Todos los presidentes de las seis economías más desarrolladas de América Latina, López Obrador (AMLO) en México, Alberto Fernández en Argentina, Gustavo Petro en Colombia, Gabriel Boric en Chile y la recién nombrada Dina Boluarte en Perú, junto a Lula en Brasil, son de izquierdas y les une una misma sensibilidad social por la justicia y la igualdad, la dignidad de la vida y sus derechos humanos. El 86 % de la población latinoamericana está hoy gobernada por líderes de izquierda.
Todos ellos recogen países golpeados por injusticias históricas, pueblos sufrientes de una desigualdad lacerante durante demasiado tiempo, doloridos todavía por el enorme impacto de la pandemia, enfrentados a un ciclo económico adverso y todos ellos tienen pendientes reformas estructurales largamente postergadas.
Todos ellos han sido recibidos con enormes expectativas y han prometido cambios históricos. AMLO, por ejemplo, se presentó ante su pueblo nada más y nada menos que como líder de la Cuarta Transformación mexicana enlazando, ahí es nada, con la independencia de hace 200 años, el movimiento liberal de Benito Juárez y con la Revolución del pasado siglo. Boric fue elegido en medio de un cambio político histórico en Chile y ante la tarea de hacer una nueva Constitución y atender serias brechas sociales de un modelo económico preñado de neoliberalismo. Lula quiere acabar con el hambre en Brasil. Petro quiere la paz total en Colombia... Todos ellos vienen pues cargando sobre sus espaldas una cierta responsabilidad histórica por las enormes esperanzas que generaron sus victorias electorales en gran parte porque la mayoría de ellas fueron victorias contra los gobiernos anteriores, recogiendo por ello enfados sociales muy notables y descontentos políticos muy serios.
Quizás por ello, la primera tarea para las nuevas izquierdas sea la que tiene que ver con el marco institucional democrático y con el ámbito de la seguridad y libertad personal de sus ciudadanos. Hay signos preocupantes del deterioro en el funcionamiento institucional, en gran parte debido a la reaparición de los problemas sociales de inequidad que atraviesa todo el subcontinente. Efectivamente, durante los primeros años del siglo XXI, dos caminos paralelos ayudaron a cerra el círculo virtuoso: democracias estables y crecimiento económico forjaron el cambio social más potente en muchos años. Los incrementos notables de la renta per cápita en un contexto de crecimiento económico, el crecimiento demográfico y las nuevas tecnologías, alumbraron nuevas clases medias, un extraordinario aumento de la población universitaria, una nueva economía digital con brillantes startups, una gran concentración urbana y otros muchos fenómenos sociales ligados a los anteriores. Lo que vino después, con la caída del precio de las commodities, la recesión económica de Europa y Estados Unidos entre 2008 y 2014 y, más tarde, con la pandemia, ya lo sabemos. Estados demasiado débiles en sus servicios públicos no pudieron atender las demandas sociales de una población más exigente que nunca y que paralelamente se fue haciendo descreída y decepcionada, retirando su confianza a partidos e instituciones.
Los retos de una izquierda democrática
Urge, pues, reconstruir y fortalecer las instituciones que dan forma y articulan la democracia: el constitucionalismo; el Estado de Derecho; el respeto a la separación de poderes; una justicia independiente y garantista; elecciones libres, transparentes e iguales; partidos políticos articulados y representativos; sistemas de representación y participación amplios y, por supuesto, respeto a los Derechos Humanos. Nada de todo esto es nuevo, pero las quiebras en esos parámetros son frecuentes y las tentaciones totalitarias abundan por doquier. La izquierda política latinoamericana debe convertirse en el principal bastión de la democracia. Debe hacerlo porque siguen demasiado presentes autocracias de izquierda (Venezuela, Nicaragua, Cuba) y porque esas experiencias lastran injustamente a otros partidos en otros países. La democracia no es un medio para hacer luego la revolución, porque esa concepción instrumental oculta la tiranía y el totalitarismo. La democracia es un fin, es un marco, nada es posible fuera de ella y en ella todo cabe, también el socialismo. Por eso, socialismo es libertad, antes que nada, o dicho de otro modo, la construcción de sociedades más justas e iguales no puede hacerse sin libertad. La izquierda latinoamericana debe combatir el populismo y abrazar la democracia como el marco irrenunciable en el que luchar por la justicia social y la igualdad.
