El primer recuerdo que Andrés guarda del escritor peruano José María Arguedas no tiene rostro, solo voz; la voz de alguien que canta huaynos bajo el cielo andino. Es una presencia excepcional en medio de aquel bucólico paisaje. Un amigo de sus padres, al que estos ven frecuentemente y tratan con cariño y respeto. Andrés no cumple aún los ocho años, pero trata de entender a ese hombre observador, sensible y taciturno que conocía a su familia desde fines de la década de los treinta, cuando llegó a la zona como profesor del colegio Mateo Pumacahua de Sicuani. Allí, aquel personaje hizo también amistad con el padrino del pequeño Andrés, Don Andrés Alencastre Gutiérrez, conocido como “Kilku Warak’a”, autor andino que sería considerado por el propio Arguedas como el poeta quechua más importante del siglo XX.
“Fue el encuentro de dos vidas paralelas. Arguedas y Andrés Alencastre venían de mundos partidos, eran huérfanos, se dedicaron con mucha pasión a la literatura y la lingüística. Se conocieron, se reconocieron, se distanciaron y murieron fatídicamente”, asegura hoy aquel que era un niño la primera vez que vio a José María Arguedas. Su nombre completo es Andrés Alencastre Calderón (Bellavista, 1950), y hasta septiembre del 2022 fue ministro de Desarrollo Agrario y Riego del Gobierno de Pedro Castillo. A pesar de que su especialidad es la economía —o tal vez por eso—, en la década de los ochenta dejó de lado su trabajo profesional durante casi dos años para dedicarse por completo a un proyecto utópico para el que fue convocado como actor y del que terminó convirtiéndose en su productor: la adaptación fílmica de Todas las sangres, la gran novela que Arguedas publicó en 1964. Un libro que cuenta la historia de los hermanos Aragón de Peralta, dos hacendados con personalidades y destinos opuestos que pugnan por el poder en un escenario convulso en el que las ideas de progreso, corrupción, abuso o esclavitud son también protagonistas. Es, de alguna triste manera, la historia misma del Perú contemporáneo.
El recuerdo del poeta Alencastre no es gratuito: en él identificó su ahijado Andrés, muchos años más tarde, al Bruno Aragón de Peralta de Todas las sangres. El hacendado con pasado pecaminoso que se había convertido en una especie de místico, además de piadoso y justo con los indios. Fermín, por su parte, era el hermano minero, ambicioso, pragmático, una síntesis de otros personajes que tanto Alencastre como Arguedas conocieron en las sierras del Cusco durante los años que se prolongó su amistad.
Cuando poco más de 16 años después de la muerte del novelista, en 1985, fue convocado por primera vez a lo que sería la película Todas las sangres, Andrés Alencastre pensó en las ocasiones en que había vuelto a ver al autor visitando a sus padres ya estando asentados en Lima, en su casa de Barranco, cuando aún era un niño, o en los encuentros posteriores, convertido en estudiante de la Universidad Agraria, en los que conversaban en pasillos y salones sobre los días cusqueños, tan llenos de anécdotas como de música y personajes pintorescos e inexplicables desde la visión costeña. Andrés quiso, inmediatamente, ser parte de esa película. Por supuesto, no podía imaginar que el proceso de filmación lo haría vivir con inusitada intensidad el Perú de aquellos años de violencia, crisis económica y terrorismo.
Sueños bárbaros
“Dormía la mona cuando sonó el teléfono. Era para citarte a una reunión a las cinco de la tarde, me dijo el Pinki al otro lado de la línea. Anoche hablamos, ¿no te acuerdas? ¿En serio? Se me borró el casete, hermano. Algo creo recordar. Recapitulé. Me encontraba entre brumas con François Pérez y el Pinki Alencastre, que tenían la idea de llevar al cine Todas las sangres de Arguedas”. El texto pertenece a Sueños bárbaros, la monumental novela de Rodrigo Núñez Carvallo que representa la pasión por el cine a través de su personaje principal, Rafael Delucchi, icónico diletante del cine nacional que participó en otro rodaje con su propia leyenda: Alias La Gringa (1991). En el recuerdo de Núñez Carvallo, Pinki es Andrés Alencastre y François Pérez, Michel Gómez, director del filme.
En Todas las sangres, Delucchi le puso rostro a Bruno Aragón, mientras Andrés Alencastre haría lo propio con su hermano Fermín. Michel Gómez, el director, había encontrado en ellos a sus protagonistas, en un elenco que incluía a Pilar Brescia, Juan Manuel Ochoa, Pablo Tezén, Carlos Velásquez, Julio Vega o Esmeralda Checa, una mezcla de experiencias del cine, el teatro o la televisión. Todas las sangres, aplicado.
“Se habían programado 90 días de grabación inicial en escenarios de Huaraz, Recuay, Mancos o Yungay, pero a los 15 días se fue la productora, peleada con Michel Gómez y su socio Julio Vizcarra”, recuerda Alencastre hoy, 35 años después de aquel rodaje loco. “Habíamos hecho tal amistad, todos jóvenes, estudiantes de cine de la Universidad de Lima, un equipazo de gente, que tuvimos la convicción de conseguir que se terminara la película a pesar de todo”.
