En Vallecito, un diminuto y remoto paraje ubicado a 65 kilómetros de la ciudad de San Juan, capital de la provincia del mismo nombre, en los tobillos de la cordillera de los Andes, lejano oeste argentino, se desarrolla uno de los ritos paganos más populares de Sudamérica, el de la Difunta Correa.
Hacia 1830, y tratando de alcanzar a su marido que había sido capturado por las tropas federales de Facundo Quiroga, Deolinda Correa se internó en el crudo desierto sanjuanino. Además de a su hijo de pocos meses, abrazaba la quimera de llegar a su compañero, verlo, despedirlo, tal vez rescatarlo. La guiaba el amor y la desesperación, pero sucumbió ante el poder aplastante del lugar, un océano infinito de polvo que la agotó de sed hasta matarla. La encontraron unos arrieros unos días después. Yacía de cara al cielo, con una rodilla levemente levantada porque, se cree, arrastraba una dolencia en una pierna. Colgado de su seno izquierdo, su hijo permanecía vivo. De acuerdo a la leyenda, seguía alimentándose cuando los encontraron. Aquellos paisanos sepultaron a Deolinda y se llevaron al niño, lo salvaron. Ese, el de alimentar aún muerta a su hijo, fue el milagro fundacional, la matriz de un culto que fue creciendo conforme atravesó el siglo. Según los relatos orales, desde entonces se sucedieron otros pequeños hitos, el más difundido y el que ayudó a consolidar su fuerza entre los pobladores, el de cierto arriero —Flavio Zevallos— que perdió su ganado en algún lugar del desierto y, tras rezarle a la Difunta, lo encontró a salvo varios días más tarde. No faltaba ninguno de sus animales y estaban todos juntos, reunidos. Se lo consideró un hecho sobrenatural.
Arrojado a los pasillos del tiempo, aquel episodio primigenio de supervivencia ganó su batalla cuerpo a cuerpo contra la incredulidad y el olvido. Como toda narrativa que se macera y crepita en el caldo escurridizo de la creencia popular, su liturgia se disparó con la fuerza implacable de un incendio. Un incendio de fe. Su verdad y su épica se montaron sobre una corriente de palpitaciones y necesidades colectivas para convertirse primero en una leyenda rural, luego en un culto urbano, finalmente en un fenómeno religioso; la clase de creencia que entre las clases plebeyas adquiere estatus de indiscutible. Desde entonces, pero sobre todo desde principios del siglo XX, el rito de adoración hacia la Difunta Correa, y la procesión hacia su capilla, se transformaron en uno de los cultos paganos más representativos de la cultura vernácula por fuera de Buenos Aires. La Difunta es, entre muchos atributos, la protectora de los caminos: centenares de conductores —camioneros, choferes de ómnibus, viajantes, jinetes— le rinden pleitesía; pero además es la receptora de todo tipo de pedidos y promesas, y sus fieles se encargan de regresar para agradecérselo, dejando una ofrenda, una vez satisfecha la demanda.
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Estamos aquí, en Vallecito, departamento de Caucete, tierra de olivos, vid y un sol cuyo puño no conoce de inviernos. El soplo bíblico que atraviesa al lugar no solo deriva de la omnisciente ceremonia que controla y regula su vida, sino también de su semejanza climática y geográfica —calor seco, escasez de agua, aridez— con la Tierra Santa de los evangelios. Es el mediodía de un sábado de mayo y el sitio es una romería de creyentes y visitantes. Se calcula que cerca de 1 millón de peregrinos por año llegan hasta aquí. Lo hacen a pie o a caballo, en bicicleta o en cualquier vehículo. Decenas de ellos cumplen con el rito de santiguarse, acercarse a la leyenda, pedir una promesa, dejar una ofrenda.
“Hoy está tranquilo, pero en Semana Santa se llena, hay filas interminables y la gente sube hasta acá de rodillas”, cuenta a COOLT Rosa, una de las cuidadoras del predio. Estamos a unos 300 metros de altura. El lugar en el que está enclavado el panteón de la Difunta, donde fue sepultada, es una especie de peñón negro de unos cuatro metros coronado por una cruz de hierro, detalle que no hace más que revelar el sincretismo —el cruce de tradiciones paganas y cristianas— del credo. El mausoleo está bordeado por un cantero de un metro de altura en cuyo interior de tierra y arcilla los visitantes depositan sus velas encendidas, gesto que forma parte del núcleo duro del rito. Las velas simbolizan la esperanza, la súplica por la que subieron hasta aquí. El viento, al menos hoy, es intenso, y su erosión provoca que la cera desprendida de las velas se impregne en la roca o recubra la superficie de la obra.
