Rodeado de libros y manuscritos cuyas páginas amarillean por el tiempo y la tenaz humedad que impera en Manila, el escritor filipino Guillermo Gómez Rivera se mantiene muy activo desde su silla de ruedas a los 83 años, en su casa del barrio de La Paz. En 2015 publicó su última novela, Quis ut Deus, está inmerso en la escritura de varios cuentos y a menudo redacta artículos sobre la importancia de las raíces hispanas en la cultura filipina.
Gómez Rivera es uno de los pocos hablantes de español como lengua materna que quedan en el país asiático. Y es el último escritor filipino en ese idioma. También preside la Academia Filipina de la Lengua Española. Y es un furibundo defensor de la necesidad de resucitar ese idioma como materia obligatoria en las escuelas para superar la amnesia de la antigua colonia sobre su herencia hispánica.
“El español está reviviendo poco a poco en Filipinas. Nunca murió del todo porque su simiente lleva aquí siglos. Casi todas las lenguas del país tienen profundas raíces en el español”, asegura con cierto optimismo Gómez Rivera, que paladea con mimo cada sílaba y pronuncia con suavidad las zetas, erres y jotas típicas del castellano. Aunque el escritor alerta de la necesidad de “actuar ya” para evitar la desaparición del idioma en las islas, y lamenta la dejadez de la mayoría de las instituciones en ese empeño.
De niño, Gómez Rivera fue adoptado por su abuelo materno y su segunda esposa, Rosa Jiménez, una española nacida en Manila y criada en Sevilla, donde la conocían como La Filipina. Con ellos creció en la ciudad de Iloílo y aprendió de ella un perfecto español, al ritmo de sevillanas, fandangos y flamenco, bajo el aroma de callos y cocidos que rezumaba de los fogones del hogar familiar.
"Cuando yo nací, en 1936, se hablaba todavía español. El tagalo se usaba con la servidumbre, pero el español era el idioma culto y social", precisa el escritor, que en 1975 logró por su obra teatral El Caserón el Premio Zóbel, mayor galardón de las letras filipinas en español.
Para Gómez Rivera, “el verdugo del español en Filipinas fueron los gringos”, quienes, tras el fin de la colonia española, “impusieron el inglés a rajatabla y cometieron auténticos genocidios de comunidades hispanohablantes”, acusa con vehemencia.
Fin de la colonia
En 1898, España perdió la guerra contra Estados Unidos y cedió a la nueva potencia sus últimas colonias: Cuba, Puerto Rico y Filipinas, la cual había conquistado en 1565. Las ansias de independencia de los filipinos pronto se vieron frustradas. Estados Unidos anuló la proclamación de la primera República de Filipinas por el presidente Emilio Aguinaldo en 1899. Entonces se desató la guerra filipino-americana, que terminó en 1902 con el triunfo norteamericano y la implantación en el archipiélago asiático de una pseudocolonia bajo administración estadounidense hasta 1945. Durante ese período se eliminó el español de la enseñanza obligatoria en beneficio del inglés, lo que precipitó la casi extinción de la lengua en dos generaciones.
Los mayores avances en extender el conocimiento del español en Filipinas se habían producido en las últimas décadas del siglo XIX, antes del fin de la colonia. A partir de 1863, la Administración española abrió miles de escuelas públicas gratuitas. Así surgió una clase media hispanohablante que dio lugar a una nueva generación de intelectuales nativos, conocidos como “ilustrados”, que, paradójicamente, inspiraron la Revolución Filipina contra el dominio español.
Al tratarse de la lengua franca en un país con más mil lenguas locales, el español fue utilizado para redactar la Declaración de Independencia de Aguinaldo, la Constitución de Malolos —que inauguró formalmente la primera y breve república de Filipinas en 1899— e incluso el himno nacional. El héroe nacional José Rizal también desarrolló toda su obra en la lengua cervantina.
“El español está en la raigambre de nuestros primeros pasos como nación independiente. Al imponer el inglés a la fuerza, se nos desconectó de nuestra historia, porque el filipino ya no puede acudir a las fuentes históricas originales, sino a traducciones”, lamenta Rivera.
Sin embargo, a pesar de que la colonia española se prolongó 333 años, “el español no arraigó en todas las capas de la sociedad filipina ni rincones del país, al contrario de lo ocurrido en Latinoamérica”, matiza el director del Instituto Cervantes en Manila, Javier Galván.