“De noche hacía un frío de los mil diablos y, si no estabas en el rol de filmación, tenías que ir a traer leña para calentar las escenas nocturnas”, escribe Núñez Carvallo en Sueños bárbaros. “La plata, como es de esperarse, se acabó a media filmación, y François Pérez, que no tenía idea de nada ni había entendido la novela, dejó todo abandonado a la mitad del rodaje. ¿Y ahora qué hacemos?, nos preguntamos los actores y parte de la producción. Filmación de guerra, no nos queda otra, propuso el Pinki. Cómo le vamos a hacer esto al buen José María. Ni cagando. Así que la script y yo fuimos los encargados de detallar los planos que faltaban y los rodamos al champú, mientras el Pinki se fue a la ciudad a tratar de cobrar un cheque seguramente inexistente. O sin fondos”.
Una vez que se quedaron sin productora, Alencastre tomó su lugar para que la película siguiera adelante. “Asumí la producción. Entonces, nos regresamos a Lima porque teníamos todos los canjes y me encargué de que no se modificaran. Suspendimos todo por tres semanas, mientras buscaba fondos para financiar el rodaje. En un mes conseguí 300.000 soles [unos 180.000 dólares] para continuar la película”.
Sin embargo, volver a Lima tampoco fue sencillo. Según Sueños bárbaros —que, como buena novela, se reserva el derecho a la ficción—, los campesinos no los dejaron salir del pueblo porque les debían la alimentación y el alojamiento de casi dos meses. Al final les pagaron —o se cobraron— con parte del vestuario y el grupo electrógeno. En Andahuaylas tuvieron que rematar una grabadora de cinta Uher y el equipo de luces para conseguir los pasajes de regreso.
Ya que Alencastre y Delucchi vivían en Barranco, sus casas se convirtieron en cuarteles improvisados. Allí se comía, se dormía, se bebía y hasta se filmaba, improvisando escenas en alguna sala de casa, consiguiendo extras entre las amigas de Alencastre o agregando ciertos personajes pintorescos de un pasado ya olvidado que pululaban por su barrio. “En ese proceso hay un lado muy heroico, de mucha solidaridad, y otro lado, que es el de los resultados artísticos y técnicos, que no fueron muy satisfactorios”, dice Alencastre, quien recuerda que recurrieron a alquilar sus propios equipos a otras producciones para financiarse. “Hubo un gran desprendimiento personal por parte de los actores y el equipo de producción, porque estuvimos en una situación en la que no sabíamos si íbamos a cobrar o no, pero todos se sintieron comprometidos por sacar la película adelante a pesar de todo”.
Distribución y decepción
“Una vez terminada, fuimos a ver la película porque no teníamos idea de cómo se había hecho la posproducción, el sonido y todo lo demás. Yo, que era el productor y que estaba en deuda y tenía muchas cuentas que pagar con los ingresos de la película, cuando terminé de verla sentí que, si hacer la producción había sido algo heroico, venderla iba a serlo mucho más”, cuenta Andrés entre risas.
El producto no solo no fue bueno, a pesar del espíritu cooperativo de todos los involucrados, sino que la tardanza en su estreno dio como resultado que Francisco Lombardi —ganador tres veces en San Sebastián y hoy miembro de la Academia de Cine de Hollywood—, quien tenía un compromiso para distribuir la película, no pudiera hacerlo ya porque se habían juntado fechas con el estreno de su propio filme, La boca del lobo.
“Juan Manuel Ochoa llevaba unos rollos a un lado y yo también llevaba otros para tratar de conseguir financiamiento. Así nos paseamos por todas partes por semanas. Nos reunimos con muchos colegios para pedirles apoyo y hacer promociones 2 x 1 para poder levantar la taquilla y que no quiten la película de los cines muy pronto”, recuerda Alencastre sobre aquella odisea. Él mismo era funcionario del Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo antes de iniciar la producción. Pidió un permiso de tres meses que se prolongó tanto que ya no solo se convirtió en un productor endeudado, sino en uno desempleado.
“Entre los que hicimos la película se hizo una relación muy fuerte, incluso con una mística en torno a Arguedas y su legado”, dice Alencastre. “El intento de hacer la película falló, pero todos tuvimos responsabilidades. Era una especie de tributo. Tras la muerte de Arguedas, yo me asumí como un arguediano. Aunque no refleje lo que hubiera esperado ver en una película de Arguedas, reivindicamos que no se truncan las cosas, se terminan”.
Dos eran los grandes temas de la novela: la amenaza inhumana de las grandes corporaciones capitalistas que se apoderaban de un país, y la modernización del mundo indígena, asimilado o sometido por aquel monstruo. De una u otra forma, ambos temas fueron también parte de la odisea que significó la filmación de Todas las sangres. De una u otra forma, también, siguen siendo temas vigentes en el Perú de hoy, tras casi 60 años de haberse publicado la novela.