Ideas

Cuando acaba la rudeza

La lucha libre es un emblema de México. Pero sus protagonistas no tienen una vida fácil cuando abandonan el ring.

Ciudad de México
Final de un combate de lucha libre mexicana. PIXABAY/SINIKOLPOS

Bajo los colores alegres hay una cara triste, ojos cansados, rostros partidos. Las máscaras iluminan los macizos cuerpos que cargan con una tradición inmortal. Bajo las máscaras de la lucha libre se oculta la identidad de México. Bajo el color hay sufrimiento, trabajo y dolor.

La historia de los luchadores se repite y la hemos escuchado mil veces. La gran mayoría comenzó como un espectador maravillado, como un niño humilde al que un día se le presentó la posibilidad de convertir su juego en trabajo y su trabajo en vida. Ocultan al hombre y comienzan a vivir en la dualidad.

El camino es el mismo para todos, primero vienen años de luchar en circuitos amateur, muchas veces sin paga. Un primer salto son las ferias, las campañas electorales y cualquier evento que amerite la presencia de un enmascarado.  Así van avanzando con la ilusión de llegar algún día a las grandes empresas y a los carteles de verdad.  Este segundo salto puede tomar años si es que finalmente sucede. 

La precariedad con la que los luchadores deben afrontar sus primeros pasos no tiene nada que ver con la fantasía. En la actualidad, los jóvenes que giran por la república, ya dentro del profesionalismo, ganan entre 40 y 50 dólares por combate, a los que deben descontar sus gastos y sus atenciones médicas. Un sueldo que no corresponde con la tradición, y mucho menos con el riesgo que enfrentan.

Y esto siempre ha sido así. De hecho, el uso de la máscara nació de esta precariedad, ya que para rentabilizar su oficio debieron buscar la forma de luchar más allá de lo que los límites espacio temporales permitían y así crearon sus alter egos. De esta forma, un luchador podía tener muchos personajes y saltar al ring cuantas veces fuera necesario. Muchas personalidades sostenidas por uno solo. Derrotas y triunfos contenidos en la misma persona.

Es el juego, son las reglas y las conocen.  Los luchadores saben hacia dónde van y las pocas opciones que tienen. Todos salen en busca de la inmortalidad y la gloria, pero la mayoría se encuentra, apenas y con suerte, con una precaria subsistencia al final del camino. Ahí donde la dualidad se termina y la máscara se guarda junto a una capa doblada, en el mismo cajón en el que está la energía, la juventud, la salud y la ilusión.

El último tramo lo deben caminar sin magia y sin gloria, personificando ese mal dicho de enfrentar las cosas como hombres. Solos, apenas con el recuerdo borroso de aquellos vuelos espectaculares que socavaron lentamente al que vivió tras la máscara, porque una y mil veces voló el personaje, el mito enmascarado, pero siempre el que aterrizó fue el hombre y en cada caída algo de él quedó allí, en esa plaza en Guerrero, en ese palenque de Aguascalientes, en ese pequeño gimnasio de un pueblo perdido en el Estado de México o frente a unos pocos borrachos en aquella feria de Torreón.

En ese último tramo no hay luces ni aplausos, ni triunfos ni derrotas, sólo un cuerpo en el que alguna vez vivió una rudeza que ya no está.

La muerte de un exótico

Hay muchos tipos de luchadores. La gran subdivisión que existe en la disciplina es la de Técnicos y Rudos.  Los primeros son leales con sus rivales, son fieles a su público y sobre todo, respetan las reglas de la lucha. Los Rudos, por su parte, encarnan lo opuesto y se sirven de la traición y la trampa con tal de ganar. A través de la eterna relación entre estos bandos se ha escrito la historia de la lucha libre mexicana.

Con el correr de los años aparecieron nuevos estilos que dieron matices a la disciplina. Entre estos se encuentran los Exóticos, quienes se distinguen por su ambigüedad en cuanto al género. Ellos invitaron a subir a los cuadriláteros a las plumas, los tacones y las pelucas, mezclando las llaves, las patadas y los agarres con caricias, besos y provocaciones al público.

Rudy Reyna fue uno de los precursores de este estilo y es reconocido por las crónicas como “La mamá de los Exóticos”. Fue un luchador que desde sus inicios debió enfrentar la discriminación, tanto dentro como fuera de los encordados, debido a su preferencia sexual. Reyna supo convertir en fortalezas sus debilidades luchísticas, entiéndase, un cuerpo delicado, formas estilizadas y fuera de los estereotipos masculinos reinantes. Fue de los que dio el primer paso para que en la década de los ochenta se rompiera la barrera del macho mexicano y el público asumiera esta nueva tendencia integrando entre sus favoritos a los peleadores del llamado lado rosa.  

Luego de luchar durante 42 años, Rudy se retiró muy afectado por la diabetes. Su momento de colgar las plumas había llegado y debía enfrentarse a ese tan temido último tramo. Cuatro años después de su combate final, su salud empeoró y sumido en la pobreza y la soledad, debió recurrir a la buena voluntad de los amigos que hizo en los encordados. Así llegó a la casa de Baby Richard, otro exluchador que lo acogió y lo acompañó en sus últimos días.

Baby Richard, en el centro, en sus años de árbitro. ARCHIVO

El juez

Baby Richard es una excepción. Proviene de una familia dueña de carnicerías y no llegó a la lucha por necesidad.  Fue la fascinación que sintió a los 13 años cuando vio por primera vez a un grupo de luchadores en el popular barrio de la Merced, en el centro de la Ciudad de México, la que lo llevó a debutar a los 16. Once años más tarde, luego del peregrinaje obligado por las llamadas arenas chicas y de provincia, llegó a la Arena México, la catedral de la lucha.

