“Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”
Hace algún tiempo, Fabián Casas, poeta y ensayista argentino.
Dos mazazos, dos Waterloo en 55 días.
En medio de una pandemia sin precedentes, entre septiembre y noviembre de 2020 Argentina perdió a dos de sus más grandes artistas: Diego Armando Maradona y Joaquín Salvador Lavado, Quino.
Si bien las muertes hundieron en la tristeza a cientos de miles de personas en todo el globo, es innegable que hay una dimensión de ellas, acaso un pliegue importante de la enorme superficie de esa pérdida, que le pertenece únicamente a los argentinos, no sólo porque nacieron aquí, sino por la relación recíproca que ambos urdieron con su tierra y con su tiempo. Uno desde el humor y el otro desde el deporte supieron alcanzar mucho más que la cúspide de sus actividades: amados y celebrados, se convirtieron en símbolos socioculturales, sintonizaron con la época y fueron universales pero inextricablemente argentinos.
Ese escalafón del dolor, un dolor agónico y federal, aplastante y masivo, un dolor que, por si fuera poco, se suma al desasosiego que provoca la covid-19, se nutre y se ampara en una melancolía tan profunda como insondable; es un tipo de congoja por cuyas cavidades circula una especie de muda orfandad: la certeza de que hay algo que se extingue, el gemido de un cuerpo que se quiebra por dentro.
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El 28 de noviembre de 2020, tres días después de la muerte de su ídolo, Buenos Aires amaneció empapelada con la imagen de Maradona. No era un retrato cualquiera: en unos afiches gigantes (cuatro metros de ancho, tres de alto) un Diego de no más de 18 años sonreía abrazando a sus padres, Don Diego y Doña Tota. Las tres caras estaban en primer plano, enormes. El cartel llevaba impresa una sola frase: “Amor eterno”, en letras blancas mayúsculas. No decía más nada. No especificaba su origen, tampoco sus responsables, no aportaba otro dato.
Una foto vintage pero que desbordaba esperanza: un Maradona potrillo pero ya genio, un Maradona que respiraba la ternura del hogar —detrás se distinguían las puertas de la alacena de la cocina setentosa— cuya mirada no había sido profanada por la gloria o el drama. Era un Maradona infinito.
¿Por qué, de todas las imágenes posibles de su ídolo —posiblemente el hombre más fotografiado de la historia—, Buenos Aires elegía una en la que éste era un pibe, vestía de civil y estaba con sus padres? ¿Por qué rescatar ese momento mundano y de tanta precocidad por sobre cualquiera de las decenas de postales saturadas de épica que el astro argentino supo ofrecer durante tantos años, con esa fotogenia tan exuberante como su fútbol? ¿Por qué, finalmente, eternizar un instante, dulce e inocente, en el que se exalta, por sobre cualquier otro atributo, la calidad afectiva del 10, su condición de hijo agradecido? Después de todo, parecen indicarnos quienes eligieron la foto, después de cambiar la Historia del fútbol, de transformar la industria del entretenimiento, de trepar a la cima del mundo, de conquistar los corazones de cientos de miles de chicos y grandes, después de todo eso, a Maradona hay que recordarlo porque adoraba y era adorado por sus padres, que fueron quienes engendraron y cuidaron al monstruo.
Hay algo inapelablemente nativo en esa elección. La historia es conocida: Diego nació en un hogar muy humilde —casi paupérrimo— que pendía de las solapas de Buenos Aires, una barriada marginal de la Zona Sur a la que no había llegado el progreso (en 1960 el progreso eran las cloacas o el asfalto). Ese desamparo no fue motivo o excusa para que sus padres no criaran a los ocho hermanos Maradona rodeados de atención. Era un hogar azotado por el frío, pero humedecido por la ternura. Un hogar que podía ser disfuncional para comer (Diego más de una vez contó que en ocasiones su padre prescindía de la cena para dejársela a los hijos) pero que de ningún modo lo era para el afecto. En esa resistencia había una declaración de principios: “Somos pobres, pero somos una familia”.
La foto, en suma, muestra a la familia siendo familia. Después de la pobreza. Antes del Big Bang.
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Considerado el padre de la Psicología Social en la Argentina, a comienzos de los años 60 Enrique Pichón Reviere comenzó a trabajar los conceptos de “chivo emisario” y de “portavoz” en los grupos familiares, teoría que luego desarrollaría y enriquecería en su libro El proceso grupal (1975). Doctor en Psicología, Pichón sostenía que se suele considerar que quien está jugando el papel de portavoz (o chivo emisario) en una familia, diciendo o haciendo lo que el grupo desearía, es el eslabón más débil, por ser el que habitualmente se enferma. Pero en verdad, este sujeto es el más fuerte: fue todo lo fuerte que pudo hasta que se quiebra y termina haciendo síntoma. “Cuando un componente familiar se ha hecho cargo de las ansiedades del grupo, se configura la situación de 'chivo emisario'. El sujeto se defiende entonces de la ansiedad apelando a los mecanismos o técnicas del yo. Si este recurso adaptativo falla, hace su eclosión la enfermedad”, agrega, para concluir que ambas condiciones, la de portavoz y la del chivo emisario, son diferentes, pero que en ocasiones pueden ser interpretadas por un mismo integrante.
