“En vida, siempre había estado echándole tierra a su fuego,
para no hacerle sombra al marido.
Muerta, se iba a convertir en un incendio”.
Tomás Eloy Martínez
Un espeso, inevitable telón de actualidad cae como una piedra pesada al momento de abordar Santa Evita, la serie inspirada en la novela del mismo nombre de Tomás Eloy Martínez emitida por Star+ en Latinoamérica y Disney+ en España. Con mayor o menor sutileza, es casi inevitable vincular el desorbitado destino del cuerpo de María Eva Duarte de Perón, Evita, tras su muerte en 1952 —tema central de la obra— con el intento de magnicidio sufrido el jueves 1 de septiembre por la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner (CFK) en la puerta de su domicilio de la calle Juncal, centro de Buenos Aires.
Ambos son los extremos de un largo y zigzagueante hilo que recorre y tensa la vida cotidiana argentina, el peronismo, su condición de fenómeno popular, abrazado por el proletariado, resistido o sospechado por el establishment. Mujeres tan adoradas como despreciadas, cada una en su tiempo son el epicentro de una discusión que las envuelve, pero también las trasciende. Una disputa que, tanto en la obsesión por hacer desaparecer el cadáver de Eva como en el intento de asesinato de CFK, lleva impregnado en sus pliegues el reconocible aroma de la eliminación y el odio.
Ya sea para elevarlo a la categoría de ideario salvador, o para rebajarlo hasta el zócalo de las patologías sociales, desde hace más de 75 años en el aire y el cielo local palpita una omnisciente realidad, el peronismo. Bendición para muchos, azote para otra porción, discutir su ADN y sus continuas transformaciones es parte del “sentido histórico” nacional. Integra nuestro ethos, como esa incomprensible necesidad de debatir si Messi o Maradona.
Con mayor o menor vehemencia, al calor humeante del asado o de las pastas del domingo, el tema es, fue o será abordado con la insistencia de lo irresistible y la ansiedad de lo inconcluso. Su narrativa guarda la lógica crispada de las olas del mar: no tiene fin ni tranquilidad. Nos enjuaga, nos arrastra, se repliega, se desvanece, se va. Pero siempre vuelve. No en vano al peronismo se le dice “movimiento”, una historia que nunca termina.
En las últimas semanas esa exaltada discusión resurgió con la ferocidad de un tsunami. Toda esa vieja dialéctica se vio renovada con los acontecimientos desatados luego de que, en un episodio que nadie se negaría a calificar de milagroso, las balas del revólver 32 de Fernando Sabag Montiel, un ciudadano brasileño seguidor de grupos de extrema derecha, no salieran de la recámara de su Bersa. En una incomprensible muestra de desidia por parte de las fuerzas de seguridad, Montiel se acercó a un metro de CFK, le apuntó a la cara y gatilló dos veces. La bala no se disparó. De haber salido, las consecuencias tendrían la dimensión de lo monstruoso. Argentina, al día siguiente, hubiera amanecido con su cabeza destrozada.
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Protagonizada por Natalia Oreiro, Santa Evita circula por distintas épocas históricas (1943, 1945, 1955, 1971) para, con el correr de sus siete capítulos, convertirse en una especie de policial negro y onírico en el que lo que se persigue es la cartografía errática de un cadáver, como si en ese cuerpo joven e inerme, grotescamente triplicado y corrompido, se cifraran los destinos de un país que estaba empezando a desquiciarse.
La historia fue detallada y novelada por el legendario periodista y escritor argentino Tomás Eloy Martínez en un libro publicado en 1995 que se convirtió en best seller (lleva vendidas más de 10 millones de copias), tuvo críticas extraordinarias (del The New York Times, entre otros) y le permitió renovar las credenciales de su prestigio. En algo más de 400 páginas, Martínez detalló también el vertiginoso ascenso de Eva, actriz de radioteatro en 1943, la mujer más poderosa de la Argentina cinco años más tarde. En el medio, la explosión de una bomba político-social incandescente, destinada a la discusión inabarcable por su fervor popular, su oportunismo y su capacidad para interpelar y construir poder, el peronismo.
