Argentina: la inflación se come la carne

La pandemia y una crisis financiera perenne cambian los hábitos de la sociedad argentina. Un ejemplo: la caída récord en el consumo de vacuno.

Una vaca cruza la carretera en la provincia de Salta, Argentina, país donde el consumo de carne ha caído a causa de la inflación. UNSPLASH/AGUSTÍN LAUTARO
Una vaca cruza la carretera en la provincia de Salta, Argentina, país donde el consumo de carne ha caído a causa de la inflación. UNSPLASH/AGUSTÍN LAUTARO

Eran otros tiempos. El pescado, en cualquiera de sus versiones o formas, carecía del prestigio vitamínico que tiene hoy; la verdura, cuya prosapia no generaba debates aunque tampoco clamores, nunca escapaba de su rol de partenaire y la pasta era, tal vez, el único plato que se atrevía a reclamar un módico protagonismo, sobre todo los domingos de invierno. Por lo demás, en la Argentina de los años cincuenta del siglo pasado funcionaba el virreinato de la carne vacuna asada, abetunado y proteico manjar que, también con abundante pasión, se acompañaba y potenciaba con vino rojo. A mediados de esa década, luego del segundo gobierno de Juan Domingo Perón, explosión demográfica mediante, cada argentino consumía casi 100 kilos de carne de ternera por año, una bacanal de fibras y minerales concentrados de buena calidad que cinceló para siempre, en el imaginario universal, el retrato socio-cultural del sujeto de las pampas: allí, en esa solapa alargada, verde y cautivante, paraíso ambulante del bovino, vivían los mayores carnívoros del mundo.

Durante años, esas cifras, aunque menguantes, se mantuvieron en alto, consolidando a los argentinos como los mayores consumidores de carne del planeta. Pero si bien es cierto que el país no ha abandonado la cima de ese escalafón, el año pasado Argentina alcanzó el piso de su historia. Según la información oficial del sector, cada argentino durante 2020 comió 49,7 kilos —en comparación, un ciudadano español ingirió un promedio de 6—, la cifra más baja desde que se hace la medición.

¿Cuáles son las razones de ese precipitado descenso? Como suele suceder cuando una costumbre tan arraigada sufre modificaciones, no siempre hay un factor decisivo que explica el cambio. A la pandemia que afectó notablemente la economía mundial —Argentina perdió 10 puntos de su PBI, sumergiendo a la mitad de su población en la pobreza— se suma, en primer lugar, una presencia tan inefable y enraizada como el tango: la inflación, suerte de tábano financiero que, aún cuando solo debiera existir toda vez que el cuerpo que ataca se pone en marcha, es decir, cuando no está paralizado por una recesión, en Argentina en 2020 trepó al 40% anual. Es otra de las grandes paradojas nacionales que, según cifras del mercado, en el rubro carnicería alcanzó un absurdo 70%. Los sueldos, en comparación, sólo subieron la mitad de esa cifra, perjudicando la capacidad de compra de los asalariados.

Menos determinantes, aunque también presentes, hay una suma de factores vinculados con ciertos cambios en los modos de consumo. La ampliación del menú en la oferta gastronómica es un proceso que abriga una lógica saludable que redunda en la convivencia de la carne bovina con la de otros ejemplares como el pollo o el pescado. De hecho, según un informe de la Fundación Mediterránea, el consumo aviar tuvo su máximo histórico en 2020, alcanzado los 44 kilos per cápita. Eso explica, en parte, que pese a la histórica baja de consumo de carne roja que venimos describiendo, la producción total de carne, sin embargo, alcanzó una cifra récord el año pasado.

A pesar de que la enorme mayoría de los argentinos aún cree que la carne de ternera es saludable, también hay un factor de tipo cultural en la merma, una tendencia difícil de precisar que se relaciona con el fervor con el que algunas porciones de las nuevas generaciones abrazan el veganismo y demás militancias anti carnívoras, lo que, se estima, también conforma otro vector de disminución. Para algunos centennials, el asado bovino ya no es la panacea gastronómica de antaño.

