis Buñuel encontró refugio bajo un firmamento en el que brillaban estrellas como María Félix o Cantinflas. La pandemia pilló al cine mexicano sacando pecho. Ahora, mientras las grandes cadenas, Cinépolis y Cinemex, cierran salas, el futuro no puede ser más incierto, como en todo el mundo. Pero talento no falta.
En el año del confinamiento se pudo celebrar el estreno comercial de Los lobos, película semi autobiográfica del joven Samuel Kishi (nacido en 1984), que indaga en sus recuerdos para retratar a una madre coraje buscándose la vida al otro lado de Río Grande con sus dos hijos a cuestas. La pandemia deslució en Europa el estreno de La camarista (2018), primer largo de Lila Avilés (nacida en 1982), que estudia con ojo clínico la rutina de una “camarista” indígena en una acristalada torre hotelera de México D.F.
Avilés no es, ni de lejos, la primera realizadora que se abre paso en México. Ya en 2018, una cuarta parte de la producción nacional tenía a mujeres detrás de la cámara, con nombres refrendados en los grandes festivales como Lucía Gajá, Natalia Beristáin o Alejandra Márquez Abella, que estudió en Barcelona y triunfó en el festival de Málaga con Las niñas bien (2018), retrato de una burguesa fan de Julio Iglesias cuya acomodada existencia se va al traste durante la crisis de 1982, justo el año en el que la realizadora vino al mundo.
En Sundance 2020, esto es a principios del año pasado, triunfó la ópera prima de Fernanda Valadez (1981), Sin señas particulares, otro drama fronterizo con madre coraje, esta vez en busca de su hijo desaparecido. Yulene Olaizola (1983), que dio la vuelta al mundo con su multipremiada tesis documental Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (2008), presentó en el Festival de Guadalajara –uno de los más importantes del país, junto al de Morelia– su Selva trágica, que sigue los pasos de una mujer secuestrada por trabajadores del chicle, en la selva maya de los años veinte del siglo pasado.
Selva trágica rima con Kokoloko, lo nuevo de Gerardo Naranjo, el director de aquella Miss Bala (2011), que fue objeto de un pésimo remake estadounidense dirigido por Catherine Hardwicke. Como en Selva trágica, también se trata de una mujer retenida por la impetuosa violencia de los hombres, aunque aquí en una costa filmada en delicioso Super 16, un formato de celuloide inventado precisamente en aquellos locos años veinte.
Antes de la pandemia también destacaron Huachicolero (2019), de Edgar Nito, película sobre el submundo de los ladrones de combustible premiada en Toronto y Sitges, y que puede verse en Amazon Prime Video; Blanco de verano (2020), drama adolescente de Rodrigo Ruiz Patterson, que triunfó en Málaga; o Fauna (2020), del prolífico Nicolás Pereda, en la que Francisco Barreiro, relativamente conocido por la serie de Netflix Narcos: México, se interpreta a sí mismo, sembrando el desconcierto en un remoto pueblo del norte de México.
Alonso Ruizpalacios (1978), conocido por Güeros (2014), presentó en la última edición de la Berlinale Una película de policías, mezcla de drama y documental sobre una de las instituciones más corruptas del país, y Julio Hernández Cordón (1975), consagrado con Cómprame un revolver (2018), tiene dos nuevos proyectos en marcha que presentó en el Festival de Morelia. Así pues, en gran parte gracias al apoyo del Imcine (Instituto Mexicano de Cinematografía), el cine mexicano no deja de renovarse, aportando nuevas miradas sobre los temas de siempre: la violencia omnipresente, la mujer, la población indígena, y esa frontera ominosa que parte vidas en dos.
La cuestión es si estas nuevas generaciones de cineastas acabarán atraídas por las sirenas de Hollywood, como los Tres Amigos, que han rodado y producido más en Hollywood que en casa, o si preferirán quedarse en México para seguir haciendo grande un cine siempre oprimido por el imperio estadounidense, pero que lucha por ganarse al público con comedias populares al tiempo que recoge premios por los más prestigiosos festivales del mundo. Habrá que esperar a que pase la pandemia, para ver qué queda de todo esto. Esperemos que algo más que ruinas mayas.