Durante tres décadas, entre los años setenta y noventa del siglo pasado, Caracas fue receptora de importantes figuras internacionales de la literatura, el arte y la política. Estas personalidades visitaban la capital de Venezuela para asistir a festivales o veladas en casas de amigos y colegas. En aquellos encuentros que reunían a la bohemia caraqueña, no faltaba un personaje barbudo, de intensos rulos negros, lentes redondos y mirada de cazador, equipado con cámaras y un bolso cargado de lentes, en una actitud muy distinta a la discreción que suelen tener los fotógrafos de prensa. Este buscador de imágenes se integraba en el bullicio, observaba, intervenía en la conversación, desaparecía, reaparecía. Y, en cierto momento, se escabullía con el protagonista de la reunión, que 10 minutos después regresaba sonriente luego de haber sido retratado en el baño del lugar, mirando al espejo y compartiendo protagonismo con el autor de la puesta en escena.
Tiempo después, estos retratos que componían una serie denominada Frente al espejo pudieron verse en exposiciones y medios impresos. Así, el gran público pudo ver cómo Gabriel García Márquez, Laura Restrepo, Mario Vargas Llosa, Jorge Luis Borges, Emil Cioran, Almudena Grandes y Marcel Marceau, entre otros, dejaron congelar su mirada de manera obediente por la cámara Nikon de Vasco Szinetar, a quien el escritor Héctor Abad Falciolince definió como “un espejo con memoria”.
Nacido en Caracas en 1948, Szinetar cargó con una cámara fotográfica desde los 12 años. De joven marchó a Europa para estudiar cine en Polonia e Inglaterra, y a su regreso a Venezuela, en la década de los setenta, vivió rodeado de escritores y artistas. La idea de dejar constancia fotográfica de esos encuentros con los personajes de la cultura fue en un inicio un proyecto personal, íntimo, pero en 1977 se produjo un salto: el suplemento ‘Papel Literario’ del diario El Nacional le pidió un retrato del poeta Darío Lancini, al que Szinetar conocía desde su estancia en Polonia. “Esa foto la publicaron, y desde ese momento continué en ese prestigioso semanario cultural con retratos de otros escritores y artistas. Así se fue construyendo en el imaginario de sus lectores que quien no aparecía retratado allí no existía”.
- En ese ejercicio visual, ¿en qué momento se te ocurre incorporar tu presencia como fotógrafo al retrato, compartiendo la escena con el protagonista, como sucede en la serie Frente al espejo?
- Desde muy pequeñito, descubrí que era un personaje, y un personaje tiene que buscar la vía de hacerse visible de la manera más ruidosa. Estando en Nueva York, enamorado de una amiga fotógrafa, salíamos de un restaurante y en las escaleras había un espejo. Me tomé un retrato con mi amiga por la necesidad de dar testimonio: “¡Yo estuve con ella. ¡Ella estuvo conmigo!”. No hay duda. A partir de allí empecé a hacer autorretratos, lo convertí en una metodología, en un tema obsesivo. Es decir, descubrí una forma. También entendí que el autorretrato no es algo casual, un evento más, sino que se trata de una exploración sobre el tiempo. Si quitas al personaje que está a mi lado, descubres a una persona que en el tiempo va recomponiéndose en su apariencia y en sus gestos.
- El filósofo español Fernando Savater dijo: “Vasco Szinetar es un acosador profesional; persigue, ataca, insiste con amabilidad o con furia hasta que consigue lo que quiere: una foto con una celebridad… Todos caen bajo el encanto de Vasco, aceptan y sonríen”.
- Puede parecer ostentoso, pero en mi oficio, si uno no entiende el tema de la seducción, no puede ir con una cámara a retratar nada. Para poder dialogar con el mundo, el fotógrafo tiene que ser un seductor, como ‘el agente 007 con licencia para matar’, pero en este caso para hacer clic.
