“El camino es la vida”, escribió Jack Kerouac en On the road, su obra canónica de 1957, antes de lanzarse a incendiar las rutas de su América. Mucho tiempo después, Fito Páez tomará el concepto para ampliarlo y advertirnos que “lo importante no es llegar, lo importante es el camino”. Antes y después, la cultura occidental moderna, pero sobre todo el mundo del deporte y del arte, irán incorporando, conforme tomen conciencia de lo destructivo e impiadoso que resulta la carrera espacial al triunfo, que la gloria personal no anida en los pliegues dorados de la cima, sino que reside en la metódica nobleza que se emplea para llegar allí, sin importar si ese cenit se alcanza o no.
Bilardo, el doctor del fútbol (HBO Max, 2022) viene a recordarnos que si hubo un paladín que batalló para derribar esa postura, ese fue Carlos Salvador Bilardo (Buenos Aires, 1938), el inefable director técnico de fútbol que entrenó a la selección argentina campeona del mundo en México 86.
“Ganar no es lo más importante, es lo único importante”, es una frase atribuida a Vincent Thomas Lombardi que Bilardo hizo carne aun sin pronunciar. La máxima no aparece en el documental, pero su espíritu lo humedece de principio a fin, es parte medular de la narrativa de una pieza con grandes hallazgos de producción —hay valiosísimos testimonios como los de su mujer y su hija— y una arrasadora capacidad para conmover.
Esa conmoción tiene una fuente inapelable, y es el mismo Carlos Salvador, una verdadera usina de entretenimiento, no solo por sus ocurrencias o extravagancias, claro, sino mucho más por su peripecia épica, sostenida en una no menos conmovedora ética del esfuerzo, una intolerable, pero a la vez simpática, inclinación al drama y una pertinaz capacidad para predicar sus ideas, que, equivocadas o no, revolucionarias o no, se empecinó en trasmitir con humildad hasta las mismas puertas de la locura.
“Nos esforzamos por contar la historia de Bilardo desde un lugar diferente”, precisa Federico D’Elia, uno de los productores del ciclo. “Había muchas cosas que se desconocían de Carlos y para conocerlas teníamos que ir a su entorno. Daniela (su hija), al principio no quería saber nada, pero cuando se dio cuenta del tipo de trabajo que íbamos a hacer, dijo que sí. Fue una negociación ardua pero valió la pena. Eso y la videoteca personal son las grandes joyitas del trabajo”, explica.
Todo en la vida de CSB ha sido extraordinario, pero él mismo se encargó, a lo largo de su extensa marcha, de quitarle esa pátina de excepcionalidad, ya sea por su poca importancia personal —una rareza en el mundo de las celebridades— o por su tendencia a esquivar cualquier experiencia celebratoria que pudiera desviarlo de su objetivo: perseguir el triunfo. Médico ginecólogo, al menos en público Bilardo nunca hizo una apología de ese hito universitario, siendo que muy pocos deportistas profesionales logran aunar ambos logros.
En esa negación, o en esa situación de permanente fuga hacia adelante, reside buena parte de su encanto. En un mundo, como el del entretenimiento masivo, que tiene a buena parte de sus héroes ensimismados en medir el octanaje de su grandeza, que hubiera alguien que solo pensara, maníacamente, en continuar con su trabajo, despertaba pasiones y sensaciones encontradas. Molestaba y hechizaba, en partes iguales.
Porque el documental se encarga de hacer aparecer, y hacer hablar, a los enemigos de Bilardo, que los tuvo, y de peso.
Esa obsesión por ganar como sea, esa desprolijidad, además, para construir su propia liturgia —Bilardo siempre fue un mal orador— le hizo acreedor, ni bien se hizo cargo de la selección argentina en 1983, pero sobre todo luego de un puñado de partidos sin brillo, de un enemigo perfecto: César Luis Menotti (Rosario, 1938), el omnisciente y todopoderoso entrenador del equipo campeón mundial del 78.