Poco tiempo después de que Pichón acuñara ese concepto, más precisamente en septiembre de 1964, apareció en Buenos Aires una tira que cambiaría para siempre el humor gráfico en la Argentina. Ideada por Quino en primer momento para una publicidad de artículos para el hogar, Mafalda vio la luz en la primavera de aquel año y, casi de inmediato, consiguió un lugar entre las lecturas preferidas de la época. Una niña de menos de 10 años, iconoclasta e idealista, que con sus preguntas conducidas por un pensamiento lateral se convirtió en síntoma y pararrayos de su tiempo, un tiempo de ansiedades colectivas, de crispación y revueltas. En plena beatlemanía, es decir, en plena aparición de la juventud como sujeto social, Mafalda venía a iluminar los rincones más absurdos del sistema, el machismo, el estado autoritario, la opresión, aquello que nos era dado por natural pero que pocas veces era interpelado.
Menuda, con el cabello sobre los hombros, con una mirada que oscilaba entre la soberanía y la serenidad, Mafalda era un sujeto social, un personaje que se explicaba desde el vínculo con su comunidad. Era una suerte de ventrílocua de su madre, quien vivía apartada de su deseo en pos de una organización familiar que ella no había diseñado; era la inquisidora de su padre, entregado en cuerpo y alma a la grisura repetitiva de la oficina; era la amiga zumbona que le recordaba a Susanita que preocuparse por la iniquidad del mundo no tenía por qué obstaculizar, o hacerla renunciar a, su anhelo amoroso.
Con pincel sociológico, Quino delineó una micro sociedad que podía parecerse a cualquiera de una época que comenzaba a abrigar quimeras de liberación. Mafalda era, en suma, una tira sobre una familia de clase media de una metrópoli moderna sudamericana y, por tanto, occidental o global. Una familia que se sostenía sin ninguna holgura en un sistema que empezaba a crujir, un sistema al que se le veían los hilos y que con cada tropiezo convertiría esos hilos en retazos. Lo de Mafalda —o Quino convirtiéndola en portavoz— era otra declaración de principios: “Estamos alienados; así son las familias”.
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En Diego Maradona, el notable documental dirigido por el inglés Asif Kapadia que se estrenó en el Festival de Cannes en 2019, habla, entre otros entrevistados, Lily, una de las hermanas mayores de la familia. Lily, que siempre mantuvo un bajísimo perfil, era muy cercana a Diego, lo vio crecer. La película tiene imágenes inéditas e íntimas que Claudia, la ex esposa del crack, le cedió al cineasta, y en ella Lily señala que su hermano desde muy joven —casi de inmediato a debutar en Primera División con menos de 16 años— asumió el rol del salvador de la familia. No sólo económico, sino emocional. “Desde muy chico se hizo cargo de nosotros, se comprometió a sacarnos de Villa Fiorito. Siempre se preocupó por nosotras, sus hermanas. Fue el que se puso la familia al hombro”, confiesa. El chivo emisario de Pichón.
Mafalda y Maradona fueron parte esencial de nuestra educación sentimental y pertenecen para siempre al cielo de los ídolos populares, de los próceres que ya no se someten a las leyes de la civilización sino que forman parte de la Historia. Pero hay algo más. Hay algo muy nuestro que se extingue con sus ausencias, algo que nos es cercano, que hemos vivido a diario: tanto la niña creada por Quino como esa imagen hogareña del 10 encarnan, a veces nítidamente, otras de forma oblicua, las fantasías y las aspiraciones de la familia argentina: su resistencia, su movilidad social, sus contradicciones, su gloria efímera, su decadencia.
Acaso la angustia colectiva desatada tras el velorio del crack y la tristeza derivada por la muerte del dibujante tengan en común que ambas parecen formar parte del fin de una era. Los héroes del siglo XX fueron en algún momento héroes de carne y hueso. O así lo parecieron: reflejaron parte de nuestra cotidianeidad. Se abrazaron a sus padres en una cocina sin glamour, o le preguntaron a sus madres, como hacía Mafalda, si le hubiese gustado tener una vida. Eran gente de familia. Aún cuando, a esta altura, acaso eso no sea garantía de nada.