Parece que pasó mucho pero no fue tanto tiempo.
Apenas unos siete años atrás, antes de convertirse en la sexóloga e influencer más conocida de la Argentina, con millones de seguidores en Instagram, tres libros publicados por la editorial Planeta y un show llamado Beer & Sex que agota las quinientas entradas del emblemático Teatro Metropolitan, sobre la calle Corrientes, cuatro veces a la semana, la licenciada Cecilia Ce era una empleada pública que trabajaba en las periferias la provincia de Buenos Aires. Hoy evoca esos lugares perdidos, Escobar, José C. Paz y Malvinas Argentinas, y no puede hacer más que sonreír. Hacia allí viajaba Cecilia a los 24 años, un título fresco de psicóloga bajo el brazo y la certeza de no saber en dónde se estaba metiendo. Empezaba su viaje y la primera parada profesional era trabajar con adictos.
—Trinchera —dice la licenciada Cecilia Ce, en el living de su casa—. Hacía trinchera. Hay algo de la recuperación, en sectores tan golpeados, que vale mucho, mucho más que otras cosas, quizás. Tuve casos realmente muy difíciles que salieron adelante. Al día de hoy me escriben unos pocos. “Lic. ¡llevo seis años limpio!”. Eso es relindo.
El trabajo era duro, realmente duro. Cecilia menciona algunas situaciones complejas, en las que tuvo que pedir ayuda policial. Presenció peleas y vio cómo volaban sillas por el aire. A su consultorio llegaban personas en una situación muy precaria, y desamparada, complemente intoxicados. Ella volvía a su casa con el cuerpo tenso y las marcas mentales de trabajar en una especialidad cuyo horizonte no siempre es esperanzador. Lo hablaba con su pareja, Juan Pedro Valle, artista plástico y director de arte en cine y publicidad. Le manifestaba sus ganas y deseos de aplicar su conocimiento en otra rama de estudio, de trabajar en algo que fuese luminoso para el otro.
La idea de un cambio llegó con una chica que apareció en su consultorio. Tenía su misma edad, y también necesitaba un golpe de timón. Había sido abusada desde los cuatro años, a los once había caído en la adicción a la cocaína y al poco tiempo fue prostituida. Trabajaron juntas y, como dicen los psicólogos, “enganchó” con la terapia. En la primera sesión apareció con su pareja, que no solamente consumía sino que también vendía. Cecilia le dijo: te tenés que separar. Y se separó.
—En esos contextos es donde empecé a trabajar mucho la sexualidad. La gran mayoría de los adictos fueron abusados. Siempre hay un trauma sexual. Y yo siempre tuve la facilidad de preguntarlo, de poder hablarlo, de contemplarlo como parte de la existencia de la persona.
Ya cuando estudiaba la carrera de Psicología en la Universidad de Belgrano —que, asegura, es la única que no tiene una formación exclusiva en psicoanálisis, un dato no menor en Argentina—, cursó la materia Sexualidad, que “le voló la cabeza”. A Cecilia le interesaban la cantidad de espermatozoides en una eyaculación (“entre 15 y 200 millones por mililitro”), las diversas formas que pueden tener las vulvas y ese fuego secreto que se enciende cuando dos personas, de manera consensuada, llevan adelante un encuentro sexual. Pero, por otro lado, descubrió que, más allá de esa materia, había muy poca información accesible en el país sobre el tema. Estaba, por supuesto, Alejandra Rampolla. Una sexóloga de origen puertorriqueño, que, luego de trabajar como panelista, tenía un programa de piso sobre sexología en Cosmopolitan TV. Ayudaba a parejas desgastadas que, tras varios años de compartir la misma cama, no lograban encauzar el deseo sexual. Rampolla hablaba con un lenguaje caribeño sobre excitación masculina, juguetes sexuales, y qué cosas había que hacer para que la pareja volviera a funcionar.
—No se había hecho nada más allá de Rampolla. Pero ella era muy mediática. Yo quería hacer algo terapéutico, quería hacer clínica. Y, sobre todo, quería un trabajo que, a diferencia de trabajar con adictos, no me rompiera el corazón.
Encontró que, en la clínica del doctor René Favaloro, el médico argentino que descubrió el bypass y decidió quitarse la vida en el 2000, luego de que su clínica se viera atascada por las deudas y la falta de ayuda estatal, había una especialidad en Sexología. En el año 2016, Cecilia volvía de trabajar con adicciones y asistía a las clases. Era una de las nerds sentada en la primera fila con las dudas en la punta de la lengua. Quería aprovechar cada minuto de clase.
Volvía feliz a su casa rememorando toda la información científica. La especialidad tenía una orientación en medicina, de modo que Cecilia podía cumplir, al menos en parte, una pasión latente por la medicina que no había podido formalizar en una universidad. Había encontrado lo que quería hacer. Ella también quería ser sexóloga.
* * * *
Un día, Cecilia recibió una propuesta por parte de la amiga de una amiga. Esta chica estaba organizando una “despedida de soltera” y buscaban a una sexóloga que hiciera algo, un “showcito”. En estas fiestas suele haber una consigna generalizada en relación a lo sexual; una especie de liberación previa a una vida de casado. Una sexóloga, para una fiesta así, parecía una buena idea.