“La carne argentina en general y la carne roja en particular es barata comparada con el precio de nuestros vecinos”, advierte a COOLT Iván Ordoñez, economista especializado en agronegocios. “Lo que sucede es que a partir de 2018 los salarios no crecieron en la misma medida que lo hizo la inflación, lo que determina que cada vez se pueda comprar menos carne”, agrega.

Pero, además, como se detalló antes, también hubo otro factor, y ese fue la inesperada irrupción del coronavirus. “Un segundo driver, menos relevante, es que en Argentina la carne se consume mucho en hamburguesas, y la hamburguesa se come afuera. En comercios y restaurantes. Por la pandemia el consumo afuera bajó mucho también”, completa Ordoñez.

“El descenso en la capacidad de compra de los salarios ha sido del 20% en los últimos tres años”, asegura el ingeniero Miguel Schiariti, presidente de la Cámara de la Industria de Carne. “Ni el sector privado ni el sector público pudieron lograr que las remuneraciones igualaran la inflación”, agrega. Schiariti suma un dato que explica, en parte, la naturaleza compleja del entramado fiscal argentino: “El 39% de los precios internos de la carne son impuestos”, en un país que exporta poco más del 25% de su producción (la mitad a China).

La nueva realidad, o sea, la constatación de que la crisis había alcanzado a uno de los símbolos nacionales por antonomasia, hizo que el Gobierno de Alberto Fernández moviera algunas piezas en busca de atemperar los efectos de la baja. A través del Ministerio de la Producción, acordó durante la última semana de enero con los frigoríficos una reducción de precios de algunos cortes (o piezas) específicos.

“Hicimos un acuerdo que facilita la oferta de un conjunto de ocho cortes de carne, con precios que se reducen entre un 15 y un 20%, de esta manera se retrotraen los precios a lo que había en el mercado a comienzos de noviembre", señaló Matías Kulfas, ministro de Desarrollo Productivo. Con el nuevo plan, el kilo de vacío, uno de los cortes más buscados, costará unos 500 pesos argentinos (alrededor de 5.65 dólares – 4.65 euros).

Pero la medida no logró mitigar los ánimos del sector, o al menos no el de todos sus protagonistas. Conocido como el Rey de la Carne, Alberto Samid, controvertido empresario del rubro, se pregunta, protestando: “¿Cómo puede ser que la gente trabaje para ganar por día el equivalente a dos kilos de carne? Un 20% de reducción es muy poco: la carne tiene que estar más barata, a 300 pesos”.

Pero, además de la baja y congelamiento de los precios, el Gobierno también quiere implementar un cambio drástico en el modo en el que la carne se faena y se prepara. Se trata de un plan que implica dejar atrás las medias reses (el ejemplar, de 400 kilos de peso de promedio, es cortado transversalmente por la mitad y así llega a los locales de venta) y sustituirla por piezas que puedan distribuirse según la demanda del comercio.

La popular media res, de la que los carniceros obtienen tanto los cortes más económicos como los más caros, sería reemplazado por el “cuarteo”, es decir que, en una primera etapa, el ejemplar es dividido en cuatro. Eso permitirá que aquellas carnicerías ubicadas en barrios de poder adquisitivo más limitado no se vean obligadas a adquirir la media res entera, pudiendo comerciar los cortes más económicos. "Vender la media res genera escasez de cortes populares en zonas de bajos ingresos (y escasez de cortes de primera en zonas de altos ingresos), encareciendo excesivamente los cortes que más se demandan”, explica el economista Luca Sartorio. “Es la medida más ambiciosa en la historia del negocio de la carne en Argentina. Cambiaría una dinámica de décadas de errores”, agrega Ordoñez.

Vacas en la provincia argentina de Tucumán. UNSPLASH/NICOLÁS PERONDI
Vacas en la provincia argentina de Tucumán. UNSPLASH/NICOLÁS PERONDI

El vacuno como narrativa nacional

Como todo símbolo nacional, la carne argentina tiene una narrativa tan profusa como heterogénea, una constelación de abordajes, literarios y científicos, que no hacen más que agigantar su mitología. En su libro La vaca: viaje a la pampa carnívora (Arty Latino, 2007), el ensayista y escritor Juan José Becerra describe la peripecia vital de la llamada “cabeza de ganado”, desde su nacimiento rural hasta su arribo triunfal a la mesa de la familia argentina. Becerra se detiene, sobre todo, en el inquietante momento en el que el ejemplar es faenado, experiencia que, aseguran, no es apto para público impresionable.

