El maracanazo y la inmensa alegría de la Argentina de Lionel Messi ocultaron el pasado fin de semana la tremenda decepción que ha provocado la última edición de la Copa América, el torneo de selecciones de fútbol más esperado por los aficionados de este continente.
Euforia albiceleste aparte, esta competición ha sido la más desangelada de su historia: solo la pasión del más clásico de los clásicos americano, el Brasil-Argentina y su Neymar-Messi, han regateado la tremenda falta de interés por una competición que perdió su alegría de antemano y nunca terminó de recuperar.
Hay torneos que nacen mal paridos, de contramano, y no hay manera de enderezarles el rumbo. 2020 no era un año señalado en el calendario para la celebración del certamen. No “tocaba”. Apenas un año antes, y también en tierras brasileñas, la selección que dirige Tité había levantado el título tras golear a Perú en la final, pero la Conmebol (Confederación Sudamericana de Fútbol) decidió sincronizar la Copa América con su par europea, para lo cual solo había dos caminos: esperar cinco temporadas o repetir a la siguiente. La posibilidad de sumar unos ingresos impensados a las siempre necesitadas arcas de las federaciones locales de la región facilitó el desenlace. En abril de 2019, cuando se comunicó oficialmente el lanzamiento de la “edición extraordinaria”, nadie imaginaba la hecatombe que asolaría al mundo diez meses más tarde.
Para salvar el apuro de llevar adelante un torneo de estas características sin un exceso de complicaciones, se determinó que Colombia y Argentina compartirían la organización, más allá de los 6.770 kilómetros que separan a Bogotá de Buenos Aires. En definitiva, si la UEFA, el espejo donde se mira la Conmebol en su afán de crecimiento, había determinado que en la Eurocopa 2020 iban a disputarse partidos desde Glasgow a Bakú, ¿por qué no podía hacerse algo similar en América?
Después, como es sabido, nada salió como estaba planificado. La pandemia obligó al retraso por un año; las selecciones de Qatar y Australia, que habían aceptado jugar como invitadas, desistieron de hacerlo; y los estadios vacíos hicieron pensar en una cancelación definitiva. El golpe de gracia llegaría casi sobre la hora.
El pasado 28 de abril, Colombia anunció que renunciaba a su carácter de sede, debido a los desórdenes en las calles, originados por la respuesta popular a un plan de ajuste económico anunciado por el Gobierno de Iván Duque. Así, todo quedó en manos de Argentina. El presidente Alberto Fernández en principios dio garantías de realización, pero desde comienzos de mayo los contagios y muertes provocados por la covid-19 iniciaron un crecimiento desenfrenado, y el 30 de ese mes, las autoridades argentinas dieron vuelta el pulgar. La Copa quedó sin sede solo 14 días antes de la fecha estipulada para que la pelota comenzara a rodar. Fue entonces que apareció Brasil. O mejor dicho, Jair Bolsonaro.
“Jamás pensamos que la Copa América no iba a hacerse. Ante cada escenario nuevo preparábamos cinco alternativas diferentes para resolver una situación muy compleja. El fútbol sudamericano no es como el europeo, pero Alejandro [Domínguez, presidente de Conmebol] siempre fue muy claro para decirnos que la Copa América se iba a jugar”. Montserrat Jiménez, directora legal del máximo organismo futbolístico de Sudamérica, vivió desde adentro la vorágine de aquellos días en los que todo parecía perdido, y exhibe un indisimulado orgullo cuando una vez alcanzado el desenlace sin mayores contratiempos afirma: “Para nosotros hubiera sido muy sencillo emitir un comunicado diciendo que el torneo se cancelaba e irnos todos de vacaciones. Pero llegamos a la conclusión de que Argentina y Colombia no suspendían la Copa por la covid sino por cuestiones políticas y sociales, y en Conmebol no nos manejamos por política. Entonces seguimos adelante”.
