Cuando era pequeño, Abraham Jiménez Enoa escuchaba “como si fueran cuentos” las historias de su abuelo, que había sido guardaespaldas del Che Guevara. El televisor General Electrics que le regaló el líder revolucionario a la familia descansa aún en la casa de sus padres en La Habana.
Pero quiso Abraham, hijo de un militar y una abogada, alimentar su espíritu crítico, pese a haber crecido en ambiente militante, convertirse en periodista y desconfiar del cuento de la revolución cubana. Tanto que ahora, a sus 33 años, cuenta esas historias de su abuelo en una cafetería del Eixample de Barcelona, donde se ha instalado porque le expulsaron de Cuba por incómodo.
En su tierra natal, Abraham sufrió “secuestros exprés, arrestos domiciliarios y muerte civil”, pero su ahínco le ha valido para ser una de las voces más respetadas del periodismo cubano. El pasado mes de julio fue merecedor del Premio Internacional a la Libertad de Prensa, que entrega cada año el Comité para la Protección de los Periodistas y que recibirá este jueves en Nueva York.
Abraham explica su historia, que retrata la represión del régimen cubano y también el laberinto de contradicciones que implica vivir por primera vez en un país capitalista, europeo, donde el racismo acecha de manera cotidiana, no siempre con golpes duros, pero sí con pinchazos molestos, y donde tiene que desmentir tópicos constantemente, porque Cuba, además de un pequeño país, es un enorme cliché utilizado para justificar una especie de Guerra Fría de bar todavía vigente.
Desde que llegó a Barcelona el pasado 9 de enero, Abraham intenta “curar las heridas” que le dejaron en Cuba los seis años de asfixia y aislamiento a los que le sometió el régimen. “Me sacaban por la televisión diciendo que era agente de la CIA”, relata.
La “muerte civil” de Abraham
Todo empezó en 2016, con sus artículos narrativos en la entonces recién fundada revista El Estornudo. “Siempre intenté escribir con libertad y eso me dio todos los problemas. Primero me prohibieron salir del país, luego intentaron aniquilarme personalmente, a mí y a mi entorno. Empezaron a rodearme. Expulsaron a mi madre del trabajo, hicieron que mi padre se jubilara, presionaron a mi pareja, metían a mis amigos en el calabozo para sacar información de mí y les decían que fueran como agentes encubiertos”.
Una vez, cuenta, sintió una mano en la espalda. Pensaba que era un agente de seguridad del régimen, pero no, se trataba de un amigo de la universidad, de los pocos con los que todavía mantenía contacto. “Me metió en un coche y me dijo que nunca más volviera a hablar con él, que le habían interrogado en un calabozo, para sacarle información sobre mí”.
“Llegó un momento en que lo único que tenía era mi pareja y mi hijo en casa, solo podía estar en el Malecón de La Habana, mirando al mar”, prosigue Abraham, quien añade: “La gente dice que Cuba no es una dictadura porque no matan a nadie, pero no les hace falta meterte un tiro para matarte de otra manera”.
Esa presión incesante del régimen quebró la mente del periodista hasta el punto que ya no podía salir de la cama: “Mi psicólogo se negó a atenderme y, cuando busqué otro, en toda la isla no había quien quisiera visitarme por no sufrir represalias. Una fundación me puso a una psicóloga en Madrid, que me atendía por videollamada. Me conectaba desde la azotea para agarrar bien la señal cerca de la antena. Una de las primeras cosas que hice cuando llegué a España fue ir a visitarla”.
Al final, a principios de este año, a Abraham le dieron el pasaporte y le obligaron a salir del país.
Cuba: del aperturismo a la represión
El exilio de Abraham se produjo unos meses después de las protestas de julio de 2021, las mayores vividas en la isla desde 1994, llevadas a cabo por una población harta del autoritarismo del régimen y muy golpeada económicamente por la pandemia. Las autoridades acabaron sentenciando a prisión a 297 manifestantes, algunos de ellos con penas de 25 años por delito de sedición.
La represión de las protestas certificó el incumplimiento de la promesa de aperturismo esbozada en 2014, cuando el presidente estadounidense Barack Obama anunció el fin del bloqueo a la isla y a cambio, su homólogo cubano, Raúl Castro, prometió más libertades. La histórica visita de Obama a la isla en 2016 sirvió para escenificar ese acercamiento diplomático, pero la victoria de Donald Trump —15 días antes de la muerte de Fidel Castro en noviembre de 2016— supuso un giro diplomático radical, con el regreso de las sanciones. De nuevo, ambos países se dieron la espalda. Las posibilidades de cambio quedaban en el aire, y el resultado es que hoy, internet, aunque ha sido clave en la creación de un sentimiento crítico entre los milenials, es un privilegio caro monitoreado por el régimen, que sigue teniendo el práctico monopolio de los medios de comunicación.