En 1899 los hispanohablantes en Filipinas representaban no más del 10 % de la población (durante la mayor parte de la época colonial rondaron el 2-3 %), pero ocupaban importantes espacios porque el español era la lengua de las élites urbanas, la educación, la administración pública, la jurisprudencia y la prensa. Era el idioma de una inmensa minoría.
“Curiosamente, en las décadas posteriores a la pérdida de la colonia es cuando el español vive su auge, porque sirvió como elemento de identidad y símbolo de resistencia frente al inglés del nuevo colonialista”, apunta Galván.
Aunque el idioma perdía terreno en la calle, en los años veinte y treinta del siglo XX florecieron las letras filipinas en español con un movimiento literario de gran calado, representado por escritores como Jesús Balmori, Pedro Paterno, Manuel Bernabé, Flavio Zaragoza, Fernando Guerrero y Claro Recto.
Fue en 1920 cuando el empresario y mecenas hispano-filipino Enrique Zóbel de Ayala instauró el Premio Zóbel para distinguir la ingente obra literaria en español de la época, galardón que se entregó anualmente hasta 2001. También se vivió un momento dorado para la prensa escrita con cabeceras como El Renacimiento, La Vanguardia y El Debate, donde publicaban las mejores plumas de la época.
Pero la estocada final para el español llegó con la batalla de Manila (3 de febrero - 3 de marzo de 1945), uno de los episodios más cruentos de la Segunda Guerra Mundial. La capital filipina fue la segunda ciudad aliada más destruida en la contienda tras Varsovia. Filipinas sufría la barbarie de la ocupación japonesa desde 1942 pero, a siete meses del fin de la guerra, el avance estadounidense replegó a los nipones a los barrios de Intramuros, Ermita y Malate, donde se concentraba la población hispanohablante.
Las matanzas de la población civil ordenadas por los japoneses y los bombardeos de las tropas estadounidenses para expulsar a su enemigo acabaron en un mes con la vida de unas 100.000 personas. Más civiles que en los ataques atómicos de Hiroshima y Nagasaki.
“Ese episodio fue el tiro de gracia al español en Filipinas porque motivó la desaparición física de la mayoría de hispanohablantes que quedaban en el país”, indica el director del Cervantes. “El español estaba condenado a ir desapareciendo porque solo lo hablaba una minoría, pero hubiera sido un proceso más lento. La guerra precipitó ese final”, añade.
Lo español está de moda
Ese momento crítico del español contrasta con la actualidad, cuando se experimenta un creciente interés por su estudio. “En los últimos 15 años, el Instituto Cervantes de Manila ha estado siempre entre las cinco sedes con más alumnos de la institución en el mundo”, apunta Galván.
En los últimos años ha ocupado el segundo puesto, solo superado por Nueva Delhi, pero llegó a ser el primero. En el curso 2019/2020, el Instituto Cervantes de Manila tuvo 3.022 alumnos, la segunda cifra más elevada de la última década, sólo superada en el curso 2016/2017.
La pandemia no ha hecho mella. Las clases online han facilitado el enrolamiento de alumnos de otras provincias de Filipinas o de aquellos que, aun viviendo en Manila, no podían trasladarse a la sede del Cervantes, ubicada en el corazón del distrito financiero de Makati, por culpa del congestionado tráfico de la capital.
“Sin embargo, estos nuevos estudiantes de español, que lo adquieren como segunda o tercera lengua, no buscan aprender el idioma de sus ancestros o profundizar en las raíces hispanas de Filipinas, sino que lo hacen por razones económicas”, señala Galván.
Debido a la mano de obra barata y al amplio dominio del inglés en Filipinas, el país se ha convertido en el nuevo siglo en el centro mundial de call centers o centros de atención al cliente a distancia. El sector representa el 11 % del PIB y emplea a 1,3 millones de filipinos. En los últimos años, éstos se enfocan a público hispano, por lo que hablar español se traduce en mayor sueldo. Asimismo, el conocimiento de esta lengua es también una garantía de mejor salario en las numerosas ofertas para trabajar en el exterior como enfermeros o cuidadores.
“El español es con diferencia la lengua europea que más se estudia y está entre las tres que más interés despiertan en la actualidad, junto con el chino y el coreano”, indica Galván.
La moda por lo latino también ayuda. El ‘Despacito’, el ‘Taki Taki’ o los éxitos de Shakira y Daddy Yankee han sido fenómenos de masas en Filipinas, donde la atracción por lo latino ya vivió un primer boom en los noventa con las novelas mexicanas protagonizadas por Thalía.
