Me desperté a las 5.00 a. m. de un lunes de diciembre. Las estrellas aún refulgían, incandescentes, como agujeros de luz en ese cielo impresionante que corona el desierto en el suroeste americano. La semana anterior habían acabado las clases en la Universidad de Texas en El Paso, así que estaba a punto de empezar mis vacaciones de Navidad.
A las 6.30 a. m., el conductor del Uber que me llevaría hasta la estación de autobuses en la avenida Paisano Drive me preguntó si estaba segura de que el Transborder —la empresa que administra la flota que cruza la frontera desde El Paso hasta el aeropuerto de Ciudad Juárez— circulaba tan temprano. Le dije que sí. Que había leído en su página web que comenzarían a circular a las 5.30 a. m. Y seguí contemplando, desconfiada, a las siluetas tenebrosas, que se desplazaban por esas calles apagadas.
Era una madrugada fría que ya auguraba el retraimiento del sol y la llegada del invierno boreal. Una temporada breve pero seca e intensa en el desierto. Las luces pálidas de las farolas iluminaban esas calles y avenidas desoladas de manera tímida. Era ese momento en que intuimos que el día llegará, pero, como la lengua espesa de marea nocturna, la noche todavía no se retira.
Sin embargo, la desconfianza hacia ese entorno no pudo ganarle a la credulidad que se intaló en mí después de haber vivido casi tres lustros en Europa. Una credulidad que, al haberme criado en un barrio de protección oficial al sur de Córdoba, Argentina, me sorprende: la de creer a rajatabla que la información que se brinda en páginas web de servicios de transporte es veraz y confiable.
Una anécdota relacionada con estas diferencias culturales: un amigo mallorquín me contó que, cuando visitó a la familia de su pareja en la provincia argentina de Mendoza, le sorprendió que lo mandaran a esperar el autobús a una esquina que no tenía ningun cartel con las frecuencias horarias. Todo el barrio sabía que el autobús que lo llevaba al centro de la ciudad pasaba por esa esquina aproximadamente cada media hora. Y así fue.
En mi caso, sucedió al revés. Como no contaba con esa información intuitiva y comunitaria, me quedé durante dos horas en un párking vacío, marcando el número de teléfono de Transborder de manera desesperada. A mi alrededor circulaban personas cargando grandes bolsas de plástico, trabajadores de la construcción, chicos con capuchas, homeless deambulando sin sentido aparente. Todos eran indiferentes a esta piba histérica aferrada con la mano izquierda a su maleta, mientras con la derecha hablaba por el móvil a gritos. Estaba sola. En la frontera EE UU-México. De noche. Esperando un bus que no iba a venir.
Al principio sentí un poco de pánico. Nunca rogué tanto que apareciera el sol. Que se hiciera la luz. Aunque fuera ese sol pendenciero que me suele retener hasta la tarde en mi casa para evitar una probable insolación o, en el peor de los casos, melanomas.
Crucé la avenida Paisano Drive para esperar en un Burguer King donde debo haber sido la primera mujer que caminó solitaria por sus losas grasientas en mucho tiempo. Solo había conductores y camioneros, que ni levantaron la vista de sus donuts y sus cafés aguados. Con mi café americano saborizado a plástico y los ojos inyectados de sangre por la falta de sueño y los nervios, me senté cerca de una ventana enfrente de la oficina de Transborder. Como una psicópata obsesionada que acechara a su próxima víctima, tenía bien clara mi misión.
Dos horas y varios cafés después, cuando los primeros rayos de un sol criminal comenzaban a asomar, vi aparecer a una chica con una llave frente a la puerta de oficina de Transborder. Crucé rápido Paisano Drive empujando mi maleta de nuevo. Pero ella me dijo, con la indiferencia y la apatía fronterizas de siempre, que el primer bus no salía hasta las 8.30 a. m. Mi avión a Ciudad de México despegaría a las 8.50 a. m. El traslado para cruzar el centro de Ciudad Juárez demoraría como mínimo una hora, dependiendo del tráfico. Bajo ese amanecer belicoso, lancé varios insultos al aire, quejándome de la apatía, la desinformación y, sobre todo, de mi credulidad. La app de Uber me dijo que no había coches disponibles en esa zona.
Desesperada, paré un taxi a los gritos en medio de la calle. Yo, una piba sola. En la frontera. Con Ciudad Juárez. Pero, contra todos los malos augurios —y, sobre todo, las estadísticas tremendas—, por la poco despreciable suma de 80 dólares, un taxista muy amable me llevó hasta el aeropuerto en tiempo récord. Entré corriendo, con solo cinco minutos de ventaja para abordar. Pero cuando le mostraba mi pasaporte, la joven del mostrador me informó que mi vuelo a Ciudad de México con conexión a Oaxaca se había retrasado tres horas. Por supuesto que no había recibido ninguna notificación, ni por email ni por SMS, de la aerolínea. Desvelada, imprequé contra mi credulidad de nuevo.
