En el verano de 2011 Erykah Badu ofrecía un espectáculo en San Francisco. Avanzada la noche, presenta a una DJ que la había acompañado en el set… “from Cuba”. La muchacha lleva dreadlocks y un vestido negro de vuelos; camina hasta la mitad del escenario, sonríe y el público la aplaude. Pero, con un gesto, la cantante le dice que no se quede ahí, que pase adelante. Se abrazan. Una ovación las arropa.
Diez años atrás, Leydisvel Freire nombró a su hija Erykah, precisamente, en honor a una de sus artistas de cabecera. Ahora, cinco años después de haber llegado a Estados Unidos —siguiendo la arriesgada ruta marítima de tantos migrantes cubanos—, DJ Leydis no solo podía conocerla, sino además compartía con ella el stage.
Aquel concierto devenía un premio a la capacidad de seguir el camino que se ha escogido para uno.
DJ Leydis es una de las pioneras en la escena hip hop cubana, la “vieja escuela” que emergió entre principios de los noventa y los 2000, cuando el rap criollo se hacía con menos recursos y más censura que ahora. “Era como un challenge para nosotros, como se dice aquí”, recuerda en conversación con COOLT. “Tocábamos con dos discmans y un mixer, y así traíamos la magia hacia la comunidad que nos seguía”.
Ese camino comenzó quizás cuando era niña y bailaba en las actividades de las Casas de Cultura, en su natal Camagüey. Con apenas 17 años se mudó a la capital, sola, para estudiar en una escuela de variedades artísticas.
En cierta ocasión, unos amigos la invitaron al ya desaparecido club La Pampa, en Centro Habana, cerca del malecón. Dice que esa vez le cambió la vida. “Nunca había visto tantas personas sintiéndose orgullosas de ser negras, usando ropas que solamente yo veía en películas… Escuché por primera vez un DJ poner música americana, con tanta firmeza, moviendo tanta gente con un ritmo diferente, que no era ni la timba, ni la música latina que estábamos acostumbrados a oír”.
Desde ese momento no volvió a lacearse el pelo. Fue acercándose más y más a la comunidad, también como gestora de proyectos y eventos. Era una época en que todo lo que faltaba de presupuesto se compensaba con ganas, con “bomba”, y capacidad de autoorganización.
Ella, Danay Suárez, DJ Yari, Las Krudas y otras iniciadoras fundaron Omega KILAY, un colectivo femenino donde había grafiteras, MCs, productoras… Un concierto en el habanero parque Almendares fue su gran debut. “Lo que más me gustó fue ver tanta gente bailando al compás de la música que salía de una mezcla”. dice. “Nunca más pude quitar las manos de los platos”.
Leydis cultivaba, asimismo, el spoken word, o poesía hablada. Trabajó con agrupaciones consideradas emblemáticas, como Obsesión y Anónimo Consejo. Si existían pocas mujeres raperas, eran incluso menos las que ejercían detrás de las máquinas. Como fuere, todas estaban sentando un precedente mayor que ellas mismas.
“La entrada de estas mujeres en el universo machista y cerrado del hip hop ha redefinido los contornos del movimiento, abriéndolo a otras temáticas y convirtiéndolo en un espacio más democrático y horizontal”, resumía el escritor Félix Mauricio Sáez en un artículo en la revista cubana Movimiento. “El feminismo, el debate de género y la mujer como tema han salido del closet de la academia para tomar la calle y el solar”, agregaba.
En esa misma línea, la poeta y promotora Carmen González indica en el ensayo Contar el rap. Narraciones y testimonios cómo las mujeres del hip hop ayudaron a mover el péndulo a favor de un debate inédito en la cultura y la sociedad cubanas: género y raza. “No solo fustigan las posiciones de dominación y dependencia. Proponen, orientan, hablan de mujer a mujer sobre problemas que el discurso hegemónico invisibiliza”.
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Tras un viaje de 29 horas a bordo de una embarcación improvisada, Leydis pisó tierra en el sur de la Florida en los primeros días de abril de 2006. Cuando llegó a Miami se dio cuenta de que no podía quedarse ahí.
“Para mí fue un shock no encontrar lo que yo estaba buscando. Era como… you know, el sueño americano... No tengo nada en contra de la ciudad, me gusta mucho. Actually, tengo mi familia allá… Siento que de vez en cuando necesito ese aire de cubanía”.