En una oportunidad, en 1982, fui a la casa del escritor y fundador del diario El Nacional Miguel Otero Silva, en la quinta Macondo, en Sebucán, al noreste de Caracas, que entonces era el centro del poder de la cultura. Había un encuentro con escritores e intelectuales y ese día se encontraban Arturo Uslar Pietri, Tomás Eloy Martínez, Ben Amí Fihman y Juan Liscano, entre otros. Todos estaban alrededor de Borges, que era el centro de la atención de los presentes. Al ver la compleja situación, me dedique a hablar con su esposa, María Kodama, también escritora. Ella se encontraba apartada del grupo. Me acerqué, me puse a conversar y a retratarla. Le expliqué qué era lo que yo quería y, cuando Borges se liberó, todo fluyó. Ella, como un ángel de la guarda, me lo llevó al baño.
- ¿Pudiste evaluar la dimensión de lo que estabas haciendo en este proyecto?
- El aceptar una petición inesperada de ir al baño para fotografiarse implica depositar confianza ante un requerimiento fuera de lo común. Y esto tiene que ver con una reflexión sobre el poder, porque la gente que yo llevo al baño tiene un poder. Son personajes de la cultura, de la política, y yo los ubico en un espacio donde pierden el control, están totalmente desconectados de las expectativas que puede tener alguien respecto a un fotógrafo.
Por ejemplo: yo estaba en la toma de la posesión del segundo mandato de Carlos Andrés Pérez a la presidencia de Venezuela, en el Hotel Caracas Hilton. Estaban todos los presidentes latinoamericanos. Y seduje a Belisario Betancourt (Colombia) y Raúl Alfonsín (Argentina) para que me acompañaran al baño, que se encontraba en el sótano. Fui con ellos dos, uno por uno, con la Casa Militar y un montón de escoltas. Ellos, sin conocerme, me acompañaron. Entonces yo dije: “Algo tendré que los mareo y los llevo a cualquier sitio”.
- ¿Cada personaje y situación obliga a una estrategia que se elabora en el momento?
- Es algo así. En 2009 estaba en Cartagena, Colombia, en un hotel en donde se celebran los festivales. Había uno de escritores. Allí se encontraba Salman Rushdie, el muy amenazado autor de Los versos satánicos. Estaba muy vigilado, siempre rodeado de gente cuidándolo, no dejaban tener acceso a él. Apenas vi una oportunidad, me le acerqué rápidamente y le mostré una postal que yo había editado con el autorretrato con Borges. Le dije: “Mira, esto es lo quiero hacer contigo”, y me contestó: “¡Cónchale, qué tronco de idea! Voy un momentico aquí, resuelvo algo y regreso”. A los cinco minutos vino y se metió conmigo en el baño.
- Es decir, ¿una postal fue tu as debajo de la manga para resolver una situación que podía ser complicada?
- Seguí mi naturaleza. En 1974, en Londres, en el hotel Savoy, fui a una fiesta y veo que entra una limusina. Resulta que quien iba allí era Charles Chaplin con su mujer. Lo esperé en la entrada del hotel y le pedí un autógrafo. Me da el autógrafo en una libreta que yo siempre llevaba en el bolsillo, pero la firma no se veía porque el bolígrafo no tenía tinta. Entonces le pregunté si me podía esperar para ir a la recepción a buscar un bolígrafo. Me esperó, fui a la recepción, busqué el bolígrafo y me firmó. Eso es insólito, que un personaje como Chaplin te espere para poder firmarte el autógrafo. Ese es un ejercicio que fui construyendo, en donde perdí el miedo, y me muevo con una gran libertad. Uno tiene que conocer sus obsesiones. Si descubres que esas obsesiones son importantes, hay que cuidarlas como una matica, regarlas, elaborarlas. Esa anécdota del Savoy me sirvió para contársela a su hija, Geraldine Chaplin, en 1994, quien se encontraba de visita en Venezuela, y me permitió fotografiarla en su habitación del Hotel Caracas Hilton.
- Hay algunas fotografías de tu serie que no son en el baño. En algunas el espejo está en el piso, en otras alguien lo sostiene y en otras se perciben dos espejos.
