A veces, cuando me lo han preguntado, he explicado que, para mí, las experiencias vividas durante la producción de una película pueden llegar a ser con el tiempo mucho más presentes y punzantes que el recuerdo de la película misma. Incluso en el caso de buenas películas que hayan tenido su reconocimiento: ellas duermen en los anaqueles de una cinemateca, mientras los recuerdos y las experiencias viajan contigo en tu memoria.
Cuando una película necesita exteriores originales los primeros viajes de búsqueda resultan excitantes por la cantidad de lugares nuevos y personas que vas a conocer. Conviene tener sentido visual para lo que buscas, mano izquierda para saber con quién lo tratas y habilidad para conseguirlo. Una vez iniciada la producción, si la película es grande, ya viajas al sitio elegido y conocido con la protección del grupo; los asistentes de producción lo tienen todo —o casi todo— previsto, y normalmente gozas de la atención casi siempre generosa de los lugareños, curiosos y atentos hacia una actividad que normalmente no conocen (o conocían), tanto o más como te suele ocurrir a ti con ellos. Eso da pie, si te apetece, a integrarte durante unas semanas en un grupo desconocido en pie de igualdad, respaldado por el vago prestigio que da formar parte del equipo de una película. Y eso es una manera muy agradable de conocer personas, actividades y problemas nuevos.
En estas andábamos por Los Monegros, una tierra cuasi desértica que se encuentra en el centro de España, en Aragón, más o menos a medio camino entre Madrid y Barcelona. Estábamos rodando Jamón, jamón, una película que dirigía Bigas Luna que se estrenaría en 1992. La mejor manera de resumir, no sé si su argumento, es recordar las palabras que mi socio Andrés Vicente Gómez me dijo después de comer con Bigas para que le hablara de este nuevo proyecto: “Es una idea excelente, todavía no lo tiene muy claro pero será una película en Los Monegros con mucho jamón y tortilla de patata, olor a ajo, sexo, carretera, polvo y gasolina” (A veces, cuando he querido referirme a la importancia de explicar un proyecto de manera breve y sugerente, este resumen resulta imbatible).
Bien, andábamos por Los Monegros, decía. Bigas me había pedido que me ocupara de llevar la segunda unidad de cámara, lo cual quiere decir que al frente de un equipo reducido compuesto también por cameraman y asistente, ayudante de producción, un electricista y un par de chóferes con sus vehículos, tratábamos de obtener aquellas imágenes en las que no se encontraban los actores y cuyo rodaje, para un equipo numeroso, hubiera resultado antieconómico: visiones del paisaje, de la carretera, detalles que el director hubiera rodado en plano general…
Aquella mañana yo tenía una petición concreta: obtener panorámicas de esa especie de cardo rodante, de planta rodadora propia de lugares casi desérticos que hemos visto otras veces en el cine, por ejemplo en las películas del oeste (por cierto que, según veo, el nombre técnico es estepicursor). Obtener estas imágenes significaba despertarse aún de noche y cuando rayaba el día haber llegado a la localización elegida: normalmente un páramo en el que soplaba un viento helador; una vez emplazada la cámara, el asistente de producción por un lado y en este caso un chófer por el otro, dejaban la planta sobre el suelo e impulsada por el viento atravesaba encuadre. Como este tipo de planta no la hay en Los Monegros (teníamos alguna más de repuesto guardada en la furgoneta de producción), una vez atravesado el encuadre, alguien tenía que correr tras ella —a veces se iban muy lejos impulsadas por el viento cambiante— para usarla otra vez en la toma siguiente. Agotador para todos, pero sobre todo para los que corrían; normalmente siempre el mismo: el que estaba contra el viento, del lado malo. Allí era donde se había colocado Manolo Prendes.