En los cuadriláteros Baby Richard hizo de todo: primero como enmascarado con los nombres de Tauro, Polar y El Aparecido (entre otros), luego a rostro descubierto como Baby Richard y más tarde como referee con el mismo nombre. Y no sólo participó sobre el ring, pues en la década de los ochenta, aún antes de retirarse, fue dirigente de un incipiente (y ahora extinto) gremio de luchadores, desde donde defendió activamente el derecho de las mujeres a ejercer la profesión. Aunque no alcanzó la categoría de ídolo, es una figura muy respetada y querida en el circuito. Nunca vivió de la lucha pero sí se entregó a ella en cuerpo y alma, siendo mucho más que un hobby para él. Incluso, perdió un ojo producto de un codazo en el ring. Hoy tiene un pequeño taller de serigrafía que surte de merchandising a muchos luchadores.

Rudy Reyna no fue el primero ni el último que lo buscó cuando transitaba el tramo del olvido, pero su muerte caló hondo en Baby Richard y decidió tomar cartas en el asunto. Para ello, citó en el garaje de su casa a 25 luchadores en activo para plantearles la idea de crear una Casa del Luchador en la que los compañeros que no tienen un buen retiro, dispongan, al menos de un lugar donde dormir y comer.

La idea fue bien recibida. Sin embargo, no prosperó, y a la segunda citación, en la que debían establecerse cuotas para llevar a cabo una cooperación sistemática, no llegó ninguno de los congregados.

En palabras de Richard: “Los luchadores jóvenes se ven al espejo y se ven sanos, musculosos y jóvenes, se sienten inmortales. No quieren saber nada del retiro y no pasa por su cabeza que un día no puedan subir al cuadrilátero. No son conscientes de que basta un segundo, una sola mala maniobra para acabar con su carrera y sus sueños de gloria”.

Baby Richard (derecha), llevando al Negro Navarro con la ayuda de El Villano III. ARCHIVO

El salto

El revés de la sangre nueva no detuvo a Baby Richard quien decidió buscar a un grupo de luchadores ya retirados para, entre todos, encontrar una salida.

Así, juntó a viejas glorias que ya lo estaban pasando mal como As Charro, Cuchillo, Lancero, El Impala y Sangre Fría. Todos y cada uno con los achaques propios de su historia y de su estilo de lucha. Nada importó que en el pasado hubieran sido contrincantes, de hecho, As Charro y Sangre Fría protagonizaron una de las rivalidades más enconadas de la década de los setenta. Ahora estaban todos en un mismo bando, ni rudos ni técnicos, sólo viejos y pobres.

Así comenzaron un peregrinar por programas de televisión y de radio. El séquito estaba comandado por Baby Richard y lo seguía un grupo de abuelos enmascarados. Alguno en silla de ruedas, otro con bastones o cargando un tanque de oxígeno. También se entrevistaron con muchos políticos de diversos estados y partidos, los mismos que los llamaban para buscar enmascarados cuando estaban en campaña, pero la respuesta fue siempre la misma: no hay dinero para eso, la forma que tienen los políticos de decir que algo no les importa.

A pesar de las negativas, los abuelos enmascarados no se detuvieron y comenzaron una serie de acciones para reunir fondos: consiguieron máscaras de luchadores en activo para rifarlas, firmaron camisetas y organizaron veladas luchísticas para su causa.

Con lo recaudado, que no fue mucho, lograron pagar la primera parte de un terreno en la localidad de Chalco, un sitio pequeño, en una zona semi rural y sin urbanizar. Algo era algo, pensaron las viejas glorias del pancracio* mirando ese páramo seco. El proyecto ya no contemplaba levantar la Casa del Luchador, se conformaban con que fuera el techo bajo el que ellos pasarían sus últimos días.

La caída

Lo cierto es que esta historia no acaba bien.

El grupo de ancianos no dejó puerta sin golpear, pero nunca lograron levantar un muro en el terreno conseguido. En la carrera contra el tiempo perdieron estrepitosamente.

El primero en morir fue Cuchillo, cuatro años después fue el turno del As Charro.

Con la moral por el suelo y con la certeza de que el proyecto de construcción era una quimera, los restantes pidieron que les devolvieran al menos una parte de lo pagado por el terreno. Si antes no era mucho, ahora era aún menos.

Finalmente, conscientes de su destino, decidieron utilizar el dinero en comprar tres servicios en una funeraria. Y fue la mejor decisión, pues el 2020 se llevó a Sangre Fría y a El Impala en mayo y junio.

Baby Richard, luego del triste 2020, hoy está convencido de que el servicio funerario restante no será para él, pues tiene pensado que en cuanto pase la crisis por la pandemia y la gente vuelva a llenar en masa las arenas de todo el país, él refundará el sindicato de luchadores y su prioridad será construir algo parecido a un futuro digno para los hombres que viven bajo las máscaras.

El ex referee no ha parado un momento y aprovechando que el negocio está detenido, ha lanzado un disco de corridos escritos por él en honor a sus compañeros muertos, a aquellos que se le adelantaron, dice.

 

* Pancracio: forma de llamar a la lucha libre en México. Viene del griego PANKRATION, disciplina de las antiguas olimpiadas que mezclaba la lucha clásica con el boxeo.

Coordinador de contenidos en Televisa. Coguionista del documental Golpes Duros, merecedor del Premio del Jurado del DOCSMX 2018. Columnista colaborador en medios como La CapitalMX, Letras LibresGatopardo, entre otros.