En los estudios sociológicos y psicológicos existe un fenómeno llamado efecto Hawthorne. Su nombre viene del experimento que se realizó en la fábrica Hawthorne Works de Chicago entre 1924 y 1932, que pretendía medir el impacto de la iluminación en el rendimiento de los empleados. En él, el sociólogo George Elton Mayo, de la Universidad de Harvard, tuvo que invalidar sus hipótesis al darse cuenta de la productividad aumentaba tanto en los trabajadores a los que les había aumentado la luz como a los que se la había reducido. Resultó que lo que verdaderamente les había motivado a trabajar más y mejor era saberse parte de un estudio.
Cuando realicé mi tesis en homosexualidad y envejecimiento entre 2016 y 2020 y entrevisté a 57 hombres gays de más de 60 años (30 de Madrid, 27 de Nueva York), me di cuenta de que, quizá, ese efecto Hawthorne, lejos de corromper o invalidar los resultados, era la conclusión en sí misma de mi estudio cualitativo. Lo que radiografiaba el estado de ánimo de la muestra. A pesar de tratar en todas esas entrevistas temas delicados como traumas familiares, experiencias con la discriminación o cuestiones sexoafectivas, la ilusión de por fin captar atención, de recibir la visita de una persona más joven que ellos que les dedicara el tiempo que ellos consideraran, borraba de sus miradas y a la vez transparentaba el drama de sus realidades. No podían dejar de hablar. Algunos ponían palabras por primera vez a todo su periplo vital e incluso llegaban a verdaderas revelaciones conforme componían el relato. Todos luchaban, de una manera u otra, contra la invisibilidad, y veían en ese encuentro sociológico con un estudiante de doctorado un pequeño alivio a la sensación de que sus historias mueren con ellos. A las ganas de tener un amigo. De que la entrevista no terminara nunca o de que se necesitara más de ellos. De mantener el contacto conmigo. Con alguien. Esa sensación de volver a ser útiles, de conectar con otra generación, era más fuerte, aunque fuera por un momento, que décadas de vidas complicadas, de pasados tormentosos, de un mundo en su contra. Verlos aferrados a esa ilusión, a ese presente breve fue, quizá, lo más esclarecedor de toda la investigación.
Al realizar una tesis sobre el impacto de la homosexualidad sobre el proceso de envejecimiento no fueron pocas las voces que me preguntaron si acaso los cuerpos se deterioraban de manera diferente. Si la vejez y la muerte no nos iguala a todos. Que qué importa ser gay cuando tienes alzhéimer. Por supuesto, no hay enfermedades específicas que afecten más a los gays. No hay un envejecimiento concreto y existe una gran diversidad de experiencias al respecto en la población estudiada. Pero es indudable que la vejez es el pináculo de una trayectoria vital y, cuando esta no es normativa, choca con una sociedad que sigue entendiendo esta parte muy sustancial de la vida con poquísimos matices. Revela la factura que se le cobra al diferente (también o sobre todo) al llegar al final del camino y, desde luego, destapa una resistencia muy miope a analizar la experiencia particular de las minorías de cualquier tipo sin darse cuenta de que, en el seno de estos estudios, se halla el motor del cambio, la apertura de nuevas miradas a estructuras que han quedado obsoletas y que limitan también a individuos no normativos que no tienen una estructura de colectivo tan arraigada como la comunidad LGTBIQ+. Así que, si quieren una respuesta menos incómoda: no, los homosexuales no envejecen de manera diferente. De hecho, el colectivo encuentra similitudes con parejas sin hijos, personas solteras, que no se llevan bien con sus familias o que, simplemente, no han querido adherirse a la estructura social tradicional o cuya identidad, no necesariamente sexual, no encaja con lo dominante.
La vejez y la infancia componen los dos extremos de la vida pero también las etapas vitales más simplificadas por el imaginario colectivo
La vejez y la infancia componen los dos extremos de la vida pero también las etapas vitales más simplificadas por el imaginario colectivo. Ser niño o ser viejo tienen más peso identitario que todo lo demás o, como se dice en sociología, se convierte en un estatus dominante que eclipsa todo lo demás. Se entienden como etapas desexualizadas y sujetas a tutelas más o menos explícitas. Un aviso de cómo los márgenes de la vida que no son productivos desde el punto de vista del mercado (como lo fue durante siglos ser mujer a cualquier edad) son entendidos con vaguedad no solo por los estudios económicos, sino por las disciplinas científicas y las filosofías políticas. Urge, en el caso concreto de la vejez, reinventar ideas arcaicas sobre una época tan extensa de las vidas de millones de personas. Se habla, en un mínimo esfuerzo, de una cuarta edad para establecer, aunque sea, una subdivisión en ese bloque monolítico que con la esperanza de vida actual puede durar más de 40 años.