Manolo Prendes era un chófer de producción contratado expresamente para la ocasión por el jefe de producción, Ricardo Albarrán, un mexicano del que se podría decir lo que un amigo argentino dice de otro, los dos afincados en España: ”Carlos se levanta y cada mañana lustra cuidadosamente su acento argentino antes de desayunar”. Algo parecido podría decirse de Ricardo, solo que además de su acento él lustraba también su aspecto: paliacate en el cuello, bigote ralo y sobrepeso incluido. Albarrán había contratado a última hora y de refuerzo a Manolo Prendes, eso me había explicado, para alejarlo de Barcelona, donde estaba viviendo una situación difícil de desencuentro con su esposa, que tenía todo el aire de terminar en un inminente divorcio. De ahí, supongo, su actitud vagamente ausente, como si estuviera pensando en otra cosa.
Así que Manolo Prendes no tenía experiencia previa en el cine, y yo lo veía correr ahora, una y otra vez, frente a la cámara con su aspecto desconcertante por el páramo detrás del cardo que ya se escapaba: era pequeño, de mediana edad, mayor que yo, llevaba media melena peinada con una infame permanente de rizos muy pequeños, calzaba mocasines de ciudad en aquella tierra yerma, un pantalón de tergal de los de raya en medio, como para asistir a una recepción, y una cazadorita de cuero que no entiendo cómo no se moría de frío. En fin, conocíamos muy poco a Manolo Prendes. Acababa de llegar, formábamos parte del mismo equipo y éramos respetuosos los unos con nosotros. Otra cosa es que al verle ir y venir frente a la cámara, entre el polvo de la tierra yerma, con su aspecto de urbanita, yo aquella mañana también pensara que me divorciaría de él.
Uno de los momentos más esperados del día se producía cuando tenías la posibilidad de saciar el hambre que generaba el trabajo, y aquella mañana habíamos corrido mucho y desde muy temprano. De modo que nos subimos a los coches y recorrimos la distancia que nos separaba de Monegrillo, el pueblo más cercano, una agrupación de doscientas o trescientas casas bajas, bien encaladas para protegerse de los rigores del sol de la época cálida. Daba la sensación de que hubiera conocido mejores épocas, tal vez era un lugar demasiado duro y seco para encontrarse relativamente próximo a Zaragoza, unos 50 kilómetros.
Buscábamos un almuerzo reponedor de media mañana y encontramos un bar abierto. Parecía que podríamos encargar allí el desayuno adecuado. Si el bar no se anunciaba con el nombre de Las Vegas, lo hacía con un nombre tan incongruente como parecido. La entrada fue una sorpresa, encontramos un frescor y una oscuridad reparadoras —ya calentaba el sol de la mañana— se vislumbraban viejas, recias sillas y mesas de madera, y un suelo muy especial de cantos rodados sobre un lecho de cemento, todo allí parecía resistente sobre todo al paso del tiempo. Nos sentaron en un comedor aparte, tal vez estuviera separado solo por unas mamparas, no recuerdo bien; yo tenía detrás una ventana y todo tenía un aire muy acogedor. Ya se había desarrollado entre nosotros una cierta camaradería; sabíamos quiénes éramos, el equipo de la segunda unidad de cámara y estábamos contentos y relajados para charlar y reírnos un rato. El menú resultó impecable: huevos fritos con longaniza, que es una salchicha de carne de cerdo entre cuyos ingredientes destaca la particularidad de su sabor a canela. Aquella mañana no era posible complementar con patatas fritas, así que lo suplimos con una ración suplementaria de huevos fritos y más longaniza. Y mucho pan.
Después de algunas bromas y referencias al asunto de la película llegaron las cervezas y comenzamos a relajarnos. Entrechocamos nuestros vasos y no sé por qué, creo que fue el asistente de producción quién acabó contando de su hermana y un niño ruso de ojos achinados que había adoptado recientemente. Estaba encantado con su sobrinito y parece ser que a la hermana y al tío les divertía mucho la idea de amenazar al niño, cuando creían que se portaba mal, con devolverle al centro del que le recogieron en Rusia después de una larguísima serie de trámites.
—¿A qué te devolvemos a Esmolén? —en eso consistía la supuesta broma.