Ilustrado, alto, carismático, cool, Menotti fue la némesis perfecta de Bilardo. Predicador de un fútbol que, por ponerlo sencillo, intentaba primero jugar bien, o bonito, para luego ganar, su irrupción en el ecosistema deportivo, a mediados de los setenta, tuvo el impacto del Mayo francés. Menotti y sus ideas eran, en épocas de dictadura y desaparecidos, la playa debajo del empedrado, la imaginación al poder. Uno de los hombres más influyentes de la Argentina, su poder de conocimiento, o de opinión —que en la esfera pública se confunden—, se extendía más allá de las fronteras del fútbol: en su bandoneón discursivo cabían Borges, Piazzolla, Maradona o Sartre. El Papa y Perón, la milanesa y los milicos. Era la quintaescencia de cierto argentino aspiracional, integrante de lo que llamaríamos “la izquierda caviar”, alguien que despertaba, gracias a su argot existencialista —de allí también su amargura—, un nivel de admiración unánime. Sus equipos, es cierto, lanzaban paredes, eran ofensivos, jugaban bien. Eran seductores, como él, que lograba desatar en sus jugadores un nivel de deseo similar al que genera el dinero. Por eso, cuando en 1983 —el episodio está muy bien repasado en el documental— criticó al seleccionado de Bilardo diciendo que “regalaba prestigio”, esa declaración cayó como un asteroide. Para Bilardo fue una afrenta, una traición. En su sistema de pensamiento, no podía concebir que un colega —y menos ese colega— saliera a criticarlo con ese golpe bajo. No jugaba mal, sino que iba más allá: destruía una reputación, una historia. Como el menottismo tenía encumbrados acólitos en los medios más importantes de entonces (Clarín y El Gráfico), el desdén hacia Bilardo, a quien también se tildaba de falto de charme y de tener gustos plebeyos, se multiplicó exponencialmente. Vista a la distancia, la queja de Menotti tenía todos los ingredientes del patrón de estancia que vendió sus campos y que no puede tolerar que el futuro no le pertenezca.
Pero también es cierto que hoy, agotada la dicotomía por aburrida o anacrónica, no es inválido pensar que si Menotti usó un solo camino para llegar al éxito (jugar bien), Bilardo los usó todos. Porque, si algo nos indica la exasperada búsqueda de CSB —nadie duda de que era un hombre desesperado—, es que si había que ganar de cualquier forma, en ese “cualquier forma” cabían, por default, todos los caminos posibles, desde el engaño al límite del reglamento a la posibilidad de jugar bien, como ocurrió con aquel brillante equipo de Estudiantes de la Plata, campeón de la liga local en 1982, o como sucedió con la selección argentina que llenó de colores las canchas de Europa dos años después, sacando de paseo a Alemania en Dusseldorf.
Por su filo procaz, una de las definiciones más fuertes del documental es la que aporta Fernando Signorini, entrenador personal de Diego Maradona. “Bilardo es un cagón, un tipo que le tiene un miedo espantoso a la derrota”, dice. Escuchada así, desguarnecida de contexto —o de análisis— parece solo desmerecer al personaje, sin embargo, apunta al centro mismo de su psiquis: en la lógica bilardiana es peor la humillación y la angustia que dispara una derrota que el placer provocado por la victoria. En todo caso, la victoria solo traerá algo de paz. Más que cobarde, lo que aparece en el filme es un hombre neurótico que vive en estado de tribulación permanente, un tipo que no logra abrazar la incertidumbre de la vida —por consiguiente, no termina de comprenderla—, y que persigue el triunfo no porque crea que allí hay una verdad ulterior, el nirvana o siquiera algún tipo de plenitud, sino porque cree que es el único antídoto ante la tragedia vital, ya que perder, en su lógica binaria, es morir de a poco. Ganar no es ganar, es solo salvarse, parece decirnos. Vivir así es morir, diría Camilo Sesto.
En ese sentido, es lo contrario a la postura hedonista de Menotti, para quien lo importante es el goce de las formas, la satisfacción moral de que el método empleado podrá no asegurar el éxito, pero que el solo hecho de no traicionarlo ya podría considerarse un triunfo. Una postura romántica que, con el paso del tiempo, comenzó a tener más y más detractores.
En la larga batalla para doblegar a sus dragones (y no sucumbir ante la pequeña muerte), Bilardo aspiró al control absoluto de sus equipos y jugadores para, de esa forma, reducir al error a la mínima expresión y mitigar sus efectos. Ese camino, por su naturaleza, solo podía producirle más angustia. En fútbol, o en la vida, intentar eso es como tratar de envolver una jirafa. Una quimera herzogiana. ¿Quién puede vivir así sin perder la cabeza?
Además de su esposa, Gloria, y de su hija, Daniela, otros de los testimonios con el que se va vertebrando la serie es con el de Oscar Ruggeri (Corral de Bustos, 1962), hijo dilecto de Bilardo, que no duda en aclarar que aquel que se meta con el DT se las tendrá que ver con él antes. No es extraña esa declaración de amor, porque tanto en el discurso del exzaguero de Boca, River y el Real Madrid, como en el de Nery Pumpido y Ricardo Giusti, otros exmundialistas que aparecen, parpadea una verdad, una razón de hierro: la existencia de una hermandad compuesta por los campeones del 86, logia que se fue consolidando y fortaleciendo conforme fue pasando el tiempo y la sociedad, toda, fue tomando consciencia de la dimensión de aquella aventura. Es como haber estado en la Luna.