Como la de todo fenómeno de masas, su liturgia está rodeada de malentendidos, prejuicios, contradicciones y de ciertos hechos extraordinarios que, casi inverosímiles, parecen surgir del realismo mágico literario. De esas fuentes bebió Tomás Eloy, que creció admirando a los escritores del boom, como García Márquez o Roa Bastos. El periplo del cuerpo de Eva es uno más de esos hitos en los que se confunden, irreconocibles, la fábula y la verdad histórica. La novela de Martínez exacerba esa mitología. En la vida real, es cierto que el cuerpo de Duarte fue embalsamado —el encargado fue el español Pedro Ara—, pero no fue triplicado como muestra Tomás Eloy en su libro y como recrea la serie. Sí, en cambio, tras el golpe que derrocó a Perón en 1955, tuvo una peripecia tan desconcertante como estremecedora.
A cargo del subrepticio operativo de robo y cuidado del cuerpo estuvo el general Carlos Eugenio Moori Koenig, quien, paradójicamente o no, había sido el edecán que Perón nombró para cuidar y controlar a Eva, la primera dama que agitaba los salones del patriciado vernáculo con sus reivindicaciones sociales y gustos de plebeya devenida pudiente, además de espantar a los pares de su marido, militares para quienes una mujer advenediza con ideas emancipatorias resultaba intolerable. En parte por su rol de “abanderada de los humildes”, pero mucho más por su condición de mujer.
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Ganador del Premio Ortega y Gasset en 2009 —un año antes de morir—, Tomás Eloy Martínez entrevistó a Perón en su exilio madrileño, allá por 1970. El periodista mantuvo largas horas de conversación con el líder, lo que le permitió bucear en la oceánica y por momentos inescrutable verdad del peronismo nuclear, la clase de intimidad que suele estar destinada a desaparecer cuando lo hacen sus protagonistas. Muchos años después, una noche de 1989, mientras fatigaba una tristeza tenaz por una novela —otra novela— en confección de la que no se sentía orgulloso y que nunca publicaría, Martínez escuchó sonar el teléfono de su casa.
“Atendí. Oí la voz en el teléfono, una voz claramente militar”, contó en un artículo en el diario Clarín, pero también, con un poco más de sutileza, lo relata en su novela. “La voz me dice: ‘Mire, Martínez, usted se equivocó al contar el destino del cadáver de Eva Perón. Y estamos reunidos aquí los responsables de esa historia para contarle la verdad’. Yo pregunté por qué. Y la respuesta fue muy sólida: ‘Porque el silencio pesa sobre la vida y la conciencia de los hombres’”. Era —lo aclara en los agradecimientos del libro—, el coronel Jorge Rojas Silveyra, quien le facilitó además documentación de la época, y lo guió en la búsqueda de testigos vivos.
Dos años después, lanzado definitivamente a cazar a su ballena blanca, Martínez entrevistó a la viuda y a la hija de Moori Koenig, quienes, atormentadas aun por el recuerdo, le confiaron las inauditas y oscuras andanzas del coronel a cargo del “operativo cadáver”. Con ese material, más una buena dosis de inventiva, Tomás Eloy construyó su mayor flota literaria, una obra universal que navega entre las aguas de la ficción y la no ficción, construida con una sucesión trepidante de escenas inolvidables, como esta, la del comienzo:
“Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces punzadas en el vientre y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo y sin lugar. Solo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope.”
Escrito con las mejores herramientas de la ficción, y sucedáneo del estilo iniciado por Rodolfo Walsh en Argentina y Truman Capote en Estados Unidos con Operación Masacre y A sangre fría respectivamente, Martínez edificó un relato en el que él es el protagonista y también el narrador. “Creo que ese es el aporte más curioso, más novedoso desde el punto de vista de la cultura narrativa. Lo hice para crear, en palabras de Roland Barthes, el efecto de realidad”, dijo en una entrevista televisiva de 1986. Algunos años después, Javier Cercas elevaría esa técnica al cielo de la literatura con Soldados de Salamina.