“Biden prometió volver a la senda de Obama, pero aún no ha hecho nada. El Gobierno cubano ya no puede valerse por sí solo, por lo que si llegan propuestas estadounidenses, es probable que las acepte”, dice Abraham.
Lidiar con el racismo y los clichés
El posicionamiento de Abraham, 10 meses después de su expulsión de la isla y pese a su oposición frontal al régimen, no encaja con el —de nuevo— cliché de disidente-Miami que idolatra el libre mercado y la meritocracia. Pero al periodista ya le ha tocado enfrentarse a quienes desde España romantizan el régimen cubano y pretenden explicarle su propio país.
Reflexiona: “Imagínate, cuando llegué aquí, como en la mayoría de países del mundo, imperaba la lógica capitalista. Yo nunca había visto un metro, una publicidad de Samsung, no había pagado con tarjeta. Lo que para la gente es normal, como encontrar siete tipos de leche, a mí me vuela la cabeza. Leche desnatada, entera, sin lactosa, con un 10% de no sé qué…Se me vuelve excesivo. Y se me vuelve excesivo ver un montón de cruasanes en una panadería y a pocos metros gente tirada en el piso. Pasadas 24 horas, tiran muchos de estos cruasanes y aquel sigue tirado en el piso…”.
Entonces, ¿hay cosas de la regulación estatal cubana que pueden valer? “Obvio. Está claro que el comunismo nunca ha llegado donde quería y se ha quedado en represión, pero tengo claro que el capitalismo tampoco es la vía. Tendremos que inventar otra vía”.
“Parafraseando a [Josep] Borrell, el capitalismo es como una jungla, un sálvese quien pueda, con unas dinámicas de individualismo, una suerte de enajenación que hace que no te ayuden en el metro o que impere siempre primero el salvarse uno mismo”, dice Abraham, quien alude así al polémico discurso en el que el alto representante para la Política Exterior de la Unión Europea comparó a Europa con “un jardín” y al resto del mundo, con “una jungla”. “Me parece asombroso que pudiera decir eso y que no pase nada”, añade el periodista.
Los comentarios o actitudes racistas que Abraham ha vivido en su propia piel ascienden a 78, tal y como contaba en su última columna de opinión en The Washington Post, en la que además detallaba algunos de esos episodios, como cuando un vendedor le acusó de pagar con un billete falso antes de comprobarlo o cuando un paseante se agarró la mochila nada más verlo.
Las aventuras cotidianas del capitalismo
Hay otras cosas duras del exilio, como afrontar la enfermedad de su padre en la distancia sin saber cuándo va a poder volver a Cuba, porque lo tiene prohibido, y tener que enviar aspirinas desde España, “porque allí prácticamente no hay medicamentos”.
O la aventura de abrir una cuenta bancaria para empezar a recibir el dinero que le debían por las colaboraciones periodísticas, ya que él no podía cobrar en Cuba por sus textos publicados en Gatopardo o The Washington Post. Cuando llegó a Barcelona, empezó a revisar en un Word lo que se le adeudaba, un dinero imprescindible para poder pagar el alquiler de su pequeño y luminoso piso, donde vive con su pareja, que ha llegado con un contrato de trabajo en el mundo del cine, y con su hijo de dos años.
El individualismo europeo, al que Abraham no está acostumbrado, y la falta de amigos en Barcelona a veces le hacen sentir solo. A eso se suman las añoranzas que tenía en su país de la infancia: “En años tan duros de persecución, extrañaba mi infancia, una infancia feliz, jugando en la escalera del edificio donde otros niños, primero, empezando a tomar ron, después, conociendo a las primeras chicas, siempre haciendo vida en la calle…”.
El periodista trabaja en el comedor de su piso, al lado de dos fotos icónicas: la de las protestas de estudiantes en Tiananmen frente a los tanques del régimen chino en 1989 y el puño en alto con guante negro de los atletas Tommie Smith y John Carlos, oro y plata en el podio de los 200 metros de los Juegos de México 68, reivindicando en Black Power en contra del racismo y los asesinatos racistas.
A punto de publicar un libro, Abraham intenta dibujar su vida en Barcelona con el deseo de poder dedicarse, de nuevo, al periodismo narrativo y de calle, pero abierto a otras opciones. Cada vez más lejos quedan las historias del Che que le contaba su abuelo, como aquella en la que el guerrillero llegó a casa con la apariencia totalmente cambiada, el pelo rapado, antes de partir hacia Bolivia. “Mi abuelo no lo reconoció, pero le extrañó que el perro le saludara y jugara con él. Se fue sin despedirse de él, solo de sus familiares cercanos”. No lo contaba el abuelo con rencor, sino “con tono detectivesco”, alimentando la idealización de un icono que aún hoy aguanta al régimen cubano.