Por eso, aunque puedo y debo enumerar, aunque sea de corrido, cuestiones que sí son específicas del envejecimiento homosexual (menos apoyos familiares, mayor tendencia a la depresión por acumulación de experiencias discriminatorias, reticencia a recurrir a servicios sociales por miedo a unos cuidados heteronormativos, el impacto psicológico de la crisis del sida, la sexualidad culpable y tardía, conflictos de fe por culpa de la homonegatividad de las grandes religiones, conflictos con la autoridad y pensiones más exiguas por decisiones profesionales marcadas por factores emocionales, por citar solo algunas), en este artículo me quiero centrar principalmente en la parte luminosa, en lo que la sociedad en general debería aprender del proceso de envejecimiento de una persona homosexual. Y la parte más luminosa de la vida, y esto es una opinión personal, siempre está vinculada a los afectos y a cómo nos cuidamos los unos a los otros.
Ha sido verdaderamente inspirador encontrarse con tantas personas mayores enamoradas o con ganas de enamorarse como chiquillos. También encendidas por el deseo como si fueran adolescentes. Ilusionados con la llegada de las nuevas tecnologías, recuperando su autoestima sexual en un mundo virtual en el que se abre un nicho para los daddies y existe un público joven legítimamente interesado en sus cuerpos, en su manera de entender el erotismo, en su entendimiento pausado de las relaciones. El amor no tiene edad, suele decirse, pero el sexo tampoco, y sigue siendo esta una asignatura pendiente de la sociedad. Es hora de revisar el mito del viejo verde, es hora de escuchar los deseos, que pueden estar perfectamente desvinculados de la potencia física. He podido ver parejas sanas con 40 años de diferencia, amores de casi seis décadas, hombres desplegando ritual de cortejo a los 99 años, parejas abriéndose pasados los 65, desempolvando una sexualidad atravesada por encuentros postergados por el proceso de definición de la identidad y el miedo social, vidas sexuales culpables por lo moral o temerosas por lo contagioso.
No es el acto de amar lo que debería hacer respetable a una persona, sino su mera existencia como individuo
Pero los afectos, por fortuna, no se circunscriben solo al amor de pareja y, pese al éxito del eslogan #LoveIsLove, no es el acto de amar lo que debería hacer respetable a una persona, sino su mera existencia como individuo, diverso o no. Es por eso, que quizá la gran aportación que hace el colectivo LGTBIQ+ en la cuestión afectiva es la de la familia elegida. Esta comunidad es de las pocas que puede enfrentar la discriminación no solo fuera, sino dentro del seno familiar, a menudo la más dolorosa. Testamentos, decisiones médicas y cuidados siguen mayoritariamente asociados a la familia biológica, pero la amistad como piedra angular de la salud mental emerge con doble belleza en este colectivo. Por un lado, en Nueva York, el curso de la historia hizo que entre 1969 y 1981 (entre las revueltas de Stonewall que dan origen oficial a la lucha por los derechos LGTBIQ+ y la aparición del virus del sida) la subcultura gay se instalara con fuerza, con identidad propia y libertad amplia en la ciudad estadounidense. Eso se refleja en una red de amigos, de asociaciones y, en general, de tejido social, que puede llegar a neutralizar la soledad endémica que afecta a los mayores, especialmente en sociedades individualistas como las anglosajonas. La comunidad creó redes de afectos, de parroquias, de bares, de servicios gay-friendly y, aunque también genera en la vejez nostalgia de aquellos tiempos, no privó a esta generación de una juventud plena, de una vida bien vivida, pese a la brusca interrupción de la llegada del VIH. Ya a finales de los setenta, de hecho, se creó en Nueva York la asociación SAGE de asistencia a la población envejeciente del colectivo, con 40 años de ventaja respecto a Madrid, y con gran poder político.