Durante esta misma Eurocopa, la UEFA se negó a que el Ayuntamiento de Munich iluminara con los colores de la bandera arco iris el Allianz Arena de la ciudad durante el partido Alemania-Hungría. La solicitud no era otra cosa que demostrarle apoyo a la comunidad LGTBI+ ante la ley antihomosexualidad sancionada días antes por el Parlamento húngaro. A uno y otro lado del océano, el mundo del fútbol mantiene inalterable la utópica pretensión de separar la política del deporte, como si se trataran de universos paralelos, de polos eléctricos opuestos que solo por mencionarlos tienden a repelerse. Nunca fue así, no lo es tampoco ahora.
A finales de mayo, la situación sanitaria en Brasil era catastrófica, con los hospitales de varias ciudades con más del 80% de sus camas de terapia intensiva ocupadas —es decir, al borde del colapso— y la amenaza latente de una tercera ola devastadora. El día previo al comienzo de la Copa, el reporte oficial fue de 75.778 contagios y 2.008 fallecimientos. No significaban un récord, pero tampoco estaban demasiado lejos. La cifra de muertes desde el comienzo de la pandemia alcanzaba las 486.200.
Negacionista de la pandemia casi desde que el SARS-CoV-2 escapó de Wuhan, a Jair Bolsonaro eran otros los números que le preocupaban. Una encuesta del Instituto Datafolha dada a conocer en los días finales de mayo indicaba que el 58% de los ciudadanos del país lo consideraban incapaz de seguir gobernando y un 49% aprobarían el inicio de juicio político. Pero aún peor, pensando en las elecciones del año próximo el actual mandatario aparecía casi 20 puntos por debajo del expresidente Lula da Silva en intención de voto.
Hay que remontarse a 2019 para recordar una caída de popularidad tan pronunciada del habitante del Palacio de Planalto. En abril de aquel año los índices indicaban apenas un 32% de apoyo. Como muchos otros presidentes en diferentes partes del mundo, el fútbol le ayudó a remontar la cuesta. La organización de la Copa América dos meses después y, sobre todo, su conquista por la selección verde-amarelha (ganó cinco de las últimas 10 ediciones) sirvió de bálsamo y acicate nacionalista para que buena parte de sus votantes renovaran el margen de confianza a su labor. La situación en mayo de 2021 se parecía a la de un par de años antes y la posibilidad de recrear lo sucedido en aquella ocasión surgió como un maná improvisado.
Aunque los motivos fuesen diferentes, la coincidencia de intereses entre las autoridades brasileñas y las de Conmebol aceleró y facilitó las negociaciones. “Lamento las muertes, pero tenemos que vivir”, sentenció Bolsonaro. "Queremos que las selecciones nacionales de Sudamérica lleguen a la Copa del Mundo 2022 con rodaje y buena preparación física y técnica", justificó Alejandro Domínguez, además de reafirmar “la importancia que tiene el fútbol en la cultura sudamericana y el papel que ha desempeñado en la salud física, mental y espiritual de la población durante la pandemia”.
Por entonces, e incluso antes de la deserción de Colombia y Argentina como organizadores, Conmebol había elaborado un complejo y completo protocolo de actuación con medidas estrictas para evitar los contagios en los planteles de los diez equipos participantes en la Copa. La experiencia de los meses previos durante la disputa de la Libertadores y la Sudamericana, los dos torneos de clubes del continente, avalaban su eficacia, más allá de que algunos equipos hubieran sufrido brotes de epidemia masiva de origen incomprobable. Más tarde, la dificultad de saber cómo ingresa el SARS-CoV-2 al interior de un grupo presuntamente cerrado sirvió también para explicar que los contagios que afectaron a numerosos jugadores de Bolivia y Venezuela en los primeros días de la Copa se habrían producido antes de la llegada de esos planteles al territorio brasileño.