A la izquierda le corresponde recuperar la ejemplaridad personal en la política. La honestidad y la transparencia como virtudes cívicas de la representación pública. Recuperar el afecto por lo público y el crédito de la acción pública. Liderar un discurso reivindicativo, apreciativo de la democracia y de sus principios y reglas. Una cultura de la responsabilidad ciudadana (fiscalidad, cumplimiento de las leyes, etcétera) como base de virtudes cívicas que consolidan y hacen más fuertes las sociedades democráticas. En esa línea, reafirmar la laicidad frente a las intromisiones religiosas, demasiado frecuentes y a veces bochornosas en algunos discursos políticos, es imprescindible. Es preciso evitar el utilitarismo electoral de las iglesias y reiterar la aconfesionalidad de sus gobiernos, instituciones y de sus políticas públicas. La laicidad no implica negar el hecho religioso, ni a las iglesias o las religiones, pero exige someter las políticas y la moral pública a la soberanía popular y solo a ella.
No podemos olvidar que la seguridad es condición previa a la libertad. La demanda de seguridad en América Latina es universal porque los índices de violencia y de ataques a la integridad personal son insoportables. La región concentra el 40% de los homicidios del mundo entero, siendo solo el 9% de la población mundial. De las 50 ciudades más violentas del mundo, 43 son latinoamericanas. Varios líderes de la derecha política ganaron elecciones con promesas de lucha “sin cuartel” contra la violencia y aunque sus promesas quedaron solo en eso, en promesas, esa ideología es percibida como más eficaz en esa lucha. La izquierda no puede perder esta batalla.
La revolución feminista que vivimos en todo el mundo tiene en América Latina asignaturas pendientes muy relevantes. El derecho al aborto, la igualdad entre hombres y mujeres en todos los planos de la vida, la violencia doméstica contra las mujeres, la legislación igualitaria en materia de LGTBI y el combate a las actitudes homofóbicas, todo lo que tiene que ver con la igualdad de sexos, razas, religiones, creencias, tiene que gozar del máximo respaldo constitucional y de nuevas políticas de protección.
El otro eje de la política de izquierdas en América Latina irá dirigido, de manera natural, hacia la política social. La pandemia ha mostrado las insuficiencias de las estructuras sanitarias públicas. Baste un dato, no por conocido menos alarmante: América Latina ha sufrido aproximadamente el 30% de los fallecimientos en el mundo cuando su población no llega al 10%. Es solo un dato de todo un sistema de protección social insuficientemente dotado en comparación con los pilares de un estado de bienestar digno que proporcione sanidad y educación públicas universales, un sistema de pensiones suficiente y una red de servicios sociales frente a la exclusión y la pobreza.
La razón de estas carencias está en el ingreso fiscal de estos Estados, anormalmente bajo (en el entorno del 20% del PIB), lo que a su vez, viene motivado por un largo conjunto de razones entre las que destaca la baja cultura fiscal, la debilidad de los aparatos hacendísticos, la economía informal, la excesiva dependencia de los ingresos derivados de los recursos naturales y la extendida costumbre en determinadas élites económicas de la evasión fiscal. Universalizar una educación y una sanidad de calidad con ingresos fiscales inferiores al 20% del PIB no es posible. Tampoco lo es sostener un sistema de pensiones de vejez, enfermedad y desempleo con el 50% de la economía sumergida. Por eso la verdadera revolución en América Latina es socialdemócrata, es la que hizo Europa en la segunda mitad del siglo pasado y que tiene como base una economía competitiva, capaz de generar pleno empleo y los recursos suficientes (salarios e impuestos) para sostener el estado social.
Un crecimiento económico que no deje a nadie atrás
La izquierda política moderna debe apostar por la superación de la economía extractivista que explota recursos naturales y favorecer la importación de tecnología para añadir valor y producción a esos recursos. El embajador chileno en Madrid nos lo decía recientemente: no se trata solo de exportar cobre a China y después importar cables chinos. No, la ecuación correcta es extraer cobre y hacer cables en Chile para exportarlos al mundo. Es un buen ejemplo de ese cambio conceptual y de una verdadera revolución industrial que es perfectamente aplicable a la agricultura industrial con el café, el cacao o las flores y a mil productos más de la rica agricultura latinoamericana.
