La relación que existe entre Perú y Japón tiene raíces profundas. Perú fue el primer país de América Latina que estableció relaciones diplomáticas con el Imperio japonés en 1873, solo cinco años después de la restauración Meiji, y también fue el primer territorio de Sudamérica en recibir migración japonesa, principalmente de las prefecturas de Okinawa, Gifu, Hiroshima, Kanagawa y Osaka.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, esta comunidad de japoneses, llamados nikkei o nipoperuanos, ya representaba a más de 25.000 personas, convirtiéndose así en una de las principales comunidades de extranjeros del país andino. Muchos llegaron para trabajar en el campo, aunque la mayoría acabaron estableciéndose en grandes ciudades como Lima o Trujillo. En la actualidad más de 100.000 personas integran esta comunidad, muy influyente en el país (ahí están los ejemplos del expresidente Alberto Fujimori o de escritores como José Watanabe y Augusto Higa) y que incluso ha dejado una profunda huella en la gastronomía nacional .
A mediados de los años ochenta y principios de los noventa del siglo pasado, se inició un movimiento inverso: muchos de los hijos y nietos de estos inmigrantes orientales, conocidos como nissei y sansei respectivamente, regresaron a Japón.
El economista, investigador y catedrático peruano Carlos Aquino Rodríguez, uno de los principales expertos latinoamericanos en estudios asiáticos, explica que en esa época Japón “había empezado a experimentar escasez de mano de obra y necesitó de la presencia de trabajadores extranjeros”. Por otro lado, Perú no ofrecía empleo suficiente a su población por “el bajo o nulo crecimiento económico e hiperinflación, aunada a la violencia terrorista que se inició en esa década” de grupos como Sendero Luminoso o el MRTA. Además, según explica Aquino Rodríguez, a lo largo del segundo lustro de los ochenta “el yen se aprecia de un valor promedio de 250 yenes por dólar en 1985 a 120 yenes por dólar en 1989 y llega a 90 yenes por dólar en 1995”- Es decir, trabajar en Japón resultaba muy atractivo, ya que con el mismo número de yenes se podía comprar tres veces más dólares que en 1985.
Este fenómeno lo recuerda muy bien Jaime Takahashi, responsable de asistencia a los extranjeros de la Asociación Internacional de Moka, uno de los primeros nikkei que regresaron a Japón y testigo de las sucesivas olas migratorias de peruanos de origen japonés que han ido llegando al país del sol naciente. “A mediados y finales de los ochenta, Japón necesitaba mano de obra y, aprovechando esta necesidad, muchas personas de los países del Sureste Asiático comenzaron a llegar con visas de estudiante”, recuerda. “Al poco tiempo, vinieron los problemas por cuestiones de idioma, costumbres, religión, etc. Entonces, a alguien se le ocurrió que en América del Sur había descendientes de japoneses, y se pensó en contratarlos porque pensaban que tenían la misma cultura y el mismo idioma”.
Como explica Takahashi, en un primer momento se atrajo a esta mano de obra con la excusa de una visa de ‘visita familiar’. “Así se fue propagando el boca-oreja, y los que habían vivido esta experiencia llamaban a sus hermanos y primos. Poco a poco, fue aumentando el retorno”. Los estudios de Aquino Rodríguez ponen cifras a ese fenómeno: en 1986, en Japón vivían 553 peruanos; en 1989, lo hacían 4.121.
Estas cifras se dispararon a partir de 1990, cuando Japón cambió la ley para permitir que peruanos de ascendencia japonesa trabajasen en oficios intensivos y en mano de obra. Así, a finales de la década se alcanzaron los 50.000 inmigrantes de origen peruano. Una cifra similar a la actual, y que representa al sexto mayor grupo de extranjeros viviendo en Japón, por detrás de chinos, surcoreanos, vietnamitas, filipinos y brasileños.
Takahashi se estableció en Japón a finales de los ochenta, huyendo de la economía desfavorable de Perú. “Trabajaba en una empresa japonesa, pero la hiperinflación me ganaba. Llegaba final de mes y no tenía nada a pesar de que la compañía nos subía el sueldo”, recuerda. Tras consultar con su padre, hizo las maletas rumbo a Moka, la ciudad en la que su empresa tenía la sede central. “Para mí no fue un gran problema adaptarme a Japón ya que 10 años antes vine a estudiar con una beca de mi empresa para conocer métodos de producción y venta”, explica.
“La intención que teníamos en principio era estar dos o tres años en Japón y luego regresar a Perú con la familia para montar un negocio”, recuerda Takahashi. Al final, cuenta riendo, “esta previsión de dos o tres años se han convertido en más de 33”. Entre otros motivos, por su conocimiento de la lengua: “El hecho de que yo hablara japonés fue una gran ventaja, ya que empecé a hacer de intérprete en la empresa, y allí comenzó mi carrera de traductor”, dice Takahashi, que agrega que la inmensa mayoría de nikkei no sabía hablar japonés.
En su Perú natal, Takahashi se había criado en una familia en la que el japonés y el castellano se mezclaban con naturalidad. “Mi padre, en lo posible, quería usar el español, pero algunas palabras las decía en japonés”, rememora. “Entre nosotros hablábamos castellano. Habíamos estudiado la primaria en la escuela japonesa, pero en secundaria y en la universidad perdimos la costumbre de hablar japonés; prácticamente lo olvidamos. Pero el hecho que yo trabajara en una empresa japonesa me sirvió para empezar a recuperar el japonés”.