En ese sentido, el acuerdo propulsado por Luis Lacalle Pou, presidente uruguayo, con el laboratorio chino fabricante de la vacuna Sinovac, fue la guinda del postre. La “donación” de 50.000 dosis para proteger a los integrantes de las “burbujas sanitarias” de cada plantel, así como al resto del personal que debía estar presente en estadios y hoteles de concentración de las selecciones (árbitros, directivos, empleados, periodistas) resultó la herramienta justa para combatir el frente de oposición interna que se desató en Brasil. (También, de paso, para que el estadio Centenario de Montevideo fuese designado como sede de las finales de las copas Libertadores y Sudamericana de esta temporada; para que Sinovac se convirtiera en espónsor preferencial del certamen sin pagar un solo dólar; y para que China avanzara un par de casilleros en su lento y persistente avance geopolítico en el continente, pero esas son cuestiones anexas).
¡@Sinovac protege la @CONMEBOL #CopaAmérica 2021! Ahora Pibe, como muchos jugadores, árbitros y personas de nuestro fútbol, está protegido y listo para disfrutar del mejor fútbol del mundo.https://t.co/ui58LTW2ni pic.twitter.com/PuiEPrM3z6
— Copa América (@CopaAmerica) June 24, 2021
“Aquí se está jugando el campeonato nacional, los estaduales, la Libertadores y la Sudamericana, ¿por qué no se puede jugar la Copa América”, se defendió Bolsonaro cuando la ola de críticas hizo temblar los cimientos de la organización del certamen. El Partido de los Trabajadores presentó una demanda objetando la decisión, hubo protestas en las calles, gobernadores y alcaldes rechazaron de plano la oferta de ser sedes de algunos partidos, y el senador Otto Alencar, del Partido Social Democrático, le pidió públicamente ayuda a Neymar para que se negara a participar en el torneo: “El campeonato en el que necesitamos competir es el de la vacunación, no la Copa América”, reclamó, tal vez sin saber que por entonces la palabra boicot ya sobrevolaba el interior del plantel brasileño.
La amenaza de las grandes figuras de la verde-amarelha significó el último terremeto que debió afrontar el bamboleante certamen americano antes de ponerse en marcha. Rogério Caboclo, presidente de la Confederación Brasileña de Fútbol (que unos días más tarde sería detenido por presunto acoso sexual y moral a una empleada, y destituido de su cargo) visitó la concentración del equipo de Tité, que se preparaba para disputar dos partidos por las eliminatorias del Mundial 2022 jugados en las semanas previas a la Copa. En su charla con los futbolistas no adelantó nada respecto a la organización del torneo, que por entonces todavía iba a celebrarse en la Argentina. Al día siguiente, y a través de las noticias de prensa, Neymar y los suyos se enteraron de que serían anfitriones y no visitantes en la Copa América.
La noticia cayó como una bomba. Casemiro, el capitán, no se presentó a una rueda de prensa; Tité, el entrenador, mostró públicamente su disconformidad con la decisión; y desde el seno de la delegación comenzaron a filtrarse informaciones que hablaban de deserción masiva, sobre todo de los jugadores que actúan en clubes europeos. Los rumores hablaban de contactos con los líderes de otras selecciones con el fin de internacionalizar la negativa, aprovechando que muchos jugadores comparten o compartieron plantel en distintos equipos al otro lado del Atlántico. Neymar, Messi y el uruguayo Suárez, por ejemplo, mantienen un estrecho contacto desde sus tiempos juntos en el Barcelona.
A una semana del arranque, el fracaso volvía a sobrevolar una Copa que parecía embrujada hasta que las presiones, de Conmebol y de las federaciones de cada país, desarticularon el posible complot y calmaron las aguas. El 13 de junio, fecha marcada para el puntapié inicial, Brasil goleaba 3-0 a una selección de Venezuela con muchos suplentes debido a la epidemia de la covid-19. La edición número 47 del torneo de selecciones más antiguo del mundo, pero también la más vapuleada de su rica historia, se ponía en marcha.