Al lugar se llega a través de una serie de escaleras de prolija piedra que zigzaguean las colinas de la montaña. Son pasillos techados y ascendentes que, cada diez metros, tienen una serie de veinte escalones. Cada tanto, de su techo cuelga un travesaño u ornamento metálico que cruza el ancho del pasillo, y cuya superficie es aprovechada por los fieles para dejar colgadas o clavadas las patentes de sus vehículos. Todo el camino está tapizado de esas chapas negras con letras y números blancos, dándole un aspecto aún más pintoresco al ya de por sí pintoresco y abigarrado lugar. Es una de las ofrendas más usuales hacia Correa, protectora de las rutas. La otra —o una de las tantas otras— es más sofisticada y tiene que ver con los feligreses que acercan una réplica, hecha en madera o en chapa, de sus propiedades, sean casas o lugares de trabajo. Es una especie de maqueta ofrecida en tributo por haber podido acceder a la vivienda o al negocio propio. A juzgar por la cantidad —toda la ladera de la montaña está sembrada de replicas— no hay duda de que los pedidos tienen un altísimo nivel de satisfacción. Los hay de todas las formas y tamaños: casas o locales con techo a dos aguas, bajos, modestos, con ladrillos a la vista, con baño. Muchos tienen construido el tanque de agua en su techo. Desde el aire, es un museo de arquitectura en miniatura.
Al costado del sepulcro, siempre en esta suerte de pináculo, se emplaza un ambiente techado en el que se concentra toda la iconografía del credo y que sirve, también, como un oratorio o espacio de meditación por el que circulan los peregrinos. Se ingresa por una puerta sobre la izquierda y, de inmediato, uno se topa con una representación de la Difunta, acostada, con una rodilla doblada y con su hijo sobre el pecho. Lleva un vestido rojo y su pelo es negro. Es un trabajo de orfebrería manipulado en yeso de un metro de largo que está inserto en una especie de pesebre. Allí, en cualquier partícula o zócalo de pared posible de ser ocupada, los devotos depositan sus apasionadas manifestaciones de agradecimiento. Son miles de pequeños carteles —la mayoría tallados en bronce o cerámica— cuya motivación tiene las procedencias más variadas: desde la gratitud por seguir otro año sin fumar hasta la emoción por conservar el trabajo, haber finalizado una carrera u obtenido un concurso de belleza. La gran mayoría no especifica la causa: en cientos de esas inscripciones, simplemente se lee “gracias Difunta” junto a la fecha. En el otro extremo del ambiente, de no más de ocho metros de largo y al que se llega por el sentido mismo de la circulación, hay otra representación de la Difunta muy similar, aunque esta tiene sus dos piernas estiradas. “La verdadera es la que tiene la rodilla doblada”, aclara Rosa, atenta a todo.
—¿Hace mucho que trabaja acá?
—Sí, muchos años, más de quince.
—¿Qué le sorprende de la reacción de los visitantes?
—Hay mucha, mucha gente que llora. Y además traen de todo. Algunos dejan su carnet de conducir, una rueda de camión o el llavero, por ejemplo, pero hay otros que dejan dinero en las alcancías. Muchas chicas traen sus vestidos de novia.
Como gesto simbólico, como una dádiva que de alguna manera funciona como un mitigador de la agonía que en su momento atravesó la deidad sanjuanina, miles de peregrinos depositan en todos los rincones del predio, pero sobre todo cerca de su figura en cerámica, botellas de plástico con agua.
Una vez abajo, lo que se encuentra es una pequeña ciudadela montada, una microindustria cultural que órbita alrededor de la Difunta. Allí, además de oficinas administrativas o de venta de merchandising, existen un museo con obsequios de famosos —un buzo entregado por Marcelo Gallardo, entrenador de River Plate; un pantalón de combate del excampeón de boxeo Carlos Monzón— y un puñado de ambientes atiborrados de ofrendas específicas, catalogadas. De ellos —hay uno con instrumentos musicales, otra con piezas de automóvil, etc—, uno descolla por sobre el resto. Es una pieza cuadrada en el que se exhiben colgados, de costado y uno tras otro, los vestidos de novia que las fieles donaron en señal de agradecimiento por haber llegado al altar (y al amor). La imagen de todos ellos, en sus perchas y mudos, tiene algo ligeramente inquietante, son testigos inertes de su lejano y efímero fervor.
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Desde el fondo de los tiempos, desde el nacimiento de su conciencia como sujeto histórico, el ser humano ha necesitado depositar en una idea o en una figura aquello que lo trasciende, un valor ulterior al que apelar o aferrarse, una fuerza que le permitiese albergar, al momento de escrutar en el fondo de su alma, sus temores y anhelos, su miedo a la soledad, lo desconocido, la muerte. Vinieron los griegos, luego el cristianismo, más tarde las Cruzadas. Tras siglos de dominio de la Iglesia como institución vectora del Estado, llegada la modernidad, fue la filosofía la que continuó preguntándose acerca de esa pulsión del hombre por creer y necesitar organizarse alrededor de un credo.
