“No es la fuerza de mi voz, es la fuerza de la música. Y yo la canto con sentido de pertenencia, no para conseguir adulaciones. No vine para eso, vine a cantar bien la música ancestral, para entregar el mensaje”. Así respondía hace cinco años Totó La Momposina a la pregunta de qué tenía su voz para traspasar generaciones y seguir cautivando con la misma fuerza. Cinco años después, en otro escenario, esa fuerza parecía haberse transformado en la llamarada de un fuego eterno que se resiste a apagarse y que, muy por el contrario, ha motivado a mantener vivo el legado de la música tradicional colombiana.
La voz de Totó La Momposina (Talaigua, 1940) forma parte de la banda sonora de Bogotá, la ciudad a la que su familia migró a causa de la violencia que ha azotado y desplazado a millones de colombianos durante más de medio siglo. Allí, en esa urbe fría y lejana de su Caribe natal, la cantante empezó su carrera en la década de los cincuenta, y allí también la terminó el sábado pasado, durante la primera edición del Festival Cordillera, una nueva propuesta que celebra la diversidad de la música latina, desde el rock clásico hasta la electrónica criolla vanguardista, pasando por el rap, el indie y, por supuesto, el folclor tradicional.
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Son las cuatro menos cuarto de la tarde y el repique de tambores inunda uno de los escenarios principales del Cordillera, en el parque Simón Bolívar de Bogotá. Hay sol, que no es poca cosa en una ciudad gris y lluviosa como esta, hay una sensación de nervios, pero, sobre todo, hay un ambiente ceremonial de alegría. Un corrientazo recorre el cuerpo con cada pregón que sale de la voz de Karime, la cantaora que asume la responsabilidad de traducir el mensaje de una mujer que pasó de ser promesa del folclor a finales de los sesenta para convertirse en la encarnación del legado de la cumbia por el resto de su vida.
Ese peso de dedicar toda una vida a la música ancestral se ve reflejado en la manera lenta de caminar de La Momposina, en su evidente cansancio físico y en la disfonía de una voz potente, pero aminorada por el paso del tiempo. A sus 82 años, Sonia Bazantes Vides pisa el escenario como quien se recarga de la familia que la rodea, de las músicas que la convirtieron en matrona y leyenda, y de un público que asiste a ese momento histórico, a ese último adiós.
Durante su presentación retumban himnos como ‘La Piragua’, ‘Aguacero de mayo’ y ‘Los sabores del porro’, interpretadas por Karime, principalmente, y con las apariciones en tarima de Adriana Lucía, en ‘El pescador’ y ‘Yo me llamo cumbia’; Nidia Góngora, en ‘La sombra negra’; y Mónica Giraldo, en ‘Así lo canto yo’, una canción que rinde homenaje en vida a la maestra Totó.
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Para entender la dimensión del legado de Totó La Momposina es necesario remontarse a las generaciones que la precedieron. Su padre, Daniel Bazanta, fue maestro tamborero, mientras que su madre, Libia Vides, se desempeñó como cantaora y bailarina. En su aldea natal en Talaigua, una isla situada en el río Magdalena, al norte de Colombia, creció rodeada de percusiones hipnóticas, ritmos contagiosos de la cumbia y rituales de cortejo, una celebración constante de la tradición que hermana al pueblo afro e indígena y que, aunque sometidos durante años a desplazamientos forzados, ha encontrado su manera de mantenerse intacto.
Cuando se trasladó con su familia a Bogotá, Totó ingresó en el Conservatorio de la Universidad Nacional para formarse en técnica vocal. Unos conocimientos que le permitieron despuntar primero como cantante en el grupo de baile formado por su madre y, después, con su propia formación.
En los años setenta, La Momposina llevó su música por toda América Latina, Estados Unidos y Europa. A ese último continente emigró en los ochenta, cuando se instaló en Francia para estudiar historia de la danza, coreografía y ritmo en la Universidad de La Sorbona. Una sólida formación académica que terminó forjando su carácter no solo como artista, sino como investigadora y promotora del folclor a nivel internacional.