En procura de precisar la grandeza de Bilardo, su sabiduría futbolística y su condición de precursor —“Carlos estaba adelantado 20 años”, se escucha decir—, el ciclo repasa episodios que funcionan como testimonios irrefutables de su particular talento. Uno de ellos es la convicción, antes de jugar, de que Argentina estaba en condiciones de ganarle a Italia la semifinal del Mundial 90, cosa que consiguió por penales. Italia era el local, jugaba muy bien y era serio favorito a ganar ese duelo y luego ir por el título. Argentina, en cambio, contaba con un Maradona lesionado y crepuscular y había llegado hasta allí a los saltos, descangayado.
No parece, en cambio, para alguien de sus conocimientos, algo tan digno de elogio, como se encarga de enfatizar el documental, haber vaticinado que la Argentina vencería sin problemas a Bélgica en la semifinal de México, siendo que el seleccionado de Pfaff y compañía era, desde el comienzo mismo del torneo, un equipo sensiblemente inferior al de Maradona, cuyo genio estaba estallando, por aquellas horas, bajo el sol tremendo del DF.
Adictiva y de buen ritmo narrativo, la serie, como dijimos, está plagada de momentos destinados a conmover, ninguno como el clip del final del tercer capítulo, cuando varios de los subcampeones del 90 entonan ‘Un estate italiana’, la canción oficial de aquel Mundial que en Argentina tiene categoría de himno. Es curioso, porque su sonido convoca de inmediato a la emoción, pese a que, en la lógica bilardiana, en aquel Mundial Argentina “perdió”. Aquí es cuando aparecen los matices, las rendijas de la historia por las que se infiltra cierta sospecha de que, al final, no todo es tan dogmático. En Argentina aquel segundo puesto se vivió como una fiesta popular.
“Cuando volvimos de Italia nos recibió la misma cantidad de gente o tal vez más que en México”, recuerda hoy Julio Olarticoechea (Saladillo, 1958). Argentina, es cierto, abdicaba de su trono ante Alemania, pero lo hacía montada a una épica del sacrificio que provocó un sentimiento tan poderoso como inolvidable en al menos tres generaciones de argentinos. Es que aquel torneo tuvo secuencias martirizantes: el arquero Pumpido fracturado, un pase de fase agónico, Maradona con su tobillo hecho una empanada, Claudio Caniggia gritándole un gol a Brasil y otro a Italia antes de perderse la final por amonestación, un penal en contra muy dudoso en la final. El chauvinismo nacional alcanzó cotas nunca vistas.
Para el final, un episodio que llamativamente no está en el documental, pero que hizo que una buena parte de la sociedad que en su momento abrazaba al menottismo sin remilgos, pasara a querer a Bilardo para siempre, amor que, como el que tuvieron el mismo DT y Maradona, fue y vino de frecuencia y de intensidad.
En septiembre de 1993 Argentina cayó 5-0 ante Colombia como local en la última ronda de la eliminatoria sudamericana para el Mundial de Estados Unidos, obligándola a jugar un repechaje ante Australia que finalmente ganaría. Por entonces, el equipo era dirigido por Alfio Basile, un DT con el que se pretendía lograr una síntesis superadora a la antinomia Menotti-Bilardo. Luego de aquella derrota, considerada como vergonzosa por la opinión pública y los medios, el programa televisivo más visto de ese entonces, Tiempo Nuevo, invitó al piso al arquero Sergio Goycochea, el héroe de Italia 90, víctima de los cinco goles colombianos. También se convocó a un panel de exfutbolistas, entre ellos Hugo Gatti y José Sanfilippo. Exídolos de Boca, ambos ya eran conocidos por tener, sobre todo el segundo, temperamentos zigzagueantes, cercanos a “la mala leche”. Mientras Gatti decía que se había deleitado con el buen fútbol colombiano, Sanfilippo empezó a criticar ferozmente a Goycochea que, atónito, no podía reaccionar. La escena duró varios minutos, estirada hasta la incomodidad por un jefe de piso que sabía que, mientras Goycochea era ejecutado en vivo, el encendido cabalgaba por las nubes y el programa se estaba convirtiendo en legendario. De repente, mientras el arquero seguía en ese paredón, se escucha un ruido de fondo, unas palabras que se acercan, una figura que interrumpe la escena. Sin invitación, habiendo visto en su casa el linchamiento televisivo de “Goyco”, Carlos Salvador Bilardo apareció en el estudio para detener la barbarie. Se sentó a defenderlo, hasta que no aguantó más, se paró y dijo: “Vení Goyco, vos te tenés que parar y te tenés que ir de esta mesa. Vení, vení, vamosnos…”.
Más que un técnico campeón del mundo, ahí había un docente protector que, aún cuando ya el equipo no le pertenecía, había aparecido para defender algo que consideraba sagrado: el seleccionado argentino. No dijo nada relacionado con regalar prestigio. Solo ardía de dolor. Estaba siendo humano. Demasiado humano.