La broma se repitió varias veces y a ella nos sumamos todos contando otras variantes de experiencias y cosas que habíamos oído o conocido. Hasta que llegó la comida y la conversación pareció perder fuelle. Nos servimos y quizás para retomar la cháchara común alguien repitió en voz alta y como para sí mismo.
—¿A que te devolvemos a Esmolén?
Entonces Manolo Prendes habló por primera vez:
—Si tiene los ojos achinados no puede ser de Smolensk.
Hubo un instante de sorpresa.
—¿Y eso por qué?— pregunté yo.
—Porque es así —y Manolo Prendes siguió comiendo.
Quizás consciente del tono cortante que había empleado conmigo en su respuesta, continuó:
—Porque Smolensk está a unos 400 kilómetros antes de llegar a Moscú, y los ojos achinados son cosa de más allá de los Urales. O sea, muy lejos —dicho esto dio un trago de cerveza y siguió comiendo.
Hubo un silencio mientras nos reponíamos de sus precisiones.
—¿Y tú por qué sabes eso? —dijo alguien.
—Porque soy chófer.
—¿Has sido chófer en Moscú? —todos reímos.
Manolo Prendes siguió comiendo y al cabo de un rato dijo:
—Trabajé para un señor que iba mucho a Moscú.
—Diez mil kilómetros, lo menos…
—Cuatro mil ochocientos desde Madrid— puntualizó Manolo Prendes. Entonces echó mano a la cartera y sacó de ella una foto. Era una pequeña foto en blanco y negro, de formato cuadrado, parecida a las que se hicieron seguramente más tarde en formato Polaroid, en la que se le reconocía mucho más joven, adelantada la pierna derecha y apoyado el pie en un pequeño pretil, cigarrillo entre los dedos, pantalones estrechos, botines de punta, media melena propia de los años sesenta… era lo más parecido que yo nunca había visto al personaje que Dustin Hoffman encarnaba en Midnight Cowboy. No sé si la foto quería reflejar un momento suyo de esplendor. La cuestión es que la llevaba encima. Detrás de él, un inmenso coche negro de la época donde se leía claramente el encabezado de la matrícula: ET.
—¿Y ésa matrícula? ¿Ejército de Tierra?
Manolo Prendes se encogió de hombros.
—¿Estabas en el Ejército? —dijo alguien.
—Era un general —se hizo el silencio y comprobó que todos queríamos saber más—. Bueno, yo les llevaba a Moscú. Su mujer tenía miedo al avión.
—¿Eso? ¿Cuándo? —quise yo saber.
Manolo Prendes señaló la foto con la vista y continuó:
—En primavera recogía al general, a su mujer y a la criada y los llevaba hasta Moscú. Y allí se quedaban hasta que yo volvía a recogerlos al cabo de seis meses.
—¿Así, en misión oficial?
Manolo Prendes se encogió de hombros nuevamente.
—¿Un general franquista y trabajando seis meses en la URSS, como si tal cosa? —pregunté con incredulidad—. Si no había relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. Con Franco no las había ni con México…
—Y en cada viaje de ida o vuelta le gustaba dormir en Smolensk. Siempre me contaba allí no sé qué de Napoleón y de los nazis. Por eso sé que no tienen los ojos achinados.
—Pero tú algo más sabrás de lo que hacía allí ese tío seis meses al año con su mujer y la asistenta. ¿O es que tú también estabas en el Ejército? —pregunté.
Manolo Prendes apuro la cerveza y dijo:
—Secreto de Estado.
—A ver si va a resultar que eras espía —dijo alguien.
Manolo Prendes hizo un gesto ambiguo, esbozó una sonrisa ladina y volvió a encoger los hombros.
—Seis meses al año. Todo comodidades. Lo demás es secreto. Secreto de Estado.
Y ya no hubo quien le sacara nada más en la conversación.
Luego, mientras nos dirigíamos a la siguiente localización, un terraplén sobre una curva en la autopista para tener imágenes de los grandes camiones que transitaban al principio del anochecer, yo iba en el coche que conducía Manolo Prendes sentado detrás de él. Miraba su nuca y la cascada de rizos pequeños que caían por su cabeza en aquella permanente extraña. Un tipo singular.