En la pieza audiovisual ese protagonismo está relativizado, porque el rol del alucinado Moori Koenig no solo es crucial, sino que el trabajo y despliegue escénico alcanzado por Ernesto Alterio para su interpretación resulta apabullante. El solo hecho de contemplar su cara, emboscada lentamente por la sombra de la inquina y la desesperación, vale la serie.
“Perder poder es una mierda. Hubo un tiempo en el que yo era el hombre más amenazado”, le confiesa Moori Koenig al sombrío y un tanto inexpresivo periodista Mariano Vázquez (alter ego de Tomás Eloy), interpretado por Diego Velázquez, que por momentos parece más un detective que un cronista. Esa frase es parte de las retorcidas cavilaciones de Moori Koenig, quien, intoxicado de nostalgia y frustración, añora ese protagonismo oblicuo al que el azar lo condujo: el de ser el centurión de la mujer más observada de la Argentina, alguien cuya personalidad lo embelesó perdidamente hasta creer que, una vez muerta, él era el único que podía cuidar su cuerpo.
A diferencia de La novela de Perón (1985), su libro anterior, Tomás Eloy explicó que con Santa Evita lo que intentó hacer es una novela trabajada con algunos métodos del periodismo, de la cultura popular, del cine, de la sociología y de la historia. “Si bien los hechos básicos pertenecen al acervo histórico —el renunciamiento de Eva Perón, el itinerario de su cuerpo—, la construcción del texto es a la vez la reconstrucción del mito”, precisó en otra entrevista televisiva.
En la vida real, el cadáver de Evita permaneció oculto durante más de 15 años. “Fue el primer desaparecido de la historia argentina”, contó Martínez en un reportaje. Lo que realmente sucedió es que estuvo sepultado —con el nombre de María Maggi de Magistri— en el cementerio Mayor de Milán. Nadie supo ese destino, a excepción de una persona: el coronel Héctor Cabanillas, que había reemplazado a Moori Koenig en el cuidado marcial de ese cuerpo que quemaba. En el clímax de sus perversiones, Moori Koenig se había llevado el féretro a su oficina. Lejos de ocultarlo, se lo mostraba a todo aquel que le tocara la puerta. Esa tétrica exhibición pronto sería conocida en los despachos militares, hasta llegar a oídos del presidente, el general Pedro Aramburu, quien de inmediato le ordenó a Cabanillas que lo sacara de allí y, en el mayor de los secretos, se encargara de ocultarlo. Luego de 15 años —lapso en el que el peronismo estuvo proscripto— otro presidente militar, Alejandro Agustín Lanusse, ordenaría que le fuera devuelto a Perón en Puerta de Hierro. Ese hecho es, también, la última escena de la serie. Bajo el cielo celeste de Madrid, vemos a un Perón crepuscular —interpretado por Darío Grandinetti— que recibe ese cuerpo sometido al peregrinaje y el escondite, un cuerpo que durante tantos años no había sido de nadie. Su madre, Juana Ibarguren, había muerto un año antes sin poder averiguar su paradero.
En las páginas iniciales de Santa Evita, en un respiro que antecede a la ficción, Martínez escribe: “Sobre los muros que desembocan en la estación Retiro, no demasiado lejos de la residencia presidencial donde Evita agonizaba, alguien pintó una divisa de mal agüero: ‘Viva el cáncer’, y la firmó La hermosa Evelina. Cuando la radio dio la noticia de que la gravedad de Evita era extrema, los políticos de la oposición destaparon botellas de champagne”.
En los días posteriores al intento de asesinato de Cristina Kirchner, y mientras Patricia Bullrich, líder de la oposición, no condenaba el hecho —no lo haría nunca—, una parte de la opinión pública comenzaba a poner en duda, pese a la evidencia, la veracidad del atentado. Otra, más numerosa e intensa, no salía de su conmoción. Setenta y cinco años después, con otras formas, pero con el mismo combustible, brotaban alrededor de un hecho maldito miles de manifestaciones exaltadas de amor y, también, como el reverso de un fenómeno tan argentino como inefable, se cernía sobre él el mismo manto de sospecha.