En este sentido, la izquierda en América Latina debe revisar ciertos anacronismos ideológicos con las inversiones extranjeras y con el libre comercio. Los acuerdos comerciales que liberalizan los mercados son buenos porque abren oportunidades de exportación. Son buenos porque las exigencias sobre estándares medioambientales, laborales o de trazabilidad, mejoran las calidades y las condiciones de trabajo en origen y facilitan el acceso a mercados exigentes en todo el mundo. Las inversiones extranjeras son buenas porque atraen capital, forman capital humano endógeno, y nos aportan tecnología. Nos enseñan "a hacer” y nos incorporan a cadenas de valor de las que América Latina ha estado muy lejos, desgraciadamente. Las revisiones a la globalización que han impuesto la pandemia y la guerra están generando una nueva relocalización de las industrias deslocalizadas a Asia y tanto EE UU como Europa pueden encontrar en América Latina lugares idóneos de producción, de relocalización en espacios más próximos y sobre todo en países más amigos y más estables. Los gobiernos de izquierda deben favorecer este flujo económico y tecnológico que aumentará la base productiva de los países que lo hagan, generará empleo y aumentará el ingreso fiscal.
El crecimiento económico es la condición necesaria para la política social. Al crecimiento le acompaña la recaudación y a esta la redistribución. La redistribución de los ingresos fiscales es el corolario de la recaudación. Ha habido experiencias bolivarianas de éxito, al volcar los recursos públicos en políticas asistenciales que eran justas, pero no siempre eficientes. Lula en Brasil, (Bolsa Familia), Rafael Correa en Ecuador (Bono de Desarrollo Humano), Evo Morales en Bolivia (Juancito Pinto) y Néstor Kirchner en Argentina (asignaciones universales por hijo), pusieron en marcha políticas que redujeron sensiblemente los índices de pobreza y desigualdad en la primera década de este siglo. Pero no cambiaron el sistema productivo ni el patrón de crecimiento primario exportador ni hubo reformas fiscales de calado.
Pero, atención, la lucha por la igualdad requiere además aplicar políticas pre-distributivas. La redistribución social no debe ser el único objetivo de la política de la izquierda. La fijación de salarios mínimos dignos y la intervención en mercados de bienes básicos para la población: transporte, vivienda, energía, etc. es política pre-distributiva absolutamente necesaria en la mayoría de los países latinoamericanos y deberían formar parte nuclear de una política progresista. De hecho, la mejora sustancial de los salarios mínimos, representaría un formidable impulso al combate a la pobreza y a los avances tan necesarios en el camino de la igualdad.
Otra de las grandes apuestas modernizadoras de la economía latinoamericana, relativamente común a casi todos los países del subcontinente, es la apuesta digital y climática. Izquierda política y modernización económica debería ser una ecuación cualitativa de esas nuevas izquierdas. Al igual que lo es, o debería serlo, izquierda política y compromiso medioambiental y liderazgo social contra el cambio climático. Estas dos grandes disrupciones que atraviesan este siglo son, y lo serán más todavía, una nueva oportunidad para el desarrollo y la modernización económica de los países de América Latina.
En muchos países latinoamericanos el desarrollo digital es notable y las oportunidades de crecimiento y creación de empleo en la economía digital son enormes. Las políticas públicas de creación de infraestructuras tecnológicas, de inversión e innovación, de formación de capital humano, de superación de brechas digitales, etcétera, son claves y reclamarán un nuevo y atrevido planteamiento de alianzas público privadas. Creo que quien más y mejor está recomendando este enfoque es Mariana Mazzucato. Hace solo unos días Mazzucato habló en Buenos Aires con motivo de la reunión de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y abogó por industrializar las materias primas y por desarrollar servicios creativos y digitales a través de asociaciones público-privadas donde el Estado establezca misiones para alcanzar objetivos que benefician a toda la sociedad”. No se puede decir mejor.
América Latina tiene una extraordinaria oportunidad de convertirse en un agente clave para el desarrollo digital porque dispone de materias primas para negociar con los grandes fabricantes tecnológicos (litio, tierras raras, etc.), porque tiene una enorme potencialidad de mercado unificado por su lengua, porque el 80 % de su población se concentra en ciudades, porque le favorece su demografía y porque dispone de un alto nivel educativo (alfabetización digital). Algo parecido ocurre con sus capacidades en la lucha contra el cambio climático. Tiene una naturaleza envidiable y todos los materiales de la sostenibilidad medioambiental. Una política dirigida a aprovechar estas oportunidades y liderar o estar en la cabeza de estas dos disrupciones claves en la economía del siglo XXI, debería ser una clave para esta nueva izquierda.
