Un pequeño ataúd blanco es la imagen del horror en La Guajira. El mayor miedo de miles de madres que han visto cómo otras madres perdían a sus hijos por hambre y sed. La tragedia se repite constantemente en el semidesierto habitado por los indígenas wayúu, en el noreste de Colombia. Nadie quiere ser la siguiente, pero el hambre no perdona.
“Una tiene que seguir adelante, por sus otros niños. Hay que ser fuerte. Yo soy fuerte”, llora al aire Sonia Epieyú, mientras mira la caja nívea que contiene los restos mortales de su bebé de apenas nueve meses. Sus familiares aseguran que estaba desnutrido. El pequeño falleció en un hospital de la capital, Riohacha, después de haber sido trasladado desde su comunidad de origen, Toolomana, tras sufrir recurrentes vómitos.
“Acudí a un centro médico para que me ayudaran con mi bebé. Prácticamente me dejaron sola, sabiendo que estaba enfermito. La fórmula (producto dietético) nunca me la quisieron dar. Tengo la receta, pero no me la dieron porque dicen que quien la tiene que recetar es la nutricionista. Yo les decía que mi hijo lo necesitaba, pero nada. Se inflamó más y ya lo tuvimos que llevar de emergencia”, denuncia Sonia.
La vela, a la que han acudido una decena de familiares, tiene lugar sobre las frías vías del tren que transporta el carbón desde la mina del Cerrejón al mar. Los allegados de Sonia piden así una ayuda a la empresa que opera la excavación, acusada por la población local de desviar acuíferos, contaminar sus tierras y dar migajas a cambio.
Al atardecer, la comitiva se traslada a la comunidad, cercana a la vía férrea. El tío del bebé traslada el ataúd sobre sus hombros. El entierro es rápido, en una pequeña tumba de cemento desnudo. La aflicción hace que Sonia se desmaye. El dolor resquebraja a todos los miembros de la familia.
En La Guajira se dan todos los años decenas de entierros como el del bebé de Toolomana. Son cientos de madres destrozadas en una olvidada región donde el 63% de la población se encuentra en situación de pobreza monetaria y apenas el 20% tiene acceso a agua potable.
En lo que va de año, han fallecido 21 niños menores de cinco años por desnutrición o causas asociadas a esta, según el Instituto Nacional de Salud (INS).
No es algo nuevo. Al menos 118 niños murieron por las mismas dolencias en 2018, 84 en 2019, 65 en 2020 y una veintena el año pasado, de acuerdo a las cifras del Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas.
Son los efectos de la dejadez y la corrupción política. La Guajira ha tenido 12 gobernadores en la última década. La mayoría han sido destituidos por casos de corrupción que, en ocasiones, están relacionados con los fondos destinados a la infancia. Los pobladores denuncian también que los operadores y contratistas locales de las agencias gubernamentales roban o malversan los recursos destinados a mejorar las condiciones de vida de los wayúu. Los políticos parecen acordarse de la castigada región sólo en elecciones, prometiendo para después olvidarse.
Una economía precaria
En el semidesierto guajiro, situado en el extremo más septentrional del país, junto a la frontera con Venezuela, que divide a los wayúu, buena parte de los pobladores vive en pequeñas comunidades rurales conocidas como rancherías.
La mayoría de las rancherías están compuestas por menos de una decena de casas, fabricadas con caña y barro —en muy pocas ocasiones cemento— donde viven unos pocos núcleos familiares. Todos son allegados entre sí.
Quienes viven en esas muy empobrecidas comunidades se dedican mayoritariamente a la ganadería, especialmente de cabras; a la agricultura y a la artesanía, pero el dinero no da para ningún lujo y, frecuentemente, ni para comer.
“Nosotras hacemos mochilas. A veces vendemos por ahí, pero no sacamos mucho. Como 15.000 pesos por unidad”, dice entre lágrimas Mónica Epineyú, una joven de una ranchería conocida como Sibalú, situada a una media hora de Uribia, la urbe más importante del norte de la región.
Apenas 3,5 dólares estadounidenses al cambio es lo que recibe Mónica por las mochilas que tarda días en hacer, y ni siquiera ese dinero le entra limpio, porque los hilos son caros. Después, en Bogotá, los mismos bolsos pueden venderse por más de 30 dólares.
“Lo poquito que se consigue no basta para alimentar a todos, porque son muchos niños. Va hasta que nos alcance, y todo es para ellos, pero es apenas para que se aguanten, no para que tengan buenas defensas. Les falta fruta, vitaminas, agua limpia”, señala otra madre de Sibalú mientras mira a Mónica, que dejó de hablar hace rato y tiene la mirada absorta, mientras se mueve levemente en la hamaca que sostiene su pequeño cuerpo.
El trauma azota su mente. Mónica perdió a su bebé, Fabián, el pasado abril, también por causas asociadas a la desnutrición. Su tumba está en el cementerio comunitario, apenas decorada con una inscripción: “Fabián, te extrañaré, hijo”, escribió la madre.