- Yo trabajo muy rápido y lo hago como un fotoperiodista, en el sentido de que me enfrento a situaciones desconocidas. Por ejemplo, iba a retratar a Edward Albee, gran dramaturgo estadounidense, autor de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, muy amigo del también dramaturgo venezolano Isaac Chocrón. Me encontraba en la sede de la agrupación teatral El Nuevo Grupo, en Caracas, y no encontraba un espejo. Bueno, inmediatamente hablé con la gente del teatro y me consiguieron uno de utilería. Lo tomaron entre dos, y así salió la foto. Voy resolviendo, porque esto es como una cacería. Si vas a cazar a la selva tienes que tener capacidad de resolver dificultades en el momento preciso y salir airoso. Es un ejercicio. El que va a cazar tiene que llevar sus pertrechos. Si yo voy a un hotel o a una casa en donde tengo que retratar a alguien, lo primero que hago es observar las ventanas, si el baño tiene buena luz, cómo está el espejo... tengo que armar una estrategia previa.
- Hay unas secuencias que llaman mucho la atención, la que capturas a personajes en épocas distintas de su vida. Sobre esas imágenes el escritor mexicano Juan Villoro escribió: “Vasco Szinetar se ha impuesto la solidaria tarea de envejecer con sus amigos”.
- Sí, una de ellas fue con el escritor y filósofo español Fernando Savater. Habíamos acordado que cuando nos encontráramos haríamos un autorretrato. También tengo otra con el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince. Cuando hemos tenido el chance nos autorretratamos porque ellos entran en el juego. Es una exploración sobre la vejez, sobre el tiempo, y son amigos con los que me comunico frecuentemente.
- En tantos años desarrollando esos encuentros con figuras relevantes, hay casos curiosos como el retrato con el mimo francés Marcel Marceau, un experto en la capacidad de expresarse visualmente. ¿Cómo manejaste la escena?
- Ese encuentro fue en la casa de la destacada promotora cultural María Cristina Anzola, en Caracas, en donde él se hospedaba. Comenzamos a montar la escena para la foto, arrancamos a actuar y él empezó a dirigir la secuencia. Puso la mano en el espejo, empezó a interactuar con mucha fuerza y en una de esas me dijo: “Mira, tú podrías ser mimo, porque tú tienes madera para ser mimo”.
En esos encuentros, que son casi furtivos porque son muy rápidos, no hablo de lo que hace el personaje, de sus obras o su trabajo. No les digo que son una maravilla, o que estoy emocionado o agradecido. No, solo hago mi trabajo y mi obsesión es hacer la foto. Ese es el convenio. Cuando ellos se entregan, el jefe de la escena soy yo, el fotógrafo. Eso es una clave para los retratistas: uno no puede delegar en el personaje las decisiones de cómo se pone el lugar. Uno tiene el control de la luz, del espacio y de la gestualidad. Si te dicen “¿me río?”, uno contesta: “No, cuando usted está solo no se ríe, usted está tranquilo. Míreme, eso sí”. El retrato se soporta sobre la mirada. Nosotros somos intermediarios entre el retratado y el que ve la foto. Cuando alguien ve un retrato importante, ese que está allí se comunica contigo, con el receptor.
- Tu trabajo se ha extendido por 50 años, y gran parte lo lograste en una Venezuela abierta al mundo, que recibía muchos visitantes relevantes en el campo de las artes, de la literatura, política...
- Tuve la suerte de vivir en un país democrático, con todas las dificultades que tiene la vida en cualquier parte, pero siempre fue un lugar de inclusión, donde uno se encontraba a los intelectuales y a los políticos en las librerías, teatros, sin ninguna prepotencia, donde la gente podía asistir a cualquier evento. El Teatro Teresa Carreño era un lugar a donde iba toda Venezuela.
- ¿Y cómo has adaptado tu trabajo artístico a los nuevos tiempos?
Mi exploración en el género de retratos se ha ido a la exploración del tema familiar, con un trabajo más conceptual en el que incorporo documentos. Al mismo tiempo, he sentido la necesidad de abordar el deterioro actual con la serie Caracas PostCards, donde doy testimonio de la decadencia urbana y social de una capital devastada, que fue una de las más importantes de Latinoamérica, y donde ahora el ciudadano camina con la mirada en el piso, como un fantasma. No es fotoperiodismo, pero estoy mostrando la intimidad de la ciudad. También, cuando estuve exiliado en Colombia por las amenazas que el presidente Chávez dirigió en su programa Aló presidente, realicé la serie Cuerpo de exilio (2010), que reflejó ese momento emocional. Los tiempos oscuros también nos obligan a cambiar.