Es Hegel quien plantea, en los albores del siglo XIX, que la religión es el fundamento de la vida en común, de la sociedad y del Estado. “Es el primer modo de autoconciencia”, define el filósofo alemán. “La conciencia de un espíritu nacional, del espíritu universal existente en sí y por sí, pero determinado en el espíritu de un pueblo; es la conciencia de lo verdadero en su forma más pura e íntegra”. Vale decir, que la religión —cualquiera sea— funciona como una suerte de catalizador de la aspiración social y gregaria del hombre. Se cree no solo por la necesidad de cada uno de anclarse en ese otro enorme e inescrutable, sino que se abraza esa liturgia porque de esa manera las sociedades alcanzan otra categoría, un mayor grado de conciencia colectiva.
Ahora bien, ¿cómo se aplica esa determinación en América Latina, este inmenso territorio colonizado y domesticado por la espada y la cruz, desmesurado campo mestizo en el que la Iglesia católica tanto tuvo que ver con su educación y organización? ¿Cómo convive ese adoctrinamiento con el paganismo inevitable de toda comunidad, con los mitos y supersticiones que cualquier sociedad encuentra o se construye?
Filósofo y teólogo especializado en América Latina, el docente argentino José Pablo Martín (1938-2016) estudió las articulaciones alrededor del culto católico y de ciertos credos paganos, en particular el de la Difunta Correa. En el libro Sabiduría popular, símbolo y filosofía, Martín ofrece una interpretación casi semiológica del fenómeno, al que le encuentra características específicas, incluso inusuales en comparación con otros ritos. Para él, en el caso de la Difunta, “la figura del héroe, que en la estructuración tradicional correspondería al niño, queda reducida funcionalmente a ser el receptor sin nombre y sin hazañas del don otorgado, la vida maravillosa. Parece que este silencio obedezca a una economía metanarrativa para que la leyenda pueda adecuarse al símbolo cultural, en el que cada devoto habría de ocupar el lugar del hijo”.
En relación al sincretismo, es decir, al diálogo y a la interacción del culto a la Difunta con formas preexistentes de adoración como el cristianismo, Marín cree que ese encuentro de fe se dio sin aparentes tensiones, en silencio, como si fuese un cuerpo vivo que los fieles fueron incorporando y adaptando. No se anularon, sino que se potenciaron. “Se trata de una forma religiosa nacida en el seno de una sociedad criolla cristianizada, que produce sus propias formas rituales sin entrar por ello en conflicto con las establecidas formas cristianas. No se hace otra religión, ni una secta; no se establecen conceptos propios; no hay sacerdotes ni mediadores. La ejecución del gesto ritual se basta a sí misma. Los hombres que veneran a la Difunta provienen en su mayoría de una sociedad criolla católica y no perciben por ello conflicto alguno en su conciencia religiosa”.
Además de la de Hegel, Martín destaca la obra de otro gigante del pensamiento moderno, Immanuel Kant, cuyo objeto de interés y estudio es el sujeto comunitario, sobre todo vinculado con su experiencia sensible, esencial para que cualquier objeto nos sea dado. “A Kant le produce asombro ese extraño y enigmático mundo del sentimiento, como él lo llama, sentimiento que tiene la función de completar el conocimiento del mundo. Más allá de él, y recordando una frase de Alejandro Carpentier, podemos formular el Nosotros sentimos como un modo propio de la persistente y resistente expresión del saber popular americano”, escribe Martín.
Aquello que opera en la consagración del rito es, además, el factor de cercanía y de contemporaneidad, la certeza de que ese milagro fundacional ocurrió en un territorio cercano y durante nuestra era, y no hace dos mil años en la Galilea bíblica. Para legitimar su devoción, los fieles no necesitan una certificación firmada por la aristocracia romana, sino que se valen de la convicción popular, de una voluntad que viaja por los caminos de polvo y se introduce en las ciudades, una fe que se vuelve costumbre y tradición y, por lo tanto, verdadera e irrefutable. Que convive, sin contradicción alguna, con toda la constelación de ritos heredados —padecidos— de Occidente, sean eclesiásticos o no. Como razona, preguntándose, Enrique Dussel Ambrosini, otro filósofo y teólogo argentino, en el mismo libro de Martín: “¿No es triste que el hemisferio norte haya impuesto al hemisferio sur, en el que nosotros nacimos y vivimos, la fiesta del nacimiento del sol el 24 de diciembre? Eso es dominación religiosa y litúrgica.”
Es en esa intersección entre el viejo mundo y el nuevo en donde el nosotros mestizo afirma su identidad, llena de luces y de sombras, de magia y de realidad, de conmociones y abdicaciones. Y de sentido. Un sentido que no está vinculado con lo grandilocuente, lo sagrado o lo estrictamente sobrenatural, como se estila en la Iglesia tradicional, sino un sentido hacia lo mundano, lo cotidiano, aquello que ayuda a su gente a vivir y sobrevivir en el mundo de hoy, que no tiene el oropel de la solemnidad o la búsqueda de la trascendencia celestial sino la simpleza llana de un favor, de una mano echada. Para todos ellos es tan solo una mujer que murió de amor y que, 200 años después, sigue dispuesta a ayudarlos.