Mi baja tolerancia a la frustración me llevó a apoyarme contra una columna y, mientras reprimía las lágrimas con vergüenza, apoyé mi espalda en el hormigón, flexioné las rodillas de a poco y me deslicé hasta el suelo. Frente a mí, una pantalla con los horarios congelados de las llegadas y salidas hizo de colofón. Tenía que entregarme resignada al destino accidentado y lleno de imprevisibilidad latinoamericana al que me había desacostumbrado.
Cuatro horas después, gracias a mi insistencia con los azafatos del vuelo retrasado de Viva México pude bajarme del avión con las primeras filas de pasajeros y correr atravesando de punta a punta el aeropuerto de Ciudad de México para abordar el vuelo de conexión a Oaxaca justo antes de que cerraran el embarque.
A partir de aquí, cuando llegué a esta ciudad apacible pero estimulante, todo cambió. Hasta el sol parecía una estrella diferente. El “ponchito de los pobres”, como dicen las abuelas en Córdoba, mi patria chica. La estrella moribunda que empuja nuestros días desde que tenemos memoria como especie. Seguía ahí. Pero era un sol más paciente, más amigable. Menos desenfrenado, indiferente y pendenciero que en la frontera.
* * * *
Hoy ya hace dos semanas que llegué a Oaxaca de Juárez. Se llama así, al igual que Ciudad Juárez, en homenaje a Benito Juárez, el primer presidente aborigen de México. A diferencia de aquella ciudad fronteriza, aquí el legado colonial pervive en el diseño de cuadrícula geométrica orientada de norte a sur tal como fuera trazado en el siglo XVI, con una gran catedral en el centro. Sin embargo, aunque ahora mismo me encuentre paseando con mi novio bajo un sol amable por las coloridas calles de Oaxaca, testeando mezcales, probando quesos, deambulando por los mercados entre montañas de mole y decenas de variedades de chiles diferentes y comiendo chapulines a todas horas, mi postal navideña favorita es exactamente lo contrario de este paraíso.
Quizás porque después de la experiencia angustiante con el Transborder en Ciudad Juárez y el retraso sin aviso de Viva México recordé traumas que había olvidado. Quizás es porque caí en la cuenta de que mi tolerancia a los imprevistos es cada vez menor. Quizás porque me estoy volviendo vieja y aún más impaciente. Quizás porque nunca he disfrutado mucho la Navidad.
Quizás por todo eso mi postal navideña favorita es un meme que tiene más que ver con la crudeza, los peligros inesperados del invierno polar y la falta de luz solar, que con este sol generoso y primaveral del sur de México: “From our family to yours, Merry Christmas! I wish you were here”, replica la imagen parafraseando las típicas frases con lugares de ensueño. Sin embargo, el paisaje que muestra es uno de la Antártida. Unas altas montañas sepultadas por una nieve desoladora con una especie de base militar es el fondo donde once hombres muy abrigados, posan liderados por un circunspecto Kurt Rusell frente al ojo de la cámara.
Es una imagen de promoción de la película The Thing, la película de ciencia ficción y horror cósmico dirigida por John Carpenter. Su trama principal sigue las desventuras de una expedición científico-militar que, a lo largo de la temporada navideña, es atacada por una entidad alienígena. Esta asume de una manera extraña el cuerpo de las personas y animales que ataca. Considerada junto con Alien, el octavo pasajero, la mejor adaptación del clásico En las montañas de la locura de H.P Lovecraft, el filme contagia muy bien no solo el terror sino la incertidumbre y la confusión que afecta al protagonista, al no saber a qué se está enfrentando.
Mi postal navideña favorita no tiene que ver con el sol amable o la nieve juguetona y los derroches en familia. Mi imagen favorita es una de ironía y misantropía, sobre todo, de desolación. La falta de consuelo, para mí tiene que ver no con un ataque de una entidad desconocida sino con la ausencia de luz natural en los polos. La carencia de rayos de sol. El frío en los huesos que deja la ausencia del ponchito de rayos calmos y acogedores que nos sonríe a medida que nos acercamos a los trópicos.
Aunque hasta donde yo sé no están atrapados con un alien mutante y transformista en una base militar en un desierto polar, varias amigas y amigos están compartiendo estos días postales navideñas que se parecen al meme de The Thing.
Escenas de capas de nieve de un metro de altura, crudos reportes meteorológicos sobre la ola de viento y nevisca que está azotando en estos días el norte de Estados Unidos y el sur de Canadá. “De la Love Cabin a la Cabin Fever”, tapada de nieve y a -15 grados, me escribe una amiga porteña que ya sobrevivió a dos largos inviernos en la helada Iowa y ahora está en Ann Arbor, Michigan. Otra amiga, caraqueña, también me pasó su reporte meteorológico: los picos de las Sierras de Juárez, al frente de El Paso, Texas, el paisaje que contemplo extasiada cada vez que entro y salgo de mi actual casa, aparecieron nevados. Es decir, que las bajadas de temperatura también llegarán a la frontera en enero.