En la capital de España, la amistad también tiene un peso, tardío pero muy relevante, en los mayores homosexuales. Es, de hecho, la gran novedad para muchos de ellos en tiempos de igualdad legal. Las asociaciones COGAM y, sobre todo, la Fundación 26 de Diciembre, dedicada en exclusiva a los mayores LGTBIQ+, están realizando una espléndida labor de reconstrucción de los vínculos sociales dentro de una generación que prácticamente encadenó la persecución legal (la homosexualidad no desaparece de la Ley de Peligrosidad Social hasta finales de 1978, tres años después del fin de la dictadura de Francisco Franco) con la pandemia del sida. En España nunca llegó a existir una tupida subcultura homosexual fuera de lo marginal. Así, muchos de los informantes de la tesis habían descubierto recientemente la “vida gay diurna” gracias a los grupos de mayores gays (dominados por hombres cis) de las mencionadas asociaciones y con la aprobación del matrimonio igualitario, fundamental para la autoaceptación en una sociedad familista y de mayor control social. Gracias a los tiempos y las asociaciones, por fin tienen meros grupos de encuentro que no habían podido suceder antes sin miedo a ser descubierto o perseguido. Un placer tan cotidiano como poder chascarrillear entre iguales que les llega pasados los 60 años. “El Parnaso”, lo llamaba uno de ellos. Un espacio seguro, por fin, para unos afectos amistosos robados durante décadas.
Esto conecta, cómo no, con la salud y con los cuidados. Después de que el Reino Unido abriera una secretaría política en 2018 para abordar el tema de la soledad como conflicto de Estado, tras considerarla igual de perjudicial para la salud que el consumo de un paquete de cigarrillos, queda claro que la vida social es importante para la salud y que la soledad tiene un peso medible como sociedad. El impacto de la homosexualidad en el proceso del envejecimiento es un llamado a la importancia de vivir una vida plena para que la vida sea sana. Llevar a la consulta la insatisfacción sexual o afectiva puede ser tan importante como hacerse una radiografía. Abordar las causas de una depresión tan relevante como un dolor en el pecho o en la cadera. En consecuencia, ningunear la orientación sexual en el ámbito médico (en ambas direcciones) puede ser tan perjudicial como falsificar unos análisis de sangre.
El impacto de la homosexualidad en el proceso del envejecimiento es un llamado a la importancia de vivir una vida plena para que la vida sea sana
La experiencia vital, en un momento en el que se avanza a unos cuidados integrados pero en el que todavía la salud mental se separa demasiado de la física, es fundamental para cuidar a la persona envejeciente. Y todavía hay muchas personas para las que su orientación sexual o su cualidad no normativa ha sido la que ha marcado su vida. Así, el gran debate en lo referente a esta población es el de ofrecer unos cuidados inclusivos que convivan con la población general o priorizar por unos cuidados específicos para esta población, como la residencia LGTBIQ+ impulsada por la Fundación 26 de Diciembre en Madrid o los pisos para mayores de este colectivo creados por SAGE en Nueva York. Cualquiera que conozca la realidad desde dentro, entiende la necesidad de trabajar en lo primero pero no puede negar la urgencia de ofrecer lo segundo. En países donde instituciones religiosas siguen al mando de hospitales y residencias, en sociedades donde las corrientes tolerantes son a menudo de ida y vuelta (y, por desgracia, parecen estar de vuelta en los años recientes) sigue existiendo demasiado riesgo y fantasma del rechazo. Cuando se trata de reagrupar a poblaciones educadas en la discriminación institucional hacia el colectivo, volver a un entorno únicamente con personas mayores puede ser lo más parecido a una obligada vuelta al armario. Un golpe final de invisibilidad para una generación que ya abrió camino a la comunidad en la lucha de todos sus derechos, pero que a menudo es olvidada incluso desde dentro del colectivo, que alcanzó su éxito comercial apelando al hedonismo y a los cuerpos esculturales.
Y aquí llegamos al último punto de aprendizaje, pues no es solo patrimonio de la cultura LGTBIQ+, que es nuestra tendencia natural a negar el envejecimiento. El jovencentrismo está bien instalado en la sociedad hasta haberse convertido en un auténtico bien de consumo, mientras el edadismo, apuntado en 1969 por Robert Butler, sigue siendo el -ismo más olvidado en la lucha por los derechos, a pesar de que, en circunstancias normales, acabará afectándonos a todos. No cambiamos de raza a lo largo de la vida, probablemente tampoco de género ni de orientación sexual, pero si todo va bien, todos acabaremos siendo mayores. Y nos daremos cuenta de que, probablemente, los conflictos troncales de nuestra existencia seguirán vigentes. Nuestro deseo y nuestros anhelos seguirán vivos. Nuestro carácter seguirá siendo fuerte y único. Así que asegurémonos de no ser etiquetados entonces como una sola cosa, por nuestro estatus dominante de personas mayores, aparcadas y desvinculadas de la dinámica social. Vivamos todos una vejez plena, compleja, presente y con afectos. Asegurémonos de que no tenga que venir un estudiante de doctorado para sentirnos útiles y escuchados.