La odisea de conseguir agua
El mayor problema en La Guajira es el acceso al agua potable. En Sibalú se las han arreglado para construir un pequeño pozo que activan manualmente, pero es apenas una solución de urgencia. Primero, porque el agua sale embarrada y salada. Segundo, porque la caída de algún animal al orificio puede contaminar el líquido.
“Frecuentemente, por la labor de estar extrayendo agua, caen objetos al pozo y eso va a generar algún tipo de enfermedad o de bacterias”, expone Fulgencio Epineyú, el líder de la comunidad.
Contar con un pozo de agua medio salada y embarrada puede considerarse, eso sí, un lujo en el contexto rural guajiro. La mayoría de los habitantes de la región tienen que caminar kilómetros para acceder a agua dulce. Acuden a pozos artesanales, también embarrados, y que se vacían en los prolongados periodos de sequía; o a los pequeños embalses al aire libre, llamados jagüeyes, que recogen agua de lluvia y muchas veces tampoco son aptos para el consumo, al quedar igualmente embarrados y a merced de los animales.
En un jagüey en mitad del desierto recogen agua Magdalena Uriana, de 40 años y embarazada de ocho meses, y Mónica, una de sus hijas, ya adolescente. Utilizan unas grandes ollas, que después tendrán que llevar caminando a su comunidad. “Tenemos que hervir esta agua, para purificarla, porque como está a cielo abierto, llegan perros y chivos a beber y bañarse”, cuentan.
Pobeza urbana
La pobreza afecta también a los habitantes de las pequeñas urbes guajiras. El estado de necesidad en Uribia, el mayor casco urbano del norte de la región, considerada como la ‘capital indígena’ de Colombia, se ha incrementado por la masiva llegada de migrantes procedentes de Venezuela. Muchos de ellos son también wayúu y llegaron huyendo de la crisis del país vecino.
Al menos 13.500 de ellos pueblan Aeropuerto, un barrio de invasión, o favela, creado sobre una antigua pista para aviones. Allí viven cientos de personas en chabolas, algunas de ellas apenas erigidas con cuatro palos y un plástico.
En una de esas diminutas cabañas, que no tiene ni puerta, construida con caña y elementos reciclados de la basura, vive la migrante María Jusayú con sus dos hijos y sus tres hermanas. La más pequeña sufre desnutrición. Es evidente, por el tamaño de su abdomen y su falta de pelo, y también diagnosticada.
“Una nutricionista me dijo que no tenía el peso adecuado de una niña de un año. Pesa seis kilos y debería pesar entre 10 y 14”, dice María, mientras su hija come un compuesto vitamínico que le dejaron los doctores.
“Ella come lo que yo pueda conseguirle. No la alimento adecuadamente. No le doy purés, muy de vez en cuando. Si nosotros comemos arroz, una vez al día, yo le hago arroz. Come lo que hay”, añade la madre, mientras sus hijos juegan en unas cajas de plástico que les sirven de cuna bajo el sol abrasador de La Guajira.
Soluciones que no llegan
En 2017 la Corte Constitucional colombiana emitió una sentencia con 210 órdenes dirigidas a 25 instituciones con el objetivo de paliar la situación de pobreza en La Guajira, tras recibir informes que recogían la muerte de 4.770 niños por causas relacionadas con la desnutrición en la década anterior.
Los pobladores aseguran que el cumplimiento de esa sentencia es lento e insuficiente. Una de las soluciones ha sido la contratación de camiones de agua, que no llegan a buena parte de las rancherías por el mal estado de las vías, la mayoría no asfaltadas, y también por la corrupción.
Esas carreteras son uno de los mayores problemas de la región. Transportarse apenas un puñado de kilómetros lleva mucho más tiempo del normal porque los caminos están llenos de hoyos y trampas.
En esos caminos hay también peajes de niños wayúu, que cruzan una cuerda por la carretera, dando visto bueno a la pasada a cambio de galletas o unos pocos pesos, otra expresión de la aguda pobreza que se vive en la zona.
Los dos últimos Gobiernos han intentado también establecer sistemas de pozos de extracción mecánica, activados con placas solares, pero han llegado a apenas una porción de los lugares en necesidad y los pobladores denuncian, además, que la mayoría están rotos.
“Lo que necesita la niñez indígena de La Guajira es que se cumplan las órdenes de la Corte Constitucional, y que se asegure el derecho al agua, la alimentación, salud y participación a través de un avance articulado en el que se muestren los avances en la disminución de la mortalidad y de la desnutrición infantil. Se requiere voluntad y un alto nivel técnico para responder por sus derechos”, dice Ruth Chaparro, cofundadora de la Fundación Caminos de Identidad, que lleva a cabo varios proyectos de desarrollo en La Guajira, una región olvidada donde se lucha a diario por sobrevivir.