Sin embargo, no había hecho todo ese sacrificio para permanecer en un lugar donde no estaba feliz; donde no era ella, o la persona que ella quería ser. Entre amigos y allegados compraron el boleto de ómnibus Greyhound que la llevó hasta Oakland, California, donde vive ahora.
Después de haber logrado sus propios espacios y que se conociera su nombre, el nuevo comienzo parecía una cuesta empinada: “Fue difícil, como es difícil para cualquiera emigrante empezar de cero en otras tierras, especialmente en un sitio donde no hablan tu idioma. Pero lo superé rápido, estuve bien enfocada desde el principio, y tuve mucho, mucho apoyo de artistas del Área de la Bahía”.
Aun así, migrar deja marcas: a Leydis le quedó un permanente espanglish, y esa añoranza ligada con amor y tristeza que le provoca Cuba.
Tres veces intentó volver y tres veces le negaron la entrada. Su niña crecía, su papá falleció en un accidente de tránsito, pero no hubo manera. “Aunque ya ha pasado el tiempo, creo que es algo que nunca voy a sanar”.
En 2013, mediante el programa de Reunificación Familiar —parte de los acuerdos migratorios entre Estados Unidos y Cuba— su hija se mudó a Oakland; y en 2015, finalmente, ella pudo regresar. “Imagínate qué emoción, qué nerviosismo, al saber que podía volver a abrazar a mi madre después de casi 10 años”. Dos semanas se le convirtieron en apenas un día. “Tenía más ansiedad que el tiempo que pude pasar… y fue increíble, me sentí como si nunca me hubiera ido”.
Su música era el mejor consuelo cuando extrañaba a la familia. La posibilidad de abrir sets para figuras como el rapero Mos Def y el DJ Questlove, las giras y conciertos con el dúo de origen panameño Los Rakas y Krudxs Cubensi, constituían la manifestación de un éxito labrado con tenacidad.
Hacia septiembre de 2016, Leydis recibió un correo. La invitaban a tocar en la Casa Blanca para el presidente Barack Obama y sus invitados, en el cierre del Mes de la Herencia Hispana. “Yo ni lo podía creer, tenía muchas preguntas, you know: por qué a mí, de dónde me conocían… Hasta el día de hoy me parece un sueño; si no es porque tengo esa foto colgada frente a mí, todavía ni me lo creería”.
Antes que ella, los integrantes del Buena Vista Social Club eran los únicos cubanos que se habían presentado en la Casa Blanca, un año atrás, durante el auge del proceso de normalización de relaciones entre Washington y La Habana.
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Leydis tiene por costumbre mencionar a los músicos coterráneos cuando pone sus temas en alguna presentación. “En cada playlist me gusta siempre incluir artistas cubanos, [quiero] estar segura de que el público conoce lo que estoy tocando, especialmente si es un cubano; y me siento orgullosa de ellos y de ser un puente para traer su música hacia el mundo”.
Esa conexión con la isla es una de sus ideas fijas, porque luego del reencuentro familiar, DJ Leydis volvió también mediante su trabajo. Lo más reciente fue justo antes de la pandemia, en enero de 2020. Junto a DJ Edgaro abrió un concierto en La Tropical —escenario por excelencia de la música popular— como parte del festival Getting Funky in Havana, un intercambio entre la capital y New Orleans.
También poco antes de la pandemia, Leydis formó parte de la obra We have iré, un “teatro multidisciplinario” que combina jazz, canciones yorubas, hip hop y danza. La obra narra las travesías de artistas afrocubanos migrantes —su propia historia—, la manera en que conservan sus raíces y cómo se han insertado en la cultura estadounidense.
Ahora, la artista sueña con realizar algún proyecto que enlace Cuba y el Área de la Bahía de San Francisco; un espacio donde reunir a las mujeres en el hip hop y hablar un poco de lo que piensan, lo que quieren… “Y, quién sabe, a lo mejor inspiramos a muchas, que hay muchas jóvenes talentosas, y quizás ni lo saben”.
Leydis prefiere definirse como una world music DJ: del afrobeat al reggae, del R&B a las sonoridades latinas. Habla de la música como si se tratara de una sustancia mística, una porcelana invisible a la que sus manos dan forma. “Te conectas con cada persona, aunque sea difícil entenderlo, porque a veces tocas para miles… Pero creo que como DJ tocas cada cuerpo, cada energía de esas personas que puedes hacer bailar”, dice.
“A veces ni siento que estoy tocando; estoy como en una nube flotando, y solamente me dejo ir. Lo que necesito es ver a la gente bailando, para coger gasolina, para llenarme de esa alegría, ese calor”.