Los años difíciles
Pero hasta llegar a esta nueva situación, el español sufrió su mayor declive en la segunda mitad del siglo XX. Después de la guerra y una vez lograda la ansiada independencia en 1946, Filipinas se esforzó por olvidar el trauma bélico y su pasado colonial para abrazar la modernidad, para lo que adoptó el inglés sin miramientos. El español, el segundo idioma más hablado del mundo, rozó el estatus de lengua muerta, aunque se seguía enseñando en la educación secundaria y superior.
En los años setenta, Guillermo Gómez Rivera compaginaba la escritura con su labor al frente del Departamento de Español de la Universidad de Adamson en Manila, hasta que la Constitución de 1987, todavía vigente y que marcó el retorno de la democracia después de la dictadura de Ferdinand Marcos, eliminó la oficialidad y docencia del español en Filipinas. Miles de profesores de español perdieron su empleo, aunque Rivera conservó el suyo como profesor de Historia y Filosofía.
Con la docencia del español vetada, Rivera —lector feroz de Miguel de Cervantes, Calderón de la Barca y Benito Pérez Galdós— se dedicó a recuperar el folclore de la antigua colonia. Rescató canciones clásicas filipinas en español de los siglos XVIII y XIX, un repertorio de jotas manileñas, zamboangueñas o caviteñas, y las grabó cantadas por él mismo en discos que hoy son uno de los escasos testimonios sonoros de la época colonial.
“Decían que el español era una lengua muerta, pero cómo va a estar muerta una lengua que hablaban 400 millones de personas en veinte países”, se queja Rivera sobre ese cambio que, en su opinión, aceleró la “americanización” de Filipinas. Desde entonces, el idioma que prima en las calles filipinas es el taglish, un híbrido de tagalo e inglés.
Además, este autor reivindica que el español sigue vivo en las lenguas filipinas, ya que unas 4.000 palabras —más del 30 % del léxico del tagalo, la lengua local más hablada e impuesta como idioma nacional— provienen del español. Hay ejemplos de este rastro en los días de la semana (miyercoles, huwebes, biyernes), en los números, en los ritos católicos, en términos que no existían en el archipiélago antes de la llegada de los españoles —kutsara (cuchara), tinidor (tenedor), bintana (ventana), syudad (ciudad)— o en expresiones de uso diario —kumusta (¿cómo estás?)—.
En la segunda mitad del siglo XX, el español quedó relegado a unas pocas familias de la élite que lo hablaban de puertas adentro. Los hispanohablantes de la postguerra lo enseñaron en casa a sus hijos, que lo adoptaron ya como segunda lengua, pero en pocos casos los nietos de éstos lo aprendieron con fluidez. En dos generaciones el idioma prácticamente se extinguió y en la actualidad lo mantienen vivo alrededor de 4.000 hablantes, un escaso 0,5 % del total de la población filipina.
La Academia de la Lengua Española en Filipinas todavía hoy lucha por mantener el idioma, pero no cuenta con más de quince miembros activos y, excepto Guillermo Gómez Rivera, ninguno tiene el español como lengua materna. Desde 2005, una de sus académicas es Daisy López, quien decidió estudiar filología hispánica para poder leer el Don Quijote en su lengua original.
“Es una institución muy pequeña y cada vez somos menos. Hoy nuestra vocación es la de existir y subsistir”, indica Daisy, quien se matriculó en la Universidad de Filipinas en 1973 y fue la única alumna de su promoción.
“Todo el mundo me decía que estaba loca por empeñarme en aprender desde cero una lengua que casi nadie hablaba entonces, ni siquiera en mi familia”, cuenta entre risas. Un trabajo de fin de máster sobre Miguel Delibes y un doctorado sobre Carmen Martín Gaite completaron su formación, y actualmente enseña español e italiano en la misma universidad en la que comenzó sus estudios.
“Hoy las cosas son muy diferentes. Hay mucho interés por aprender español porque los alumnos saben que sirve para ampliar horizontes profesionales. Pocos lo estudian para leer a José Rizal o Jesús Balmorí, pero creo que es útil para terminar de erradicar el prejuicio de lo colonial hacia el español”, señala la académica.
Entrado el siglo XXI, Daisy López resume así la situación del español en Filipinas: “El español no se habla en Filipinas, pero sí se estudia”.