La sucesión de partidos hizo olvidar las tormentas durante unos días, hasta que el 6 de junio, con el certamen ya en sus semifinales, Montserrat Jiménez, directora legal de Conmebol, habló en el pódcast Ellas la Rompen y presentó un adelanto del balance final: “Todavía no están cerrados los números, pero estimamos que las pérdidas de esta Copa América serán superiores a los 15 millones de dólares”. No se trata de una declaración baladí. La sospecha de que la cuestión económica fuese el motivo principal del empeño del organismo rector del fútbol sudamericano por celebrar el torneo estuvo en boca de todos desde el primer momento.
La razón fundamental, nunca desmentida de manera rotunda, era que las empresas que compraron los derechos televisivos ya habían anticipado altos porcentajes del importe de esos contratos y, peor aún, que Conmebol ya había repartido el dinero entre las federaciones nacionales. En otras palabras, la cancelación definitiva de la Copa hubiera originado pérdidas incalculables, imposibles de resarcir. “Conmebol está sacrificando muchísimas cosas para llegar a esta Copa América”, dijo también Jiménez, sin especificar cuáles, dejando así abiertas las ventanas a la imaginación.
A la espera de conocer los balances definitivos no puede decirse que el experimento haya sido un éxito casi en ningún sentido. Empujadas por la reacción negativa percibida en el público, varias grandes marcas (Mastercard, Brahma, Budweiser, Johnny Walker...) bajaron su patrocinio a última hora, y los niveles de audiencia televisiva en todo el continente les dieron la razón.
Aunque el fútbol insista en mostrarle la espalda a la política, o a la pandemia, cada país encontró problemas más urgentes que atender antes que una competición devaluada de antemano. Los ejemplos abundan: la ola de violencia que quedó como resabio de las manifestaciones contra el Gobierno en Colombia; la prolongada incertidumbre por el resultado electoral en Perú; el histórico inicio de la Asamblea que redactará la nueva Constitución en Chile; el recrudecimiento de la crisis por la covid-19 en Uruguay, Paraguay o Argentina centraron la atención muy por encima de lo que pasaba en los vacíos estadios de Cuiabá, Goiania, Brasilia o Río de Janeiro.
Lo ocurrido en el propio Brasil es la mejor muestra. El partido inaugural ante Venezuela registró el peor seguimiento para un encuentro de la selección desde 2016, con solo 2,8 millones de televidentes (en la emisión por cable la cosa fue incluso peor: tuvo menos audiencia que el Austria-Macedonia del Norte de la Eurocopa jugado esa misma tarde). A su vez, el cruce con Chile por los cuartos de final, emitido por la cadena STB, fue ampliamente superado por el Jornal de Noticias y la novela Império, que a esa misma hora podían verse por Globo (24,5 contra 14,5 de pico máximo). Apenas las instancias finales y, por supuesto, solo en los países directamente implicados, lograron recuperar algo del interés perdido.
A Jair Bolsonaro tampoco le fue mucho mejor. Sus índices de popularidad y aceptación continuaron su caída libre. El 5 de julio, la desaprobación de su gestión ya alcanzaba el 62,5%, y la diferencia en intención de voto respecto a Lula da Silva se amplió todavía un poco más, hasta un 26%, según las encuestas de los últimos días de junio. Si le faltaba alguna preocupación, un par de días más tarde la Fiscalía brasileña inició una investigación por presunto prevaricato del primer mandatario en la compra de 20 millones de dosis de vacunas Covaxin al laboratorio indio Bharat Biotech.
Pero la Conmebol, por supuesto, se mantiene ajena a estas cuestiones. Logró organizar la Copa América que anhelaba, aun en medio de una situación de descalabro general. Incluso consiguió que las autoridades de Río de Janeiro aceptaran la presencia de espectadores en la final Brasil-Argentina (un 10% del aforo del Maracaná), por otra parte, la más atractiva que podía presentar la cartelera. En definitiva, pese al júbilo argentino por la victoria de Messi, y como ya se sabe, “el fútbol no se maneja por cuestiones políticas”.