“Si la vaca pesa 400 kilos, los litros de sangre derramada son 44 (es una regla: el 11% de su peso vivo). Luego suben los 336 kilos que quedan por un sistema de roldanas hacia el piso de la faena mientras, a la pasada, le marcan la piel, le cortan las patas, le sacan la cola. Una vez allí la evisceran, la abren por la mitad con una sierra a disco y la descubren (como si con el cuero puesto hubiera estado vestida), un eufemismo que alude al momento en que, con el auxilio de unas pinzas con forma de brazos ortopédicos, le retiran la piel en una sola pieza y la dejan con la carne a la vista para separarla en dos reses simétricas.

La cabeza se retira del cuerpo y se cuelga de una noria para que se incorpore al desfile tétrico de cráneos que avanzan como una procesión de títeres sin vestuario. El proceso es deudor de la cadena de montaje que Henry Ford instaló en 1913 como abracadabra de la producción en serie, pero funciona al revés: es su sombra mortuoria.”

Esa industria aceitada, que en Argentina genera más de 400 mil puestos de trabajo, se remonta a los orígenes de la nación, y sus rudimentos más básicos aparecen en la que se considera la obra seminal de la literatura argentina, El matadero (1840), de Esteban Echeverría. Es el primer relato de ficción de una narrativa que se inauguró con vacas y, también, un breve y elocuente estudio sobre la ganadería de aquel siglo todavía barbárico. Allí se leen algunos términos de los que se adueñó el autor, palabras que, todavía hoy, conforman el ecosistema oral en el que los argentinos conviven con su gastronomía estrella: “asado”, “achuras”, “chorizo”, “lomo”, “mondongo”, “mata-hambre”. Muchas de esas palabras, incluso, trascendieron su significante y pasaron a formar parte del argot social: es habitual hablar de “buen lomo” cuando un ciudadano, hombre o mujer, tiene un aspecto físico estilizado y atlético, del mismo modo que cuando alguien es compelido a realizar una tarea harto compleja o directamente imposible se suele decir que lo enviaron al “matadero”, o cuando se está distraído o vagando se está “pastoreando”.

Peculiaridades de una sociedad que ha hecho de su vínculo con el noble y robusto mamífero algo más que el que se establece con un mero yacimiento alimenticio: forma parte de la consagración de una cultura, quintaesencia de una aventura culinaria. “La vaca, alguna vez viva, ha sido borrada como causa de esa reunión en apariencia civilizada alrededor de un fogón modernizado en algunos de sus recursos pero, básicamente, el mismo que rodearon los gauchos y los indios del desierto”, escribe Becerra en su libro.

“Es una situación normal de canibalismo olvidado, y recordado a medias. Cuando un asador pasivo —el que no está asando— le pregunta al activo de dónde es que sacó esa carne tan sabrosa, este no repara en genealogías, ni en el devenir histórico ni en el sistema de exterminio de bovinos. Simplemente, pronuncia el nombre de una carnicería; y hasta el del carnicero, quien a veces se adjudica méritos personales en la venta de los animales (como si fuera un fabricante de vacas). Finalmente, el espectáculo tiene su corolario teatral. Alguien pide un aplauso para el asador, quien en premio a sus gestiones se lleva a la boca el mejor trozo de carne y saluda como último gesto del espectáculo primitivo que ha dado”, finaliza.

Periodista y escritor. Editor jefe de la revista digital La Agenda y colaborador de medios como La Nación, Rolling Stone y Gatopardo. Coautor de Fuimos reyes (2021), una historia del grupo de rock argentino Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y autor de la novela Teoría del derrape (2018) y de la recopilación de artículos Nada sucede dos veces (2023).

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