De ahí en adelante, empezaría su camino a la trascendencia.
Su figura potente resonó cada vez más en escenarios europeos al mismo tiempo que se consolidaba en su tierra. En 1982, Totó fue parte de la delegación colombiana que acompañó a Gabriel García Márquez en Estocolmo para recibir el Premio Nobel de Literatura. Ese episodio le abrió las puertas del prestigioso Festival WOMAD, y de allí surgiría la oportunidad de grabar junto a los productores Phil Ramone y John Hollis el que sería su trabajo más aclamado, La candela viva (Real World, 1993), un disco que supuso su entrada en firme en el circuito internacional.
En las últimas décadas, múltiples reconocimientos como los Congos de Oro del Festival de Barranquilla en 1999 y 2009, el Premio a la Trayectoria WOMEX del 2003, el Grammy Latino en 2013 a la excelencia musical o el Premio La Mar de Músicas en 2018 certificarían el valor de su trayectoria.
Pero, más allá de los reconocimientos, en medio de una industria medida por tendencias, cantidad de reproducciones y récords en ventas, Totó ha demostrado que la tradición no necesita de validaciones. Su riqueza radica en la importancia de mantener vivo el fuego de quienes primero pisaron estas tierras, porque a través de ellos se ha narrado buena parte de la historia de pueblos oprimidos, y que solo son relevantes cuando se exotizan. Con la cabeza en alto y con el peso de cargar a cuestas la ancestralidad, Totó ha sido durante décadas una digna representante de esa raíz.
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Un arreglo floral escribe la palabra TOTÓ en las pantallas del escenario del Festival Cordillera. En la tarima, bailaoras y bailaores agitan sus polleras. Abajo, los cuerpos cumplen el mandato de aquella canción que dice “no hay una cadera que se esté quieta donde yo estoy”. Parece una fiesta y lo es, pero no por eso deja de existir esa sensación melancólica del adiós, ese nudo en la garganta y algunas lágrimas queriendo brotar entre canción y canción.
Aun así gana la alegría de asistir a ese momento irrepetible, en que, de manera simbólica, artistas como Adriana Lucía y Nidia Góngora, representando el Caribe y el Pacífico respectivamente, reciben de manos de La Momposina la responsabilidad de mantener vivo el legado de una tradición que surgió de estas tierras. Una tradición que representa la riqueza de ese mestizaje afro e indígena que se ha negado a desaparecer, en parte porque figuras icónicas como la maestra Totó se dieron a la tarea de visibilizarlo alrededor del mundo en infinidad de tarimas que se contagiaron de nuestra herencia, nuestras historias, nuestra celebración, de esta música alegre que ha logrado existir en medio de tanta tristeza, tanta muerte y tanto dolor que ha cargado el país desde siempre.
“Nosotros los colombianos nos vamos a comprometer a que su legado permanezca vivo para siempre”, dice Adriana Lucía desde el escenario, como una promesa que se debe proteger con la vida, y que de muchas maneras nos confrontó con la idea de ver hacia nuestra raíz, hacia nuestro folclor, hacia las nuevas figuras que asumen la responsabilidad de replicar esas voces que han narrado nuestras historias, las de unos pueblos obligados a vivir a la sombra del Estado, desatendidos, y que aun así han encontrado refugio en esas cumbias, esos bullerengues, esos currulaos, esos boleros, esos sones, ese repique de tambores que, por más que se silencien cuando el show se acabe, permanecerán firmes en aquel palpitar que habita en nuestros pechos.
Totó se despidie con ‘Rosa’, canción del maestro Magín Díaz, quien, al igual que ella, mantuvo su intención de pisar todos los escenarios que pudiera en vida, pues en cada presentación había una semilla que se sembraba en nombre de la tradición, una que ahora nos corresponde a nosotros como público alimentar, cultivar y ver crecer replicada en las voces de una nueva generación para la cual Totó, sin duda, fue la cumbia hecha mujer.