La apuesta por la integración regional
Para estos objetivos, la integración regional es clave. Lo es empezar por trabajar seriamente la integración de los países próximos, en la perspectiva de una armonización progresiva de sus mercados y sobre bases solidas de cooperación supranacional en torno a grandes proyectos físicos y tecnológicos. Esta es una asignatura pendiente en América Latina desde larga data. Las actuales estructuras de integración, o no funcionan o lo hacen de manera muy insuficiente. Mercosur, la Comunidad Andina, la Alianza del Pacífico o el Sistema de Integración Centroemericano (SICA), tienen que avanzar en planes concretos de colaboración para armonizar progresivamente sus mercados y sus ordenamientos jurídicos y para acometer grandes proyectos comunes.
Esta es también una tarea política de la nueva izquierda latinoamericana. En concreto y siguiendo con la urgencia climática y con la digitalización, la integración regional es condición “sine qua non'' de éxito. Superar las fronteras y cooperar entre Estados permite dimensionar las inversiones y generar sinergias importantes en ambas materias. La dimensión supraestatal es clave para atraer inversiones tecnológicas, para acometer obras de infraestructura comunes, para entrar en el ámbito espacial de la ciberseguridad, para generar alianzas y sinergias imprescindibles, para armonizar estudios, formación y titulaciones, para avanzar en materias de I+D+i. y para otras muchas misiones de país.
Lula debería llevar de nuevo a Brasil a integrarse en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) pensando que el año próximo puede haber una cumbre UE-CELAC en Bruselas bajo presidencia española de la Unión. Es difícil imaginar esa cumbre sin Brasil y sería incomprensible para Brasil despreciar esa oportunidad. Con ese objetivo, bueno sería recuperar el acuerdo UE-Mercosur, aunque sea renegociando sus contenidos. El acuerdo UE-Mercosur es el más grande y más importante, de los que la UE tiene firmados hasta el momento. En la misma línea Chile y México deberían renovar su acuerdo con la Unión Europea y la Unión Europea superar intereses corporativos nacionales para dar luz verde a estos tres grandes acuerdos comerciales y de inversión con estos tres grandes países.
Muchos abogamos porque la presidencia española de la UE en el segundo semestre del año 2023 sea el comienzo de una nueva etapa de acercamiento y alianza estratégica de Europa y América Latina. La geopolítica que se vislumbra nos conduce a una nueva bipolaridad EE UU-China y ello nos obliga encontrar mutuas fortalezas y mejores oportunidades en esa alianza. Europa y América Latina pueden y, en mi opinión, deben converger en intereses y valores. Intereses como una lucha contra el cambio climático realmente comprometida, una digitalización sostenible, apoyada en valores éticos y en poderes ciudadanos frente al Estado (China) o frente a las grandes tecnológicas (EEUU), el reforzamiento de las instituciones internacionales y del multilateralismo y un amplio capitulo económico y comercial en la perspectiva de una globalización más ordenada y mejor gobernada. Valores como la democracia, el Estado Social de Derecho, los Derechos Humanos y la libertad, en su más amplio sentido, el Estado del Bienestar, la dignidad de condiciones laborales, etc.
La superación de la fragmentación latinoamericana permitiría además colocar a la región en la perspectiva geopolítica con una nueva dimensión. La influencia de América Latina, integrada en CELAC, como plataforma influyente en la defensa de los intereses latinoamericanos en los grandes foros del multilateralismo, desde el G-20 a Naciones Unidas y en las instituciones financieras internacionales, desde el Banco Mundial al Fondo Monetario Internacional, aumentaría considerablemente. Esa ausencia de integración y de cooperación ante los organismos internacionales, se vio y se padeció, especialmente en tiempos de la pandemia, ya fuera en la obtención de vacunas o en la facilitación de fondos financieros para la recuperación económica después de ella. La nueva izquierda latinoamericana debería liderar los esfuerzos por avanzar en la integración política de los países de América Latina y el Caribe. Eso, también es izquierda, y eso es, progreso.