Cecilia estaba dando sus primeros pasos como profesional. Se abrió un consultorio y antendió sus primeras consultas sobre sexo: ¿por qué no logro alcanzar un orgasmo? Complejos de tamaño en el pene y pérdida de erección. Falta de deseo sexual en una pareja. Problemas para aceptar el propio cuerpo. Cuando su amiga la llamó, le pareció algo divertido. Cecilia hacía taller de escritura con el escritor Juan Sklar en donde había aprendido algunas herramientas narrativas. Armó un guión que tuviera información directa pero que fuese también entretenido. Mezcló algo de lubricación y penetración, algo sobre orgasmo y sexo oral, y se lanzó a hablarle a un público sin ninguna preparación actoral. Para sorpresa de ella, no solamente funcionó, sino que la empezaron a llamar de otras fiestas despedidas de soltera para que hiciera “su número”.
—De pronto hice las cuentas y me dije, trabajo dos horas, me divierto con un tema que me gusta, la gente aprende, hace bien, y gano todo el dinero que no gano en un mes. Dije, acá hay algo.
Su hermana vivía en Brasil y le insistió para que abriera un Instagram. En el país vecino, la mayoría de los especialistas difundían en redes temas específicos. Se compró un teléfono y lo usó para comunicar algunas nociones básicas sobre sexología. Su perfil empezó a tener respuesta, seguidores, y consultas. Se armó, dice, una comunidad que estaba nucleada alrededor de un tema que no tenía mucha visibilidad. Descubrió un mundo.
En 2015, un chico le mandó un mensaje que decía: “Che, ¿da para tomar birra y hablar sobre sexo?”. Cecilia se quedó mirando el mensaje. Le preguntó a Juan Pedro, ¿hacemos algo con esto? Esto era: un show sobre sexo mientras tomás una cerveza. Su marido le dijo, sí, yo pongo una tela detrás tuyo para proyectar imágenes mientras paso música. Ella hizo un print con el mensaje del chico y lo pegó en el feed, expandiendo la propuesta a todos sus seguidores: sexo y cerveza. Consiguieron lugar en el segundo piso de una cervecería llamada Antares. Cecilia hizo así su primer show con el mismo guión que usaba para las despedidas de soltera. La gente respondió con una ovación.
Les llegaron propuestas desde distintos lugares, de la ciudad de Mar del Plata, de Rosario, de Córdoba, de Bariloche, de Pergamino. Cecilia y Juan Pedro cargaron un Ford K con algunas pocas cosas para recorrer el país. Viajaron miles de kilómetros, durante meses, hasta los lugares más raros e inhóspitos, donde habían sido invitados mientras los seguidores en las redes se multiplicaban a diario. Al poco tiempo, Cecilia recibió una propuesta de la editorial Planeta para publicar un libro y de un programa de radio muy popular llamado Últimos Cartuchos, para una columna semanal.
—Ahí explotó todo —dice la licenciada Cecilia Ce.
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Es domingo por la noche. En la puerta del Teatro Metropolitan se venden los libros de la licenciada Cecilia Ce: Sexo ATR (2019), Carnaval toda la vida (2020) y el último, Vinculear (2022). Una chica en la puerta, de unos 20 años, vino al show con cinco amigas. Antes de entrar, recibe un preservativo de regalo y comenta a su amiga que lo que más le gusta de la licenciada es cómo habla, la forma en la que dice las cosas es “superclara”. Adentro, en la sala, suena reguetón y trap. En unos pocos minutos, las quinientas butacas van a estar llenas. Es un ambiente festivo en donde hay una mayor predominancia de público femenino, aunque, cada tanto aparece un grupo de amigos curiosos por saber de qué se trata el show.
¿Qué atrae a tanta gente a escuchar a una mujer sola, vestida con overol naranja, sobre un enorme escenario prácticamente vacío, sobre una butaca, hablando de sexo en el siglo XXI?
—Es la forma que tengo de hablar —dice Cecilia—. Es la misma forma con la que escribo mis libros. No inventé nada. Antes no había libros modernos sobre el tema, con la información más accesible, con un lenguaje cercano a un público nuevo, que no te aburra y al mismo tiempo que te informe. O por el contrario, que no te canse o que sea aburrido de terminar. Eso hace que funcione tanto.
Durante poco menos de una hora, la licenciada habla en su show sobre masturbación anal masculina, el complejo por el tamaño en el pene, la dificultad de algunas mujeres para alcanzar un orgasmo, la presión social que tienen los hombres para eyacular. Habla con datos científicos sobre los distintos estadíos emocionales que pasan, tanto el hombre como la mujer, después de tener un orgasmo. También habla de temas sencillos y muy básicos: los miedos de hablar con el otro o la otra mientras se tienen relaciones sexuales, la dificultad para asumir el propio cuerpo, los tabúes que aún, a pesar de vivir en la era de la hiper información, siguen vigentes en las relaciones heterosexuales de las y los jóvenes de hoy.
—Hay tabúes que son culturales, de contexto —dice—. Hoy el tabú es el afecto en el sexo. El hecho de saber cómo demostrar interés, demostrar las funciones. ¿Por qué no nos educamos en eso? ¿Por qué no lo fomentamos? La cultura te dice: tenés que ser un robot. La gente no conecta con las emociones. No sabe cómo abrazar, o cómo calmar al otro, no sabe generar intimidad. Hay muchos chicos de veinte años, muy ansiosos que evitan los encuentros sexuales. Vivimos en una cultura individualista que te dice que pises cabezas, que te empoderes, que solo vos podés. Y no es así, necesitamos de los otros, necesitamos reencontrarnos con lo afectivo. Poder mirarnos y acariciarnos, poder decirle a nuestra pareja que quizás no llegue a un orgasmo, y que está todo bien.