Lo que me resultaba intrigante no era los supuestos secretos de Estado que no habíamos llegado a conocer, lo que me resultaba sorprendente —y no sé por qué hasta el día de hoy yo me lo creo— era su relato de que en pleno franquismo, según echaba el régimen sapos continuos contra los bolcheviques, contra Rusia y la perversidad del comunismo, un general del Ejército se desplazara para instalarse tranquilamente a trabajar en abierta comisión de servicios durante seis meses cada año. Quizás por extraño y retorcido lo sigo creyendo.
Recuerdo muy bien que el frío en aquella curva de la carretera era insoportable. Tampoco es que fuera una temperatura muy baja, seguramente era la noche al caer, el viento que batía el paisaje, las horas de exposición de nuestro cuerpo a muy distintas condiciones: el amanecer, el sol del mediodía, el aire de la tarde, la noche que llegaba; el cansancio acumulado en suma. La cuestión es que pocas veces yo he tenido aquella sensación de frío y de estar expuesto a él durante tan largo rato largo.
Y allí, unos metros más abajo en el terraplén, fuera del ángulo que seguía la cámara, estaba Manolo Prendes, distraído en sus pensamientos, nada pendiente de nosotros y, si acaso, de vez en cuando atento a la árida vegetación que crecía en el margen de la carretera. Vestido con su pantalón de tergal y su cazadora primaveral. Yo, en su lugar, me hubiera quedado en el coche.
De regreso, cuando nos dejaba frente al hotel, quise ser el último en salir para decirle que me alegraba de tenerle en el equipo. Una persona que nos contaba historias inesperadas, aunque no acabara de explicarlas del todo.
—Y yo me alegro de estar aquí con ustedes —dijo— y de haber salido de Barcelona. Demasiados problemas y me iba a explotar la cabeza, ya me estaba comiendo mucho el coco, demasiado. En fin…
—Secretos de Estado —bromeé yo con él para despedirme.
Al llegar a la habitación preparé la bañera llena de agua bien caliente y me sumergí en ella un largo rato para quitarme el frío que tenía calado en los huesos. Había dejado la radio puesta, desde donde se emitía un programa de la tarde-noche en el que un locutor muy conocido y bastante redicho conducía un programa cuyo tema era aquella tarde el matrimonio por poderes. Es decir, casarse con alguien en la distancia, tú estás lejos pero alguien que está junto a la novia —o al revés— ostenta tu representación y es quien se casa físicamente aunque lo hace en tu nombre. Esto, hoy, con los vuelos tan accesibles, suena a algo muy pasado y antiguo, pero no era una cosa tan rara entre España y Latinoamérica hace solo unos pocos años, cuando el coste de los boletos era una cantidad de dinero importante. En el programa hablaron varias personas, jueces, abogados, curas, testigos, psicólogos… pero la más divertida fue una venezolana, si no recuerdo mal, que había vivido la experiencia y daba toda clase de detalles de la preparación y motivaciones en su experiencia con su novio, un muchacho español. Su voz llegaba a la emisora a través de un teléfono. De modo que la cosa hubiera sido —dijo—, ella desde una ciudad de Venezuela y su novio desde su ciudad en España. Al observar el condicional que tenía la frase el presentador detectó algo raro y le preguntó abiertamente:
—Pero, perdóname, por cómo lo cuentas parece que al final tú no llegaste a…
—No, no, que va…
—¿Entonces no te has casado por poderes? —preguntó el locutor frustrado de que el invitado más jugoso fuera un poco bluf y no hubiera completado la experiencia.
—No, no, al final no.
—¿Y eso?
—Es que el español quería casarse PARA TODA LA VIDA.
Metido en mi bañera, reconfortándome con el agua caliente del frío de la jornada, aquella me pareció una explicación tan de cajón y sencilla que me provocó la risa.
Y enseguida pensé: esto mañana tengo que contárselo a Manolo Prendes.