Y por eso no dejo de pensar en la suerte que tengo por andar en manga corta y hasta usando protector solar algunos días. En Argentina, mi país natal, donde todavía siguen celebrando la victoria mundialista, la Navidad, el año nuevo y el comienzo de las vacaciones de verano coinciden. El solsticio de verano, la noche más corta del año, se vive con gran intensidad en el país austral. Y es una de las cosas que más envidio de no estar allá. Después de 15 años en el hemisferio norte, lo que más anhelo es disfrutar de un fin de año en bikini.
La luz solar. Esa experiencia tan cotidiana y prosaica pero que se me hizo tan preciada después de haber vivido tres años en Berlín y podía pasar semanas sin verlo. El intercambio de imágenes de nuestros cielos, diametralmente inversos, es la manera con que salvamos la distancia con una querida amiga gallega que reside en la capital alemana. Ese cielo nublado y ceniciento que no sé cómo inspiró a Wim Wenders una película que me parece bastante cursi y que aún no termino de entender.
En todo eso pensaba ayer cuando caminábamos hacia las ruinas arqueológicas de Mitla. No en Wenders, sino en el sol y los cultos solares. Mitla es un pequeño pueblo a una hora de Oaxaca, en el valle de Tlacolula. Mientras nos desplazábamos por su avenida principal, subiendo por una especie de colina con un sol cariñoso, el Ave María era rezado a través de unos altavoces por un grupo de mujeres. Esa letanía católica marcaba el ritmo de nuestra caminata. No me pareció raro que la iglesia estuviera exactamente al lado de las ruinas zapotecas. Esto era un procedimiento típico de los colonizadores, que intentaron barrer así las religiones y las culturas prehispánicas.
Hace poco me llamó la atención leer que cuando descubrieron enterrada en 1790 la impresionante escultura de Coatlicué, una efigie sin cabeza rodeada por serpientes y con su famoso cinturón de calaveras de la temible diosa azteca, no se animaron a mostrarla en público hasta mucho tiempo después. Algunas teorías dicen que la Virgen de Guadalupe es una expresión sincrética de la continuidad del culto a Cotlicué. Su efigie, tremenda y majestuosa, es una de las mayores atracciones del Museo de Antropología de Ciudad de México. La otra es la Piedra del Sol, un disco monolítico de basalto que representa el calendario azteca y su culto solar. Y no me extraña nada. El sol fue importante en todas las culturas prehispánicas.
Por todo eso se me hace raro ir a visitar unas ruinas que son previas a la imposición del cristianismo al ritmo de esa imperturbable letanía católica como ruido de fondo. Para consolarme contemplé de nuevo a ese sol vertical, jerárquico pero amistoso. Sin querer estaba celebrando, a mi manera, el solsticio de invierno.
El retorno del sol a la Tierra tiene muchas representaciones. Se lo relaciona sobre todo con los dioses que nacieron de una virgen y murieron y resucitaron al tercer día. Como Huizilopochtli, el dios azteca e hijo de Coatlicué, que nació de una diosa virgen en diciembre, dato aprovechado para la evangelización cristiana. Horus, otra deidad solar, nació de otra virgen y es considerado el padre de la civilización egipcia. Mitra, el dios persa que también nació de un parto milagroso, demuestra también que el nacimiento de una virgen es un recurso común en decenas de religiones como símbolo de pureza y sacralidad. En la antigua Grecia, diciembre era el mes consagrado a Dionisos, el dios grecolatino de la fiesta, el vino y la prosperidad, que murió, resucitó y ascendió hasta su padre, Zeus. Existen muchas otras teorías acerca de los préstamos y coincidencias de la celebración navideña con otras religiones, no solo mediterráneas. Así como los paralelismos astronómicos que fundamentan la sustitución de los paganos rituales de los solsticios de invierno por la celebración de la Navidad en las culturas agrícolas.
Sin embargo, prefiero practicar una forma intuitiva de paganismo. Celebrar el renacimiento anual del sol, después de la noche más larga, me reconcilia un poco con muchas cosas que extraño. El olor a mandarinas bajo la caricia de un sol otoñal de mi infancia en Córdoba. El sol mediterráneo en Barcelona por las plazas del barrio de Gràcia, buscando alguna mesa vacía en una terraza. Caminar por Mesa Street, una de las avenidas principales de El Paso, con un sol vertical implacable, de esos que crean espejismos sobre el asfalto. El sol menguante en el lago Wansee, en las afueras de Berlín, durante un apacible atardecer de agosto.
Mis recuerdos favoritos se relacionan con la omnipresencia de la luz natural. E intuyo que algo me conecta con el cristianismo y los demás cultos milenarios a esa estrella omnipresente. Y quizás la Navidad y el Año Nuevo también signifiquen eso, la celebración de un ciclo vital que comienza con su nacimiento. El de un dios bipolar, amable y también temible, que cada año y en cada lugar es diferente, aunque siga siendo el mismo.