Como primera generación de descendientes de japoneses de Perú instalada en Japón, Takahashi ha podido apreciar la evolución de las distintas oleadas de migrantes. “Era tanta la propaganda y los avisos en los periódicos en Perú que incluso los propios peruanos se empezaron a interesar por Japón”, recuerda. “Algunos picaros vendían el koseki (la partida de nacimiento) del abuelo, ya que si uno probaba que era descendiente de japoneses inmediatamente obtenía la visa de nikkei”. Aquino Rodríguez va más allá y asegura que hay gente que llegó a falsificar su adopción como descendiente de japoneses y a operarse los ojos para tener aspecto de nikkei.
Finalmente, los responsables de inmigración en Japón frenaron este tipo de tretas. “A partir de la partida de nacimiento de un japonés que se llamaba Higa había 200 familiares, así que las autoridades pusieron requisitos más estrictos”, cuenta Takahaski, que dice que incluso hoy, cuando han pasado más de tres décadas de esos incidentes, “hay algunos que viven con estos apellidos en la sombra”. Estos inmigrantes que falsearon su linaje nikkei reciben el nombre de bambas: “peruanos-peruanos que vinieron a Japón con engaño”.
Es en este momento cuando surge el origen de lo que se conoce como el fenómeno dekasegi, la formación de una nueva identidad que no se limita tan solo a la cultura peruana o la nikkei, sino que ya cuenta también con la enorme influencia que supone una cultura tan potente como es la japonesa.
El término dekasegi se forma por las palabras japonesas deru (salir) y kasegu (ganar dinero), y en un primer momento se utilizaba para cualquier japonés que dejaba su tierra natal para trabajar temporalmente en otra región. Esta palabra era utilizada principalmente para designar a aquellos japoneses que vivían en las gélidas regiones del norte del país como Hokkaido, Aomori, Akita o Yamagata que se desplazaban a grandes ciudades durante el invierno para trabajar.
“Cuando llegaron mis hijas tenían seis y cinco años, justo en la edad de entrar en la escuela, y con mi esposa decidimos hablar en japonés en casa para que ellas aprendieran más rápido”, explica Takahashi. “Así sucedió durante tres años, hasta que mi esposa me dijo: ‘¿Te has dado cuenta que las chicas ya no hablan español?’ ‘No’, le dije. ‘Pregúntale’, me dijo. Y efectivamente, la verdad es que no hablaban en español”. No era un caso aislado: “A muchas familias les sucedió lo mismo y posteriormente nos arrepentimos. ¿Cómo no hemos podido mantener el español?”, se pregunta Takahashi, quien hace ocho años que imparte clases de ese idioma para paliar ese problema.
La relación con la lengua refleja los problemas de identidad que experimentan migrantes como Takahashi. “En Perú nos consideramos japoneses, pero en Japón nos dicen que somos peruanos”, explica. “Cuando llegamos aquí, nos encontramos con la realidad: no somos japoneses, somos extranjeros peruanos; a pesar de tener la cara de japoneses, somos extranjeros. La primera vez que yo vine a Japón me encontré con este choque: ‘Ah, me han dicho peruano’. Y recapacitando en la noche pensé: ‘Efectivamente, yo soy peruano’”.
Takahashi asegura que los nikkei no tienen patria, aunque él se siente “japonés con raíces peruanas”. Eso le lleva a fluctuar de un lado a otro en algunos casos: “Por ejemplo, cuando en fútbol juega Perú contra Japón, somos peruanos”.
El empresario José Miguel Ywasaki es otro nikkei. Nacido en Lima, actualmente reside en Tokio. Sus antepasados japoneses eran originarios de la prefectura de Kumamoto, cerca de Hiroshima, en el suroeste del país. Su abuelo llegó de bebé al Perú antes de la Segunda Guerra Mundial, a principios de la segunda década del siglo XX. En esa época, durante la era Meiji, Japón sufrió traumáticos cambios que condujeron a muchos campesinos a abandonar sus tierras huyendo de los altos impuestos y del desempleo. Se calcula que desde 1899 hasta la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial, alrededor de 30.000 japoneses cruzaron el océano Pacífico hacia Perú, como el abuelo de José Miguel, inicialmente con un contrato laboral y con la expectativa de volver a su tierra de origen.
Como muchos otros nikkei, los padres de Ywasaki se criaron en Lima y, al igual que Takahashi, llegaron a Japón por primera vez en torno a 1990. “Luego llegamos mi hermano y yo, en el año 1997”, explica. Para él y sus padres, llegar a Japón fue un gran choque social y cultural. “Aunque mis padres no sabían hablar casi japonés, pudieron encontrar un trabajo en el que no se necesitaba hablar el idioma”, explica
A diferencia de la familia de Takahashi, los Ywasaki sí conservaron el idioma español y la cultura peruana nativa: “En el hogar siempre se usó el castellano; para ello nos ayudó mucho internet, así teníamos acceso a programas de las televisiones peruanas”.
Actualmente, los padres de José Miguel siguen trabajando para empresas japonesas y él dirige una empresa relacionada con el marketing en el área de la capital del país del sol naciente. El único gran problema al que se ha visto confrontado recientemente José Miguel ha sido el hecho de que su exesposa lo haya aislado por vía judicial de sus hijos, ya que Japón no contempla la patria potestad compartida: las relaciones entre este país y Perú no siempre son tan fluidas como parece.